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El día posterior al que mojamos nuestro equipo y posesiones en la travesía del río, el conflicto llegó a su punto crítico.

Por entonces nos hallábamos desconectados del resto del mundo. Las pilas de la radio se habían ido agotando y el agua había dañado el aparato sin ninguna posibilidad de reparación. Mientras Isobel y Sally extendían nuestras ropas y equipo para que se secaran al sol, me escabullí y traté de condensar mis conocimientos en algo que me permitiera planear nuestras próximas acciones.

Lo único que sabíamos era que nos encontrábamos en graves dificultades y que nuestros problemas se agravaban por la situación que nos rodeaba. Aunque conocíamos demasiado bien el alcance de nuestras dificultades, habríamos estado mejor preparados para enfrentarlas de haber podido saber el estado actual de la situación política.

(Mucho después me enteré de que en esa época hubo un programa benéfico en gran escala iniciado por la Cruz Roja y las Naciones Unidas, que pretendió rehabilitar a todas las personas que, como nosotros, habían sido desposeídas por la contienda. Resultó que este empeño tuvo un fin aciago, puesto que con el empeoramiento del conflicto ambas organizaciones quedaron desacreditadas en la mente del público y su trabajo fue usado por todos los bandos participantes como arma táctica, política o social contra los demás. El resultado fue una enorme desconfianza en todas las organizaciones benéficas y, en su momento, su función se convirtió en la tarea superficial de conservar las apariencias.)

Resultaba difícil reconciliarnos con las normas de existencia que en aquel momento debíamos aceptar.

Me encontré considerando la situación como predeterminada. Puesto que, en la medida en que nuestro matrimonio se había convertido en simple conveniencia social, mi actitud hacia Isobel se había resuelto por sí sola. En tanto que estuvimos viviendo en nuestro hogar pudimos pasar por alto el hecho de que nuestra relación era hipócrita y que la situación política de aquel período ejercía un efecto sobre nosotros.

Y como la situación política había variado tanto nuestra forma de vida, ya no podíamos seguir fingiendo.

En los pocos minutos que estuve solo, vi con penetrante claridad que nuestro matrimonio había alcanzado su término y que había llegado el momento de abandonar el fingimiento. Consideraciones prácticas trataron de inmiscuirse, pero las ignoré.

Isobel podía valerse por sí misma, o entregarse a la policía. Sally podía venir conmigo; regresaríamos a Londres y entonces decidiríamos qué hacer a continuación.

Fue una de las pocas ocasiones en mi vida en que yo tomé una decisión positiva por mí mismo, y una decisión que no me complacía. Los recuerdos —excelentes recuerdos— de lo sucedido anteriormente me frenaban. Pero todavía conservaba en mi costado las magulladuras de la bota del policía, que sirvieron para recordarme la verdadera naturaleza de nuestras vidas.

El pasado se había alejado de nosotros e igual sucedía con el presente. Esos momentos pasados con Isobel, cuando yo había pensado que una vez más podríamos idear una forma de vivir juntos, se me presentaron como falsedades. El arrepentimiento no existía.

Debíamos llegar al campamento de Augustin al día siguiente, pero aquella noche no tuvimos más remedio que dormir en un campo. A ninguno de nosotros le gustaba reposar al aire libre; preferíamos buscar casas o alquerías abandonadas. Nunca me había resultado fácil acomodarme en un suelo duro y expuesto al frío. Además, alrededor de la medianoche descubrimos que habíamos acampado a menos de kilómetro y medio de un enclave antiaéreo. Los cañones abrieron fuego varias veces y, pese a que en dos ocasiones usaron reflectores, no logramos distinguir a qué blanco disparaban.

Seguimos caminando con la primera luz del día, todos nosotros helados, irritables y fatigados. A ocho kilómetros del campamento de Augustin fuimos detenidos por una patrulla de infantes de marina estadounidenses, y cacheados. Fue un acto rutinario, mecánico, y concluyó en diez minutos.

