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Por fin continuamos caminando, dejando a los negros cerca de un bosque. Atravesamos un campo y los perdimos de vista. Lateef me llamó a su lado.

—Eran guerrilleros africanos —dijo—. ¿Te diste cuenta de sus brazaletes de identidad?

Sally y yo esperamos algunas horas para ver si Isobel iba a volver. No vi necesidad de explicar a Sally por qué ella nos había dejado; al contrario, por la actitud de la niña deduje que Sally había previsto un acto así. Creo que se lamentaba de que tal cosa hubiera ocurrido, pero era capaz de aceptar la nueva situación.

Isobel se había llevado la mitad exacta del dinero que nos quedaba, además de una maleta con su ropa y parte de la comida. Nos había dejado todo el equipo de acampar y dormir.

Al mediodía quedó claro que Isobel no iba a regresar. Inicié los preparativos para una comida, pero Sally dijo que ella se encargaría de hacerlo. Accedí, y entretanto recogí nuestros pertrechos. En este punto no había tomado una decisión respecto de qué íbamos a hacer, aunque me pareció que era el momento de abandonar aquel lugar específico.

Cuando acabamos de comer, expliqué a Sally lo mejor que pude qué podíamos hacer.

Mi sentimiento predominante en ese instante era una sensación de insuficiencia. Eso se extendía a mi capacidad de tomar decisiones correctas en relación con nuestros actos, así como haciéndome dudar mucho en cuanto a los motivos reales de la quiebra de nuestro matrimonio. Creía que Sally se hallaba en un peligro potencial, puesto que yo podía cometer más errores por culpa de mi incapacidad. Al consultar con la niña el siguiente paso que debíamos dar, pensé que no sólo estaba ofreciendo a Sally una cierta participación, sino que estaba ayudándome a conciliarme con mis debilidades.

Expliqué a Sally que su madre y yo habíamos acordado que nosotros dos volveríamos a Londres, mientras que ella marcharía a Bristol. No íbamos a regresar a nuestro hogar, sino a buscar otro nuevo para vivir. Sally me aseguró que lo comprendía.

Entonces entré en ciertos detalles de las dificultades a que nos enfrentábamos: que no estábamos al corriente de la situación política, que teníamos muy poco dinero, que no sería posible volver en coche, que probablemente deberíamos hacer a pie la mayor parte del camino.

—¿Pero no podríamos ir en tren, papá? —preguntó Sally.

Los niños poseen facilidad para encontrar atajos a los problemas y ver posibles soluciones que sus padres no han imaginado. En el tiempo que habíamos estado viviendo en la campiña yo había pasado totalmente por alto la existencia del sistema ferroviario. Me pregunté si Isobel no habría pensado en ello de un modo similar, o si por el contrario pretendía llegar a Bristol por ese medio.

—Es un problema de dinero —repliqué—. Probablemente no tendremos bastante. Tenemos que averiguarlo. ¿Eso es lo que te gustaría hacer?

—Sí. No quiero vivir más en la tienda de campaña.

Había aprendido que era imposible hacer planes a un plazo demasiado largo. Pero no pude evitar volver a la cuestión de qué haríamos si la situación en Londres era tan mala como cuando habíamos salido. Si proseguía la ocupación de viviendas por africanos militantes y las instituciones defensoras de la ley se hallaban divididas, entonces no seríamos los únicos que buscábamos acomodo. Si la situación era tan mala como yo temía, podríamos vernos obligados a salir de Londres una vez más. Si tal cosa sucedía, entonces el único lugar en que yo podría pensar para ir era la casa de mi hermano pequeño en Carlisle. Aun cuando lográramos llegar allí, todavía nos quedaba superar la dificultad técnica de viajar quinientos kilómetros. Por desgracia, no vi otra alternativa. Mi hermano menor era el único miembro vivo de mi familia tras la muerte de mis padres, cuatro años antes, y de Clive, mi hermano mayor, en el enfrentamiento de Bradford.

