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Augustin se encontraba sentado detrás de la improvisada mesa. A su lado había una mujer blanca de elevada estatura, con largos cabellos negros y notables ojos azules. Ella nos miró con lo que yo consideré era desprecio.

—¿Cuánto ofrecéis? —preguntó Augustin.

—¿Cuánto quieres? —dijo Lateef.

—Nada de comida.

—Comida es lo mejor que podemos ofrecerte.

—Nada de comida. Queremos rifles. O mujeres.

—Tenemos carne fresca —dijo Lateef—. Y chocolate. Y un montón de latas de fruta.

Augustin trató de mostrarse disgustado, pero advertí que era incapaz de resistirse a aceptar nuestras ofertas.

—Bien. ¿Rifles?

—No.

—¿Mujeres?

Lateef le explicó, sin mencionar el secuestro, que no teníamos mujeres. Augustin escupió en la superficie de la mesa.

—¿Cuántos esclavos negros?

—No tenemos ninguno.

Yo había esperado que Augustin no creyera esto. Lateef me había dicho en cierta ocasión que en su última visita, cuando Augustin se encontraba de un talante más efusivo, éste le había confiado que “sabía” que todos los grupos de refugiados tenían varios negros como esclavos o rehenes. A despecho del problema moral, el simple hecho práctico de los constantes cacheos e interrogatorios habría imposibilitado tal cosa. En cualquier caso, Augustin pareció aceptar nuestra palabra en aquel momento.

—Bueno. ¿Qué comida?

Lateef le entregó una hoja de papel que contenía una lista de provisiones que nosotros estaríamos dispuestos a compartir. La mujer se la leyó.

—Nada de carne. Tenemos bastante. Se pudre muy deprisa. Más chocolate.

Al fin se acordó el trueque. Sabiendo lo que se había tenido que pagar en el pasado, comprendí que Lateef había cerrado un buen trato. Yo había esperado que se viera forzado a pagar mucho más. Quizá, pese a la actitud fanfarrona de Augustin, su excedente de comida no fuera tan grande como él pretendía y estuviera sufriendo penurias en otros respectos. Se me ocurrió preguntarme en torno a su insistencia en las armas.

Salimos de la tienda en dirección a donde estaban nuestros carros de mano y descargamos las cantidades de alimento acordadas. Completada la parte financiera, fuimos conducidos a través de la tienda hasta un pequeño claro. Augustin nos exhibió orgullosamente sus mercancías.

Había aproximadamente tres veces tantos hombres como mujeres disponibles. Convinimos en comportarnos de una forma razonable y nos dividimos en tres grupos. Luego echamos a suertes el orden en que iríamos con las chicas. Yo formaba parte del grupo que ganó el primer lugar de los tres. Mientras los otros esperaban, nos acercamos a la hilera de mujeres, que estaban de pie, aguardándonos, como soldados listos para la inspección.

Todas las muchachas eran negras. Daba la impresión de que habían sido seleccionadas por el mismo Augustin, ya que su aspecto era similar: altas, de senos prominentes y amplias caderas. Sus edades iban desde las vigorosamente maduras de algunas hasta la de una muchacha que, era obvio, no llegaba a los quince años.

Elegí a una mujer joven de unos veinticinco años. Cuando le hablé, me mostró los dientes como si yo fuera un inspector sanitario.

Después de algunas palabras ella me condujo fuera del claro hasta una pequeña tienda en el mismo borde del campamento. Había poco espacio en el interior, por lo que ella se quitó la ropa fuera. Mientras lo hacía, observé las otras tiendas a mi alrededor y vi que las demás mujeres estaban desnudándose afuera de modo parecido. Cuando la mía estuvo desnuda, se metió dentro. Me saqué los pantalones y los puse en el suelo, cerca de donde ella había dejado su ropa. La seguí al interior.

Estaba acostada en una tosca cama formada por varias mantas viejas extendidas en el suelo. En la tienda no había laterales y si la mujer hubiera sido unos centímetros más alta, tanto su cabeza como sus pies habrían sobresalido.

Al entrar, la visión del cuerpo femenino, desnudo y desplegado, me excitó. Me arrastré hasta sus piernas y me puse encima de ella. Pasé mi mano izquierda entre nuestros cuerpos, acaricié primero su seno derecho y luego apreté la frágil cresta de pelo negro.

