Pero pese a todos los muertos, millones de africanos siguieron viviendo y la desesperación creció a la par que el hambre. Y como pareció que África continental había dejado de ser capaz de albergar vida humana, se produjo una emigración.
Empezó con lentitud, pero al cabo de tres meses creció hasta convertirse en un éxodo. Se empleó todo barco o avión que se encontró y se pudo gobernar. Los emigrantes no se dirigieron a ninguna parte en concreto… Pero lejos de África.
A su debido tiempo desembarcaron en países de todo el mundo: India, Francia, Turquía, Oriente Medio, Estados Unidos, Grecia. En el período de la evacuación se estimó que entre siete y ocho millones de personas habían abandonado África. En el transcurso de un año, poco más de dos millones desembarcaron en Gran Bretaña.
Los africanos no fueron bien recibidos en ninguna parte. Pero una vez desembarcados, allí se quedaron. En todos los sitios provocaron un trastorno social; mas en Gran Bretaña, donde un gobierno neorracista había llegado al poder basándose en un programa de reformas económicas, los africanos causaron muchos más desastres.
Me presenté en el puesto de reclutamiento a la hora señalada, la una y media de la tarde.
Durante varios días se había producido una saturación de anuncios en la televisión y la prensa, afirmando que la entrada en las fuerzas armadas seguía siendo voluntaria, pero que en las próximas semanas se introduciría el alistamiento obligatorio. Este anuncio estaba realzado con la implicación de que los hombres que se presentaran voluntarios en aquel momento recibirían tratamiento de preferencia con respecto a los que fueran reclutados finalmente.
Supe a través de mis amistades que ciertas categorías de hombres serían las primeras en seleccionarse. Mi trabajo en la fábrica de tejidos me calificaba para una de tales categorías.
Mi vida laboral en la fábrica durante este período no era feliz y la paga del ejército iba a ser un poco superior a la que recibía entonces. Por lo tanto, tenía diversos motivos para presentarme al examen médico.
Yo había solicitado instrucción de oficial, sabiendo a través de los anuncios que bastaba un título para establecer aptitud. Me mandaron a una sala específica del edificio donde un sargento con uniforme de media gala me dijo qué debía hacer, añadiendo la palabra “señor” al final de cada frase.
Pasé una prueba de inteligencia, que fue corregida en mi presencia. Los errores que cometí me fueron explicados detalladamente. Luego me preguntó brevemente por mi experiencia y posición política y al final me ordenó desnudarme y pasar a la siguiente habitación.
La iluminación era muy brillante. Había un banco de madera a lo largo de una pared y se me dijo que tomara asiento en él mientras aguardaba al doctor. Yo no estaba seguro de dónde se hallaba el doctor, ya que aparte de mí, la habitación se encontraba desierta.
Llevaba diez minutos esperando cuando entró una joven enfermera y se sentó en un escritorio enfrente de mí. Descubrí que me molestaba estar desnudo en su presencia. Yo tenía los brazos cruzados sobre el pecho y, no deseando llamar la atención de la mujer, no los moví. Crucé las piernas en un intento de conservar el recato.
Me sentía en una posición de excepcional vulnerabilidad sexual y, pese a que la enfermera me prestaba poca atención y yo me decía para mis adentros que ella estaba acostumbrada a ver hombres en cueros, no dejaba de ser consciente de la presencia femenina. En pocos momentos experimenté una tirantez en la ingle y, ante mi consternación, comprendí que mi pene estaba empezando a erguirse.
Advertir la tumescencia no sirvió de nada para aliviar la situación. Intenté reprimir el órgano sujetándolo con fuerza entre mis muslos, pero esto no tardó en ser doloroso. Me encontraba así cuando la enfermera alzó los ojos de su trabajo y me miró. Mientras lo hacía, el pene se libró de la opresión de mis piernas y adoptó su postura de erección total. Lo tapé inmediatamente con mis manos. La enfermera volvió la vista a su trabajo.