Por lo que atañía a Sally, no obstante, el asunto estaba zanjado; recogimos el resto de nuestras posesiones y las dispusimos para la marcha. Yo llevé la maleta que nos quedaba y la mochila y Sally la otra valija que contenía nuestras ropas. Caminamos hacia el este, sin saber la ubicación de la estación ferroviaria más cercana, pero moviéndonos en esa dirección como si creyéramos que era la correcta.

Al cabo de dos kilómetros y medio llegamos a una carretera de macadán. La seguimos en dirección norte hasta que encontramos una cabina telefónica. De forma rutinaria, cogí el receptor para averiguar si funcionaba o no. En el pasado habíamos descubierto que, aun cuando los receptores no habían sufrido daño, las líneas estaban muertas.

En esta ocasión hubo una breve serie de ruidos y luego respondió una voz femenina.

—Central de teléfonos. ¿Qué número desea?

Titubeé. No había esperado réplica y por tal razón estaba desprevenido.

—Querría hacer una llamada a… Carlisle, por favor.

—Lo siento, señor. Todas las líneas interurbanas están ocupadas.

Hubo una nota concluyente en su voz, como si estuviera a punto de cortar la conexión.

—Eh… ¿Podría darme un número de Londres, por favor?

—Lo siento, señor. Todas las líneas de Londres están ocupadas.

—¿Y no podría telefonearme cuando estén libres?

—Esta central sólo está abierta a llamadas locales —de nuevo la misma nota concluyente.

—Escuche —dije rápidamente—, no sé si podrá ayudarme. Estoy tratando de llegar a la estación de ferrocarril. ¿Podría orientarme para encontrarla, por favor?

—¿Desde dónde habla?

Le di la dirección de la cabina tal como estaba impresa en la placa que tenía delante de mí.

—Mantenga la comunicación un momento —cortó la conexión y esperé; volvió a hablar al cabo de tres minutos—. La estación más próxima a usted es la de Warnham, unos cinco kilómetros al sur de su posición. Gracias, señor.

La línea se cortó.

Sally me esperaba fuera de la cabina y le relaté la esencia de la conversación. Mientras lo hacía, ambos notamos el sonido de pesados camiones equipados con motor diesel y unos momentos más tarde pasaron a nuestro lado siete vehículos acorazados de transporte de tropas. Un oficial estaba de pie en la parte trasera de uno de ellos y nos gritó algo. No logramos entenderle. Recuerdo un sentimiento de vaga seguridad en aquel instante, aun cuando era la primera vez que presenciaba auténticos movimientos de tropas.

Cuando los camiones terminaron de pasar identifiqué la emoción que había causado mi anterior inquietud; éramos las únicas personas en aquella zona.

Viviendo en la tienda de campaña, nuestro único contacto con otra gente se había producido en ocasiones de visitar tiendas para comprar comida. Incluso entonces, todos habíamos observado una inactividad que no habíamos advertido antes de que empezara el problema. Pero ahora Sally y yo estábamos igual que en soledad.

Iniciamos nuestra marcha hacia Warnham y en pocos minutos vimos más señales de actividad militar e inactividad civil que nos alarmaron a los dos.

A kilómetro y medio de la cabina telefónica atravesamos un pueblo. Recorrimos toda la calle sin encontrar una sola persona, pero en las ventanas de la última casa distinguimos la silueta de un hombre. Le hice señas y le grité, mas no me vio o no quiso hacerlo y desapareció de la vista.

En las afueras del pueblo encontramos un emplazamiento de artillería pesada servido por varios centenares de soldados. Había una valla de alambre de púas, tosca pero vigilada, entre ellos y la carretera, y mientras nos acercábamos nos dieron aviso de que nos alejáramos. Traté de hablar con el soldado y éste llamó a un suboficial, que repitió la orden y añadió que si no habíamos salido de la vecindad al anochecer, nuestras vidas estarían en peligro. Le pregunté si eran tropas nacionalistas y no obtuve respuesta.