Después de comer en el hotel pedí prestada la motocicleta de un amigo y me dirigí con ella hacia la calle principal. Ella vestía de nuevo su vestido azul pálido, tal como yo le había pedido. Paseamos otra vez, en esta ocasión saliendo de la población y encontrando varios caminos a través del campo.
Quise hacer el amor con ella, pero no me lo permitió.
De vuelta al pueblo nos sorprendió una tormenta de verano que nos mojó de pies a cabeza. Había planeado invitarla a otra cena en el hotel, pero en lugar de eso fuimos a su casa con el coche de un amigo. Ella no me dejó entrar. En vez de eso, prometí regresar a la población en el transcurso de la semana siguiente. Ella accedió a verme entonces.
Al entrar en el vestíbulo del hotel uno de los porteros me dijo que la madre del niño se había suicidado por la tarde. Había sido ella, según el portero, la que había animado al niño a permanecer en el tiovivo mientras éste giraba. Discutimos la tragedia un rato y luego cené en el restaurante del hotel. Después fui al cine local y vi un programa doble de horror. En el descanso advertí que Isobel estaba sentada unas cuantas filas delante de mí, besándose con un joven que tenía aproximadamente su misma edad. Ella no me vio. Inmediatamente salí de allí y por la mañana regresé a Londres.
En el pueblo descubrí un transistor. Las pilas estaban gastadas. Las saqué de la parte trasera de la radio y las calenté lentamente la siguiente ocasión que me encontré cerca de una hoguera. Mientras aún estaban calientes, las puse de nuevo en el aparato y lo conecté.
En aquella época la BBC emitía sólo por una longitud de onda, intercalando partes de noticias entre largas sesiones de música ligera. Aunque escuché hasta que se agotaron las pilas, dos horas más tarde, no oí boletín alguno en torno a la contienda, la situación de los refugiados o cualquier otro tema político. Supe que se había producido un accidente aéreo en América del Sur.
La siguiente ocasión que tuve pilas para la radio, el único canal que logré sintonizar fue Radio Paz…, que emitía desde un buque de mineral de hierro anclado frente a la isla de Wight. La programación se limitaba a prolongadas sesiones de rezo, lecturas bíblicas e himnos.
Otra vez estábamos quedándonos sin comida y Lateef tomó la decisión de acercarnos a un pueblo cercano y hacer un trueque. Consultamos nuestros mapas.
La experiencia nos había enseñado que era una buena política, en general, evitar todo pueblo o ciudad con más de mil habitantes o situados cerca de una carretera de primer orden. Habíamos descubierto que un alto porcentaje de tales lugares se hallaba ocupado por un bando u otro y sujetos a la ley marcial tanto en la práctica como en teoría, o de lo contrario mantenía alguna pequeña guarnición o campamento. Como tal cosa eliminaba de nuestra esfera de acción la mayoría de poblaciones y pueblos, estábamos obligados a obtener el grueso de nuestros víveres de villorrios aislados y casas y granjas solitarias. Si teníamos la suerte de encontrar algún lugar que nos facilitara realmente lo que necesitábamos, entonces levantábamos un campamento en las proximidades o seguíamos actuando en la inmediata vecindad.
Observando el mapa, Lateef tomó la decisión de ir hacia un pueblo situado a dos kilómetros al oeste de nosotros. Uno de los otros hombres discrepó, diciendo haber oído que en la ciudad que estaba cinco kilómetros más allá de este pueblo se encontraba un cuartel de las Fuerzas Nacionalistas. Manifestó que estaría más contento si diéramos un rodeo a la ciudad, bien por las poblaciones del norte o bien por las del sur.
Lo discutimos durante un rato, pero finalmente Lateef nos venció. Dijo que nuestra preocupación primaria era la comida y que, debido al número de granjas cerca del pueblo, tendríamos mejores posibilidades allí.
Al aproximarnos al pueblo distinguimos dos o tres granjas bien defendidas por barricadas.