Al principio me apoyé en mi mano derecha; después, cuando ella pasó sus brazos en torno de mí, dejé que la mano descansara junto a su cuerpo. Al penetrarla sentí a su lado la fría dureza de algo metálico. Esforzándome en no mostrar mi conciencia de ello, exploré con mis dedos hasta el límite de mi atrevimiento y, finalmente, concluí en que lo que yo tocaba era el gatillo y el guardamonte de un rifle.

Mientras copulábamos me las arreglé para apartar el arma hacia el borde de la tienda. Me dejó bastante satisfecho la discreción de mis movimientos en esta maniobra, puesto que ella no dio señales de advertirlos. Finalmente, el rifle quedó a unos treinta centímetros de nosotros, todavía cubierto en parte por las mantas.

Mi preocupación por la presencia del arma había menguado mi deseo sexual y descubrí que mi erección no era tan fuerte, aun cuando había continuado moviéndome encima de la mujer. Volví mi atención a ella y su cuerpo. A causa de lo sucedido necesité más tiempo del normal para llegar al clímax y, al acabar, ambos sudábamos en abundancia.

Después nos vestimos y regresamos al claro. De los impúdicos comentarios de los otros hombres deduje que habíamos tardado más que el resto. Mi chica se puso en fila con las otras, intervino el segundo grupo y realizaron sus selecciones. Conforme iban avanzando por parejas hacia las tiendas más distantes, caminé por entre los del tercer grupo, atravesé la tienda con la mesa de caballetes a la que Augustin y su mujer estaban sentados en animada conversación y salí al lugar donde habíamos dejado los carros de mano.

Continué caminando hacia los árboles.

A veinte metros de distancia me volví y miré hacia atrás. Augustin me observaba recelosamente desde su tienda. Hice un sucio gesto para señalar mis entrepiernas e indicarle así que iba a orinar, y él agitó sus manos. Seguí andando.

Cuando me hallé fuera de la vista del campamento di media vuelta y anduve en un amplio círculo, manteniendo las tiendas a mi izquierda. Al cabo de un rato me encaminé de nuevo hacia el campamento y me acerqué cautelosamente a uno de sus lados. Nadie me vio.

Usando como escondrijo todo árbol y matorral disponible, me desplacé hasta quedar enfrente de la tienda donde había estado. Asegurándome de nuevo de no ser observado, me arrastré hacia ella empleando manos y rodillas. Me puse junto a la tienda apoyado en mi estómago, la soga del linde directamente encima de mí.

En el interior, el hombre insultaba a la mujer, maldecía y blasfemaba contra la raza negra y vertía expresiones excrementicias sobre el color de la piel de la muchacha. Ella replicaba con gemidos de pasión.

Deslicé mi mano bajo la tela de la tienda, encontré el rifle y lo agarré. Con una lentitud que casi me aterró, lo saqué fuera y busqué el abrigo de los árboles. Escondí el rifle en las exuberantes zarzas de un espino y luego regresé al campamento.

Al pasar junto a Augustin, éste hizo un comentario vulgar sobre la orina. Estaba comiendo el chocolate. En su barbilla había manchas marrones y grasientas.

Con el cierre del colegio me encontré en la segunda crisis financiera más importante de mi vida. Durante algún tiempo vivimos de nuestros ahorros, pero al cabo de un mes fue evidente que debía encontrar una ocupación alternativa. Pese a que telefoneé a la sección administrativa del colegio en varias ocasiones, raramente logré obtener una respuesta y menos todavía una solución satisfactoria al apuro. Entretanto, me apliqué a la tarea de obtener empleo.

Hay que comprender que en esa época la nación atravesaba una fase de extrema dificultad económica. Se consideraba que la política comercial que el gobierno de John Tregarth había llevado a la práctica por vez primera estaba dando malos resultados, si es que daba alguno. En consecuencia, la balanza de pagos fue haciéndose cada vez más desfavorable y un número creciente de individuos fue forzado al paro. Al principio, confiando en mí mismo y en mi título de profesor de historia inglesa, recorrí los despachos de las editoriales con la pretensión de lograr algún cargo temporal como editor o consejero. Pronto me desilusioné, al descubrir que el mundo de los libros, igual que prácticamente todos los demás, reducía gastos y personal a la primera oportunidad. Con una secuencia, similarmente global, de cabezas que negaban tristemente, averigüé que el camino hacia alguna forma de trabajo de oficina se encontraba también interceptado. El trabajo manual, en conjunto, estaba fuera de lugar: la mano de obra industrial había sido regida por los sindicatos a partir de la mitad de la década de los setenta.