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Tan pronto como me sentí recuperado y pude andar, empezamos a caminar por un campo en dirección opuesta a la que la policía había indicado vagamente al hablarnos del motín militar. Tenía un agudo dolor en mi costado y, aunque podía andar con cierta dificultad, me era imposible cargar con algo pesado. Isobel se vio obligada así a llevar nuestras dos grandes maletas y Sally tuvo que hacerse cargo de la pequeña. Yo sostuve nuestro transistor bajo mi brazo; mientras caminábamos lo conecté, pero sólo logré sintonizar un canal de la BBC, el que ofrecía continuamente música ligera.

Los tres nos encontrábamos al borde de la desesperación. Ni Isobel ni Sally me preguntaron qué debíamos hacer a continuación… Por primera vez desde que tuvimos que salir de nuestra casa, éramos totalmente conscientes de cuan lejos de nuestro control había progresado la situación. Más tarde, volvió la lluvia y nos sentamos bajo un árbol en el borde de un campo, asustados, sin rumbo y tremendamente comprometidos en una serie de acontecimientos que nadie había esperado y que nadie en aquel momento era capaz de detener, al parecer.

Por el periódico que regularmente leía supe que el estado de ánimo de la nación estaba polarizado en tres grandes grupos.

En primer lugar, las personas que sufrían a consecuencia de haber entrado en contacto con los africanos —por prejuicios raciales—, apoyaban la política del gobierno y creían que los africanos tenían que ser deportados. Según diversas encuestas, tal sentimiento estaba generalizado.

En segundo lugar, las personas que opinaban sin dudar que a los africanos se les debía admitir en Gran Bretaña y mantenerles momentáneamente con tanta caridad como fuera posible hasta que su capacidad para integrarse de un modo normal en nuestra sociedad se hubiese desarrollado plenamente.

En tercer lugar, las personas que no se preocupaban de que los africanos desembarcaran o no, en tanto ellas mismas no resultaran directamente afectadas.

La aparente apatía de este tercer grupo me disgustaba, pero luego comprendí que, por mi falta de compromiso en general, yo debía ser incluido en él.

Puse en duda mi postura moral. Pese a que mi inclinación era permanecer imparcial —en esta época tenía una aventura con una mujer y ella ocupaba buena parte de mis pensamientos— esta conciencia de mi aislamiento fue la que me convenció de que tenía que unirme a la sociedad pro africanos del colegio.

El clima político y social no era sensible al tipo de juicios morales que debían formularse.

Poco después de la segunda elección el gobierno de Tregarth presentó gran parte de la nueva legislación que había prometido en su campaña. La policía dispuso de poderes más amplios para el allanamiento de morada y la detención y los elementos que ciertos ministros de Tregarth describían como subversivos fueron tratados con más rigor. La policía controló estrechamente las manifestaciones públicas por cualquier problema político y se otorgó a las fuerzas armadas la facultad de colaborar en el mantenimiento de la paz.

Cuando el continuo arribo de los buques procedentes de África a las costas británicas ya se hizo insostenible, el problema ya no pudo ser ignorado por más tiempo.

Después de la primera oleada de desembarcos el gobierno advirtió que en adelante se evitaría el desembarco ilegal de emigrantes, por la fuerza si era preciso. Esto condujo directamente al incidente de Dorset, donde el ejército hizo frente a dos barcos repletos de africanos. Miles de personas habían llegado a Dorset desde todas las regiones de la nación para presenciar el desembarco y el resultado fue un enfrentamiento entre el ejército y el público. Los africanos desembarcaron.

Tras de esto, la advertencia del gobierno fue modificada al efecto de que los emigrantes africanos capturados recibirían adecuado tratamiento hospitalario y luego serían deportados.

Mientras tanto, la polarización de actitudes se aceleró por el suministro ilegal de armas a los africanos. Conforme su presencia fue convirtiéndose en una amenaza militar, más profundas se hicieron las divisiones en el seno de la nación.

La vida privada de todo habitante de las regiones directamente afectadas —y de numerosas zonas alejadas de la insurrección— se orientó por completo en torno al problema inmediato. La policía se dividió, igual que el ejército y la fuerza aérea. La armada permaneció leal al gobierno. Al desembarcar un destacamento de infantes de marina estadounidenses para actuar en calidad de asesor del que había sido denominado bando nacionalista, y cuando las Naciones Unidas destacaron una fuerza para mantener la paz, el aspecto militar de la situación quedó determinado.

Para entonces, era imposible afirmar que una sola persona no estuviera comprometida.

—Dicen que vamos al campamento de Augustin.

El hombre que marchaba a mi lado miraba al frente.

—A maldita hora…

—Lo has echado de menos, entonces?

—Déjame en paz, ¿quieres?

Yo no dije nada, sino que les dejé prolongar la interacción de ideas hasta su lógica conclusión. En la última semana había esto o conversaciones similares en docenas de ocasiones.

—Fue Lateef el que lo decidió. Los otros no querían moverse.

—Lo sé. El bueno de Lat.

—El también lo echa de menos.

—¿Se llevaron una mujer suya? El nunca lo menciona…

—Sí. Dicen que jodía a escondidas con la mujer de Olderton.

—No lo creo.

—Es un hecho.

—¿Y qué dice Olderton, entonces?

—Nunca se enteró de nada.

El otro hombre se rió.

—Tienes razón, lo he echado de menos.

—Igual que todos, ¿no?

Ambos se echaron a reír en aquel momento, cloqueando como dos viejas en el sobrenatural y frío silencio de la campiña.

Dormimos aquella noche al aire libre y por la mañana tuvimos la suerte de encontrar una tienda todavía abierta que nos vendió un buen lote de equipo para acampar, a precios normales. En este punto aún no habíamos formulado un plan serio, aparte de reconocer que debíamos llegar a Bristol en cuanto tuviéramos la primera oportunidad.

Caminamos todo aquel día y de nuevo dormimos al aire libre, aunque en esta ocasión con el equipo. Llovió durante la noche, pero estuvimos protegidos adecuadamente. A pesar de lo que al principio nos parecieron grandes dificultades, nuestro ánimo se mantuvo bueno; no obstante, cuando escuché por casualidad a Isobel, que hablaba con Sally poco antes de que la muchacha se quedara dormida, detecté en su tono un notable rasgo de falso optimismo.

Por lo que a mí concernía, estaba atravesando lo que posteriormente sabría que era una fase temporal de buen humor genuino. Tan paradójico como esto pueda parecer, la relativa libertad que gozábamos en aquel momento, en una época en que la ley marcial en las ciudades imponía restricciones insoportables a gran parte de la población, servía para compensar todos los demás hechos tales como haber perdido prácticamente la totalidad de nuestras pertenencias, carecer de hogar y ver muy alejadas las posibilidades de llegar a Bristol.

Encontramos un tramo boscoso y durante algunos días acampamos allí. Fue entonces cuando nuestro humor se deprimió.

Para conseguir comida visitábamos un pueblo cercano donde nos vendían sin problemas todo lo que queríamos. Pero a finales de semana, cuando un destacamento de fuerzas africanas atacó el pueblo y como resultado los habitantes levantaron barricadas, aquel suministro quedó cortado para nosotros.

Decidimos seguir caminando y viajamos a campo traviesa en dirección sur. Poco a poco me fui dando cuenta del mudo resentimiento de Isobel por lo que nos sucedía, y así me encontré compitiendo con ella por la aprobación de Sally, convertida de ese modo en instrumento de nuestro conflicto (como de hecho había sido siempre), que por esto sufría considerablemente.