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El nombre del propietario era Harry; nunca me enteré de su apellido. En otro tiempo había sido practicante de lucha libre y en la pared del bar, detrás de la barra, había varias fotografías de él en batas de seda y con una larga coleta. Nunca oía Harry hablar de su experiencia en el cuadrilátero, aunque su mujer me dijo una vez que él había ganado suficiente dinero para poder comprar el bar honradamente.

Varios amigos de Harry, en general de edades similares ala suya, venían al bar hacia el final de la jornada. Harry les invitaba a quedarse, a menudo después de la hora de cierre, y a tomar unas copas en su compañía. En tales ocasiones me ofrecía algunos chelines extra por quedarme más tiempo y servirles. Como resultado de esto, alcancé a oír muchas de sus conversaciones y llegué a saber que sus prejuicios e información referentes a temas tales como racismo y política eran tan conservadores como las posiciones dadas a entender por la vestimenta de los otros clientes.

Varios años después, John Tregarth y su partido iban a ganar un sustancioso apoyo electoral de zonas en las que se mezclaban libremente distintas razas.

Permanecimos algunos días en el campamento. Todos estábamos indecisos respecto de lo que se debía hacer. La mayoría de los hombres había perdido la esposa o la compañera de cama, en el secuestro, y aunque sabíamos por lo sucedido a Willen que sería inútil tratar directamente con los africanos, era instintivo quedarse en el lugar del que se habían llevado a las mujeres. Yo me sentía inquieto, me preocupaba permanentemente la seguridad de Sally. Por Isobel estaba menos intranquilo. Y así pues, escuché con alivio al finalizar la semana el rumor de que iríamos al campamento de Augustin.

Aunque yo no tenía un deseo personal de visitar el lugar, el rumor significaba que al menos nos moveríamos con un objetivo manifiesto.

Mientras cargábamos nuestras pertenencias en los carros y se hacían los preparativos para la marcha, Lateef habló conmigo y me confirmó que nos íbamos al campamento de Augustin. Resultaría excelente, dijo, para la moral de los hombres.

Y estaba en lo cierto, al parecer, pues al cabo de un par de horas cambió el humor general y, a despecho del súbito descenso de la temperatura, caminamos los primeros kilómetros en un espíritu de alegre talante.

—¿Tienes un nombre? —pregunté. —Sí.

—¿No piensas decírmelo?

—No.

—¿He dado yo algún motivo para que te guardes esa información?

—Sí. Es decir, no. —Bueno, entonces dímelo. —No.

Esta fue la primera conversación que sostuve con mi mujer. Su nombre: Isobel.

Conforme el alcance global del desastre venidero se fue poniendo de manifiesto para el público británico, invadió al país el tipo de firme resolución y confusión organizada que mis padres me habían explicado de vez en cuando al relatar su experiencia de los primeros meses de la segunda guerra mundial.

Nuestro colegio, en línea con buena parte del componente intelectual de la nación, formó una sociedad que manifestó su simpatía por la situación de los africanos. Nuestros motivos fueron principalmente humanitarios, aunque hubo unos cuantos miembros —sobre todo los que anteriormente habían reflejado un punto de vista más conservador y que se unieron a la sociedad por razones políticas— que adoptaron una actitud más académica. Fue gente de este tipo la primera en desacreditar al movimiento, por su incapacidad de responder a las acusaciones de la prensa y otros medios de difusión en el sentido de que los grupos pro africanos estaban formados por revolucionarios de izquierda.

Era innegablemente cierto que los emigrantes africanos estaban constituyéndose en grupos armados, que recibían armas del extranjero, que se estaban desplazando en gran escala a las ciudades, que ocupaban casas y echaban a los anteriores moradores blancos.

