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—Eso es lo que quiero —dijo ella—. Eres claramente incapaz de ofrecer una alternativa.

—Tengo una sugerencia.

—¿De qué se trata?

Y lo expliqué. Dije que yo me quedaba con Sally y que ella debía ir a Bristol sola. Le ofrecí la mayor parte del dinero que nos quedaba y todo el equipo que deseara. Cuando Isobel me preguntó por qué quería hacer esto, le expuse mi anterior concepción sin transigir. Dije, tan bruscamente como me fue posible, que nuestro matrimonio estaba acabado como tal, que la desorganización social no había hecho más que transformar la situación en una forma más reconocible. Le aseguré que, si persistía en pensar que podíamos empezar de nuevo, se estaba engañando a sí misma, y que cuando las cosas se asentaran obtendríamos el divorcio y Sally recibiría protección legal.

Isobel se limitó a decir:

—No lo sé.

Y se alejó.

Examiné el rifle a la primera oportunidad y descubrí que era del tipo para el que teníamos municiones. Las tenía Lateef, así que yo estaba obligado a revelarle que me había hecho con un rifle.

Lateef ya tenía las municiones cuando me uní a su grupo y yo no tenía idea de dónde habían salido. Hablando conmigo a solas me explicó que poseía doce cartuchos apropiados para mi rifle, pero me advirtió que debía desembarazarme del arma inmediatamente en interés de todos. Cuando le pregunté el motivo, me dijo haber oído que se había invocado la pena de muerte por el uso sin licencia de armas de fuego.

De lo que dijo saqué la conclusión de que sentía envidia de que yo hubiera hecho tal hallazgo.

Argüí la necesidad de protección, que si hubiéramos estado armados antes tal vez habríamos podido defender a las mujeres. Hice la observación de que las atrocidades contra refugiados iban en aumento y que ya no había fuerza organizada en que poder confiar.

Lateef replicó a mis argumentos apuntando la creciente frecuencia de interrogatorios y que, hasta la fecha, habíamos logrado eludir la violencia personal contra nosotros mismos, en tanto que otros grupos de refugiados habían sufrido palizas, encarcelamientos y ultrajes a manos de fuerzas militares.

Su punto de vista era que esto se debía a que nosotros nos hallábamos manifiestamente indefensos.

Le contesté que estaba preparado a aceptar todas y cada una de las consecuencias si me cogían en posesión del rifle; que si nos detenían para interrogarnos lo ocultaría al instante y que si me capturaban llevando o usando el rifle absolvería al resto del grupo de encubrimiento o complicidad.

Lateef pareció satisfecho de mi compromiso, que eliminaba efectivamente toda desventaja para él o los demás, y a su debido tiempo me entregó la munición.

Desarmé el rifle, lo limpié y lubriqué y aprendí a ajustar la mira. No deseando desperdiciar una sola bala, o llamar la atención sobre el grupo por el sonido de la detonación, no lo disparé. Un hombre de nuestro grupo que sabía algo de rifles me dijo que mi arma era potente y precisa y que debía usarla con discreción.

En los días siguientes aprecié que se había producido un cambio sutil de intensidad en la forma en que el grupo se organizaba.

Llegué al pueblo a primeras horas de la tarde, mientras los preparativos de las festividades del día se hallaban en sus últimas etapas. La plaza del centro de la población había sido desalojada de automóviles y la gente paseaba por el espacio abierto como inconsciente de que en los días normales el lugar se encontrara atestado con el tráfico que pasaba hacia la costa.

La mayoría de las tiendas de la plaza había dispuesto mostradores frente a sus escaparates y llenado de artículos los primeros. Varios hombres trabajaban en lo alto de escaleras, poniendo banderas de adorno de lado a lado de las calles. Casi todos los salientes de las ventanas estaban decorados con un ramo de flores.

En la parte ancha de la plaza, frente al ayuntamiento, había una pequeña feria formada por un tiovivo, un tobogán gigante, una hilera de columpios y varios puestos de juegos.