Más serenos, perdida nuestra locuaz irritabilidad en favor del habitual silencio contemplativo, llegamos a las proximidades del campamento de Augustin hacia el mediodía.

Lateef nos destacó, a mí y otros dos, para que fuéramos delante y comprobáramos que el campamento seguía allí. Todo lo que teníamos a manera de orientación eran algunas coordenadas de Topografía Artillera que nos habían pasado a través de la red de refugiados. Aunque no teníamos motivo para dudar de esta información —la red era la única forma fiable de divulgación de noticias—, era posible que uno u otro de los grupos militares la hubiera utilizado. En cualquier caso, era esencial asegurar que en el tiempo que permaneciéramos allí no interrumpiéramos a nadie ni fuéramos interrumpidos.

Mientras Lateef se aplicaba en los preparativos de una comida, iniciamos el avance.

Resultó que las coordenadas coincidían con un campo antes dedicado al cultivo. Fue obvio que había estado en barbecho durante más de un año, ya que se hallaba cubierto de exuberante hierba y maleza. Aunque había varios signos de ocupación humana —una letrina en un rincón, numerosos pedazos de tierra desnuda en la hierba, un vaciadero de basura, llagas abrasadas donde habían estado las hogueras, el campo estaba vacío.

Lo examinamos en silencio durante algunos minutos, hasta que uno de los hombres encontró un fragmento de cartón blanco en el interior de una bolsa que estaba debajo de un pequeño montón de piedras. El cartón decía Augustin's y contenía otras coordenadas. Consultamos el mapa y descubrimos que el lugar se hallaba a un kilómetro de allí.

El nuevo campamento estaba en un bosque y lo encontramos con relativa facilidad. Se componía de varias tiendas de diversos tamaños, desde toscas lonas que sólo podían albergar a una o dos personas, hasta tiendas de campaña de tamaño medio del tipo que a veces se encuentra en los circos. Todo el campamento estaba cercado con soga, excepto en una parte donde se había levantado una gran tienda. Todo aquel que deseara entrar se vería obligado así a pasar por esa tienda.

Sobre la entrada había fijado un letrero, rudamente pintado sobre lo que en otro tiempo había sido una sábana o manteclass="underline" AUGUSTIN. Debajo de este nombre había escrito: JODE A UNA NEGRA POR UN ARMA. Entramos.

Un muchacho estaba sentado detrás de una mesa apoyada en caballetes. Yo le dije:

—¿Está aquí Augustin?

—Está ocupado.

—¿Demasiado ocupado para vernos?

—¿Cuántos?

Dije al muchacho cuántos hombres había en nuestro grupo. Salió de la tienda y atravesó el campamento. Poco después, el mismo Augustin vino a nuestro encuentro. Pocos refugiados saben la nacionalidad de Augustin. No es británico.

—¿Tienes hombres? —me preguntó.

—Sí.

—¿Cuándo vendrán?

Le contesté que dentro de una hora. El miró su reloj. —Bien. Pero, ¿os iréis a las seis? Accedimos a esto.

—Tenemos más por la noche —explicó—. ¿De acuerdo? Asentimos de nuevo y luego regresamos a nuestro campamento temporal, donde Lateef y los demás nos aguardaban.

Me vino a la mente que si les decíamos dónde estaba Augustin, los otros no nos esperarían y en consecuencia nuestra oportunidad quedaría limitada. Así pues, nos negamos a divulgar la localización exacta y dijimos que el campamento se había trasladado. Cuando quedó claro que no íbamos a explicar nada más, nos dieron la comida.

Después de comer guiamos a los otros hasta el campamento de Augustin.

Lateef entró en la tienda conmigo y los otros dos hombres. El resto se apiñó detrás de nosotros o aguardó fuera. Observé que Augustin, en el tiempo que habíamos tardado, había aseado su aspecto y colocado una valla de madera frente a la puerta interior de la tienda para evitar que la atravesáramos directamente.