Por un derecho no escrito de la campiña, se permitía a los refugiados atravesar o acampar en terrenos en barbecho, con la condición de que no robaran comida ni trataran de entrar en las casas. En todo el tiempo que llevaba en la carretera, yo me percataba de un modo subconsciente de esta regla y, como cualquiera de los otros, trataba de actuar sin salirme de ella.
Durante un breve período algunos refugiados de East Anglia se habían unido al grupo de Lateef, pero adoptaron una clara actitud individualista y Lateef nos había separado de ellos. Por lo tanto, pasamos las granjas y nos dirigimos al pueblo. Como era nuestra costumbre, Lateef marchaba a la cabeza de nuestra columna con otros tres hombres; inmediatamente detrás de ellos iban los carros de mano que contenían nuestras pertenencias, equipos para acampar y artículos para el trueque, y el resto del grupo.
Por causa de mi rifle, Lateef me dijo que caminara junto al carro de cabeza, ocultando el arma en el doble fondo en que normalmente escondíamos materiales inaceptables durante cacheos o interrogatorios.
Esto me permitió detectar una ligera inversión en la actitud de Lateef hacia el rifle. Mientras que antes él sostenía que era mejor estar desarmados como medio de autoprotección, ahora vi que reconocía la necesidad de defendernos aun cuando tal defensa no fuera en sí misma evidente para agresores en potencia.
Llegamos al pueblo a lo largo de una carretera secundaria que corría a campo traviesa desde la ciudad situada en el extremo opuesto de este pueblo, hasta enlazar con una carretera principal a unos trece kilómetros al este de nosotros. Sabíamos, de nuevo por experiencia, que era mejor acercarse a un pueblo extraño siguiendo una carretera que a través de los campos. Aunque nos sentíamos inmediatamente más expuestos, creíamos que actuando así establecíamos una base superior para el futuro trueque.
El pueblo, de acuerdo con el mapa, carecía de un núcleo real, siendo más bien un disperso grupo de viviendas a lo largo de dos estrechas carreteras: la que ocupábamos nosotros y otra que la atravesaba en ángulo recto. Probablemente medía más de kilómetro y medio de una punta a otra, detalle típico de los pueblos de esta región.
Pasamos junto a la primera casa en silencio. Había sido abandonada y todas sus ventanas estaban rotas. Lo mismo sucedía con la siguiente, y con la de más allá, y con todas las casas de los primeros doscientos metros en dirección al centro.
Cuando estábamos andando por una curva de la carretera se oyó un disparo delante de nosotros y uno de los hombres que iba junto a Lateef cayó de espaldas.
Nos detuvimos. Los que se hallaban cerca de los carros se detrás de ellos, el resto eligió todo escondite que pudo encontrar a un lado de la carretera. Miré al hombre que había caído. Estaba en el suelo a cinco metros de donde yo me acuclillaba. La bala le había alcanzado en la garganta, desgarró buena parte de su cuello. La sangre brotaba intermitentemente de su vena yugular y, aunque sus ojos miraban al cielo con la apagada vidriosidad de la muerte, el hombre prosiguió emitiendo débiles y ásperos sonidos con lo que quedaba de su garganta. En unos segundos quedó en silencio.
Una barricada había sido erigida en medio de la carretera, delante de nosotros. No era el tipo de barricada al que estábamos acostumbrados —un vulgar obstáculo de adoquines, coches viejos o mampostería—, sino que había sido diseñada deliberadamente y construida con ladrillos y cemento. En el centro había una estrecha puerta que permitía el paso a los peatones y a sus dos lados se hallaban sendas aberturas de protección, detrás de las que apenas pude distinguir las figuras de varios hombres. Mientras yo estaba observando, uno de ellos disparó de nuevo y la bala golpeó contra la madera delantera del carro situado a menos de medio metro de donde yo me hallaba. Me agazapé más todavía.
—¡Whitman! Tú tienes el rifle. ¡Contéstales!