—Papá, no me gustan las armas —dijo Sally.
Seguimos caminando hacia Warnham. Aviones de reacción volaron por encima de nosotros en varias ocasiones, a veces en formación, a veces de a uno por vez. Descubrí los restos de un viejo periódico y traté de leerlo para saber algo de lo que estaba sucediendo.
Se trataba de una publicación de tipo tabloide de impresión privada y tuve la seguridad de que era ilegal. Habíamos oído por la radio, dos semanas antes, que el funcionamiento de la prensa había sido suspendido temporalmente. Noté que el tabloide era virtualmente ilegible; mal impreso, abominablemente escrito, horrorosamente decantado hacia una abierta xenofobia racista. Hablaba de cuchillos y lepra, de enfermedades venéreas y armas, pillaje, canibalismo y epidemias. Contenía instrucciones detalladas para la manufactura de armas caseras tales como cócteles Molotov, cachiporras y garrotes; había “noticias” del tipo de una violación en masa obra de militantes africanos y ataques a plazas fuertes africanas realizados por fuerzas militares reales. En la última página, abajo, me enteré de que el periódico era publicado para consumo civil por el Ejército Nacionalista Británico (División Local).
Lo quemé.
La entrada a la estación de Warnham estaba guardada por más soldados. Cuando los vimos, la mano de Sally cogió la mía y la aferró con fuerza. Yo le dije:
—No hay por qué preocuparse, Sally. Están aquí sólo para asegurarse de que nadie trata de evitar que los trenes salgan.
Sally no replicó, quizá percibiendo que yo estaba tan alarmado como ella. Esto significaba, en efecto, que los trenes seguían circulando, pero que estaban bajo control militar. Nos acercamos a la barricada y yo hablé con un teniente. El militar se mostró educado y servicial. Reparé en que llevaba en su manga una tira de tela en la que estaba hilvanada la frase Secesionistas leales. No me referí a ello.
—¿Es posible coger un tren a Londres desde aquí? —dije.
—Es posible —dijo él—. Pero no circulan muy a menudo. Tendrá que averiguarlo, señor.
—¿Podemos pasar?
—Por supuesto.
Hizo un gesto con la cabeza a los dos soldados que le acompañaban y éstos abrieron una sección de la barricada. Di las gracias al oficial y entramos en el despacho de billetes.
El encargado era un civil que vestía el uniforme normal de los ferrocarriles británicos.
—Queremos ir a Londres —dije—. ¿Podría decirme cuándo se espera el próximo tren?
Se inclinó hacia adelante en el mostrador, acercó su rostro a la hoja de vidrio y nos miró.
—Deberán esperar hasta mañana —dijo—. Sólo hay un modo de coger un tren aquí, que es telefonear el día anterior.
—¿Me está diciendo que ningún tren para aquí?
—Exacto. No, a menos que alguien lo desee. Hay que telefonear a la terminal.
—Pero suponga que sea urgente.
—Hay que telefonear a la terminal.
—¿Es demasiado tarde para lograr que pare un tren aquí?
El hombre asintió lentamente con la cabeza.
—El último pasó hace una hora. Pero si compra los billetes ahora, yo mismo telefonearé a la terminal.
—Espere un momento —me volví hacia Sally—. Escucha, cariño, tendremos que dormir otra vez en la tienda esta noche. No te importa, ¿verdad? Ya has oído lo que ha dicho este señor.
—Bueno, papá. ¿Pero de verdad que volveremos a casa mañana?
—Claro, por supuesto —y pregunté al funcionario—: Los billetes… ¿Cuánto valen?
—Nueve peniques cada uno, por favor.
Saqué de mi bolsillo lo que restaba de nuestro dinero y lo conté. Teníamos menos de una libra.
—¿No podría pagarlos mañana? —pregunté al empleado. Negó con un gesto de cabeza.
—Debe pagarlos por adelantado. Claro que, si no tiene bastante ahora, le aceptaré un depósito y podrá pagar el resto mañana.
—¿Será esto suficiente?