—El doctor le atenderá dentro de unos instantes —dijo.
Me quedé inmóvil, ocultando el pene con las manos. Vi que transcurrían diez minutos en el reloj de la pared de enfrente. Yo estaba todavía en plena erección cuando un hombre con una bata blanca apareció en el otro extremo de la sala y me pidió que pasara al interior. Cruzar la habitación con las manos en la entrepierna había parecido forzado, por lo que dejé de mala gana que mis brazos colgaran a un lado. Noté cómo la mujer miraba mi cuerpo mientras yo pasaba junto a su escritorio.
Una vez dentro de la sala de reconocimiento principal, la erección empezó a menguar y cesó totalmente en menos de un minuto.
Me hicieron un examen médico rutinario, me miraron el pecho por rayos X y tomaron muestras de mi sangre y orina. Me presentaron un impreso, que yo debía firmar, donde se declaraba que, dependiendo únicamente de mi aptitud médica, sería enviado al Ejército Nacionalista Británico en calidad de segundo teniente de instrucción y que me incorporaría al servicio en la fecha y lugar indicados en mi certificado de movilización. Firmé el documento y me devolvieron la ropa.
A continuación tuvo lugar una entrevista con un hombre vestido de civil que me interrogó con todo detalle sobre temas básicos de mi carácter y personalidad general. Fue una entrevista desagradable y me alegré de que acabara. Recuerdo que en su transcurso revelé mi anterior militancia en la sociedad pro africana del colegio.
Una semana más tarde recibí el duplicado de una carta que afirmaba que mi examen médico había puesto de manifiesto una lesión de hígado y que, en consecuencia, se anulaba mi destino temporal.
El día anterior a la llegada de esta carta yo había visto cómo el Ministerio de Seguridad Interna reintroducía el alistamiento obligatorio y un correspondiente incremento de las actividades militares africanas. Un mes después, con la masacre de las tropas nacionalistas en los barracones de Colchester y la llegada del primer portaaviones americano al Mar de Irlanda, comprendí que la situación militar era más grave de lo que yo había imaginado. Aunque aliviado por mi falta de compromiso personal, la vida cotidiana se hizo menos fácil y mis experiencias como civil no fueron mejores que las de cualquier otra persona.
Tras recibir la carta del ejército visité a mi médico y mi lesión de hígado fue investigada. Después de algunos días de deliberación se me informó que nada ocurría con ese órgano.
Nos topamos con una numerosa banda de negros y al instante nos quedamos dudando respecto de qué iba a suceder. Podíamos elegir entre tres formas de acción: huir de ellos, mostrar nuestra capacidad defensiva con el rifle o ir a su encuentro.
Lo que más nos desconcertó fue que no vestían uniformes africanos, sino que iban cubiertos con el mismo tipo de ropas que nosotros. Era posible que se tratara de un grupo de refugiados civiles, mas habíamos oído decir que las tropas nacionalistas trataban a esta gente con extrema dureza. El resultado era que la mayoría de civiles negros se había entregado a las organizaciones benéficas y los pocos que quedaban se habían integrado en grupos de blancos.
Los hombres con los que nos encontramos eran amistosos, estaban bien alimentados y daban la impresión de no ir armados. Tenían tres grandes carros de mano a los que no nos permitieron acercarnos y es posible que tales carruajes contuvieran armas.
Conversamos durante varios minutos, intercambiando los usuales fragmentos de noticias que constituían el único dinero real en circulación en el mundo de los refugiados. Los negros no mostraron nerviosismo o conciencia alguna de que nosotros manteníamos una actitud cauta hacia ellos.
Sin embargo revelaron ciertos signos de excitación, cuya causa fuimos incapaces de determinar. Nuestra principal preocupación durante el encuentro fue nuestra seguridad personal y por eso no juzgamos su conducta tanto como habríamos hecho en otro momento. Pero me pareció que se comportaban como si estuvieran alborozados o anticipando algo.