Mientras aguardaba fuera de mi hotel, un gran autocar se detuvo en una calle cercana y del vehículo salieron cincuenta o sesenta pasajeros que entraron en tropel en un restaurante de imitado estilo Tudor sito en el extremo opuesto de la plaza. Esperé a que el último de ellos estuviera dentro y después caminé en dirección opuesta hasta que salí del centro de la población y llegué a las calles residenciales.

Cuando regresé, la fiesta se hallaba en pleno funcionamiento.

Avisté por primera vez a la chica cuando ella se encontraba junto a un puesto de bolsos en la parte exterior de una tienda de artículos de cuero. La moda femenina de aquella época era vestir ropa fabricada con un material muy liviano y faldas varios centímetros por encima de la rodilla. Ella iba vestida de azul pálido y llevaba suelto su largo cabello. Me pareció muy hermosa. Cuando crucé la plaza en dirección a ella, la chica siguió andando y se perdió entre la multitud. Aguardé junto a la tienda de bolsos, confiando en volver a ponerle la vista encima, pero me fue imposible. Al cabo de algunos minutos cambié de posición y permanecí en el estrecho pasillo que discurría entre la galería de tiro al blanco y el puesto donde había que derribar los cocos.

Regresé a mi hotel al cabo de una hora y pedí un café. Más tarde volví a la plaza y vi el perfil de la chica recortado contra el lateral de uno de los camiones que transportaba el material de la feria. Ella estaba paseando en ángulo recto respecto de mi línea de visión y miraba al suelo pensativamente. Llegó a las escaleras exteriores del ayuntamiento y las subió. Cuando estuvo arriba se volvió y me miró. Nos observamos mutuamente de un lado a otro de la plaza. Anduve hacia ella.

Alcancé la parte inferior de las escaleras y la chica dio media vuelta y entró en el edificio. No deseando seguirla, subí hasta donde ella había estado y miré hacia el interior del inmueble. Detrás de mí, oí una abrupta explosión y un chillido, y el sonido de diversas personas que gritaban. No me volví. Durante dos minutos la plaza bulló con los ruidos de los gritos y la música. Finalmente, alguien pensó en desconectar la música que era retransmitida a la plaza, y se hizo silencio. Una mujer sollozaba en alguna parte.

Sólo cuando llegó la ambulancia me volví para mirar la plaza y vi que había sucedido un accidente en el tiovivo. Un niño pequeño estaba atrapado por las piernas entre la plataforma y el motor central.

Esperé a que el niño fuera liberado. Los hombres de la ambulancia no parecían saber cómo proceder. Por fin, llegó un coche de bomberos y tres hombres, usando una sierra eléctrica, cortaron la madera de la plataforma y liberaron las piernas del niño. El muchacho estaba inconsciente. Cuando se alejó la ambulancia y la música empezó a sonar de nuevo, me di cuenta de que la chica estaba a mi lado. La cogí de la mano y la llevé lejos del centro, por las calles que yo había recorrido antes.

Su belleza me arrebató la facultad para conversar fácilmente. Quise halagarla e impresionarla, pero las palabras adecuadas no brotaban.

Regresamos a mi hotel a últimas horas de la tarde y la invité a cenar. La muchacha se aturdió cuando terminamos de cenar y me dijo que debía marcharse. La acompañé hasta la puerta del hotel, pero ya no me dejó escoltarla más. Entré en la sala del hotel y vi televisión el resto de la noche.

A la mañana siguiente compré un periódico y supe que el niño había muerto camino del hospital. Tiré el periódico.

Había acordado encontrarme con Isobel por la tarde y hasta entonces tuve con que distraerme. Buena parte de la mañana contemplé a los hombres que desmantelaban los artefactos de la feria y los cargaban en los camiones. La plaza quedó vacía de equipo hacia el mediodía y la policía permitió el paso al tráfico normal.