—Creo que sí —dejó caer las monedas en un cajón, calculó el total en una máquina registradora y me pasó una tira de papel impreso—. Mañana ha de traer esto, con el resto del dinero. El tren estará aquí hacia las once de la mañana.
Eché una ojeada a la tira de papel. Era un simple recibo del dinero, no un billete. Di las gracias al hombre y salimos. Había empezado a lloviznar. No estaba seguro de cómo iba a obtener el resto del dinero para la mañana siguiente, pero ya me pasaba por la mente el esbozo de una resolución a robarlo si era preciso.
El joven teniente nos saludó en la barricada.
—Mañana, ¿eh? —dijo—. Eso mismo le ha sucedido aquí a un montón de gente. ¿Son ustedes refugiados?
Le expliqué que lo éramos, aunque yo no había aplicado con anterioridad esta palabra a nuestra difícil situación.
—Supongo que estarán perfectamente en Londres —dijo él—. Nuestro grupo está organizando las cosas allí.
Me dio el nombre y dirección de un grupo londinense que trataba de encontrar acomodo para los desamparados. Tomé nota y le di las gracias. El teniente se mostró preocupado por lo que fuéramos a hacer esa noche.
—Podría haberles ofrecido un alojamiento —dijo—. Lo hemos hecho otras veces. Pero ocurre algo. Tal vez nos vayamos esta noche. ¿Qué harán ustedes?
—Tenemos equipo para acampar —dije yo.
—Oh, entonces no hay problema. Pero si yo estuviera en su lugar, me iría tan lejos de aquí como pudiera. Nos están movilizando. Los nacionalistas se encuentran a tres kilómetros de distancia.
Volví a darle las gracias y nos pusimos a andar. Tanto Sally como yo habíamos sido confortados por la naturaleza sociable, por la aparente voluntad de aquel hombre de ayudarnos. Pero lo que él había dicho nos dio un motivo de alarma y decidí hacer caso a su advertencia. Recorrimos otros cinco o seis kilómetros hacia el sur antes de intentar localizar algún lugar para acampar. Al fin, encontramos un sitio apropiado en la ladera de una colina, protegidos por el bosque en tres puntos cardinales.
Aquella noche, mientras yacíamos juntos en la oscuridad, oímos el sonido de la artillería, y aviones de reacción rugieron sobre nuestras cabezas. La noche fue iluminada por brillantes destellos de explosiones al norte de nosotros. Escuchamos el ruido de tropas marchando a lo largo de la carretera, a quinientos metros de distancia, y un proyectil de mortero estalló entre los árboles que teníamos detrás. Sally se abrazó a mí y yo traté de consolarla. El ruido de la infantería permaneció invariable, aunque las explosiones de los obuses variaron considerablemente entre las que se producían muy cerca y las muy lejanas. Oímos disparos de armas ligeras de vez en cuando y el sonido de voces humanas.
Por la mañana volvió a lloviznar y el campo quedó silencioso. Reacios a movernos, como si hacer tal cosa iniciara de nuevo la violencia, Sally y yo permanecimos en nuestro vivac hasta el último instante posible. Luego, a las diez en punto, recogimos nuestro equipo a toda prisa y partimos hacia la estación. Llegamos justo antes de las once. Esta vez no encontramos soldados. La estación había sido bombardeada y la misma vía del ferrocarril volada en varios puntos. Contemplamos el desastre con desconsolado horror. Más tarde, tiré el recibo.
Aquella tarde fuimos capturados por un destacamento de las fuerzas africanas y sometidos a nuestra primera sesión de interrogatorio.
Isobel y yo yacíamos juntos en la oscuridad. Estábamos en el suelo. Los padres de ella dormían en la habitación que había encima de nosotros. No sabían que yo me hallaba allí. Aunque me apreciaban e incitaban a Isobel a que me conociera mejor, no les habría complacido saber qué intentábamos hacer en su cuarto de estar.
Eran más de las tres de la madrugada y en consecuencia resultaba esencial que no hiciéramos un solo ruido.
Yo me había desprendido la chaqueta y la camisa.