La mayoría de la gente había comprobado por sí misma que tales acusaciones eran ciertas, pero la creencia de nuestra sociedad colegiada era que la culpa la tenía el gobierno. Si desde el principio se hubiera adoptado una actitud más caritativa, la situación de los africanos se habría distendido y oportunistas políticos habrían sido incapaces de explotar la situación. Pero las políticas extremas, y el hermético conservatismo de Tregarth y su gobierno —aprobado por un considerable porcentaje de la nación— consentía poco liberalismo hacia los ilegales emigrantes negros.

En las restantes semanas del curso académico mis colegas y yo hicimos lo que pudimos para transmitir nuestras creencias a los estudiantes. Pero con el fin de curso concluyó el período de nuestra influencia. Sentí aprensión al dar la última de mis clases e incluso antes de abandonar las aulas estuve censurándome por no haber derrochado más energías en este sentido.

En las semanas siguientes, conforme se extendía el paro industrial y las manifestaciones públicas en las calles se convertían en hechos cotidianos, comprendí que habíamos estado equivocados al creer que nuestras tentativas de suscitar simpatía por los africanos harían mucho bien. Hubo un pequeño y vociferante sector de la comunidad que se adhirió a sus principios morales, pero cada vez más gente ordinaria fue entrando en conflicto con los africanos, conforme proseguía la insurrección armada.

En una de las mayores manifestaciones de Londres vi a algunos de los estudiantes de mi colegio portar una gran pancarta adornada con el nombre de nuestra sociedad. Yo no había pretendido unirme al acto, pero abandoné mi intención y seguí la manifestación hasta su ruidosa y violenta conclusión.

En consecuencia, las puertas del colegio no fueron abiertas para el siguiente curso.

Los dos agentes de policía nos dijeron que nos encontrábamos en territorio prohibido y que debíamos irnos inmediatamente. Explicaron que había informes de que se había producido un motín en un campamento militar de las cercanías y que fuerzas gubernamentales estaban cercando la totalidad de la zona.

Dije a la policía que nuestro coche estaba averiado y que, pese a no poner en duda lo que nos decían, habíamos llegado a la vecindad sin advertencia alguna por parte de las autoridades.

Los policías se mostraron incapaces de atender razones.

Sus instrucciones fueron repetidas y se nos pidió que abandonáramos la zona inmediatamente. En ese momento Sally empezó a llorar, pues uno de los agentes había abierto la puerta del coche y la arrastró hasta el exterior. Protesté al instante y fui golpeado duramente en el rostro con el dorso de una mano.

Me apretaron contra el lateral del coche y me revisaron los bolsillos. Cuando miraron dentro de mi cartera y vieron que yo había sido profesor del colegio, mi cédula de identidad fue confiscada. Volví a protestar, pero me ignoraron.

A Isobel y Sally las examinaron de modo similar.

Acabado el cacheo, sacaron nuestras pertenencias del automóvil y las pusieron en la carretera; cogieron nuestras latas de gasolina del portaequipajes y las colocaron dentro del coche policial. Recordé lo que había escuchado antes por la radio y pedí ver la identificación de los policías. De nuevo fui ignorado.

Se nos dijo que el coche policial regresaría a esta carretera en media hora y que para entonces debíamos habernos ido. Nos manifestaron que de lo contrario, seríamos responsables de las consecuencias.

Cuando se volvieron para meterse otra vez en su coche, me adelanté con rapidez y pateé al hombre que me había golpeado. Mi zapato le alcanzó muy fuerte en el coxis, hasta lanzarle al suelo. El otro individuo dio media vuelta y se me echó encima. Dirigí mi puño a su cara, pero fallé. Pasó un brazo en torno a mi cuello, me derribó y me mantuvo así, con un brazo doblado contra la espalda y el rostro penosamente apretado sobre el polvo. El hombre al que había atacado se puso de pie, se acercó y lanzó tres duras patadas a mi costado.

Cuando se fueron, Isobel me ayudó a ponerme en el asiento del coche que ella había ocupado y con un papel de seda enjugó parte de la sangre que salía de mi boca.