Isobel se había quitado el vestido, la combinación y el sostén. En esa época nuestra relación había llegado al punto en que ella me permitía despojarla de casi todas sus ropas mientras nos besábamos, y acariciar sus senos. Nunca me había dejado tocarla en la región del pubis. En el pasado, la mayoría de las chicas que yo conocí habían mostrado una actitud liberal hacia el sexo y por ello me sorprendió la aparente falta de interés de Isobel. Su reserva había sido seductora al principio —y continuaba siéndolo—, pero en aquel momento yo estaba comenzando a darme cuenta de que francamente el sexo la aterrorizaba. Pese a que mi interés por Isobel había sido inicialmente sexual por completo, conforme fuimos conociéndonos uno al otro fui desarrollando un profundo afecto hacia ella y realizando mis avances sexuales cada vez con más delicadeza. La combinación de su belleza física y su torpeza era un continuo deleite para mí.
Después de una prolongada sesión de besos y caricias me tumbé en el suelo y dejé que Isobel pasara suavemente su mano por mi pecho y estómago. Mientras hacía esto me encontré deseando que ella deslizara su mano en mis pantalones y acariciara mi pene.
Poco a poco, la mano de Isobel fue bajando hasta que rozó ligeramente la ropa del cinturón. Cuando sus dedos exploraron por fin la tela, se pusieron en contacto con el extremo de mi pene casi al instante. Evidentemente inconsciente de aquel momento de mi tumescencia, Isobel apartó bruscamente la mano y se echó a mi lado, evitando mirarme y temblando.
—¿Qué ocurre? —murmuré al cabo de un rato, sabiendo que no obtendría réplica y que yo conocía la respuesta—. ¿Qué ocurre?
Ella no dijo nada. Transcurridos unos momentos puse la mano en su hombro y descubrí que tenía la piel fría.
—¿Qué ocurre? —musité de nuevo.
Siguió sin responder. Pese a lo sucedido, permanecí con el pene erecto, indiferente ante el trauma que ella experimentaba.
Isobel volvió a acercarse a mí al cabo de un rato y, tumbada, cogió mi mano y la puso en su pecho. Igual que el hombro, estaba frío. El pezón se hallaba contraído y granuloso.
—Adelante. Hazlo —dijo ella.
—¿…hacer qué?
—Ya lo sabes. Lo que tú quieres.
No me moví, sino que me quedé allí con la mano en su pecho, sin deseos de ejecutar ningún movimiento positivo ni hacer lo que ella decía ni apartar mi mano totalmente.
Al no responder yo en modo alguno, ella cogió mi mano otra vez y la llevó bruscamente hasta su entrepierna. Isobel se bajó las bragas con la otra mano y puso la mía en su pubis. Sentí calor, suavidad. Ella comenzó a estremecerse.
Hice el amor con ella inmediatamente. Resultó penoso para los dos. Sin placer. Hicimos muchísimo ruido; tanto, que me atemoricé pensando que sus padres nos oyeran y vinieran a investigar. Al llegar al clímax, mi pene se deslizó en su lugar y parte del semen entró en Isobel, cayendo el resto al suelo.
Me separé en cuanto pude y me tumbé a un lado. Una parte de mi ser permaneció insensible, contemplando con ironía cómo mi experimentada habilidad sexual quedaba reducida a la actitud torpe de un adolescente por el encuentro de una inocencia frígida; otra parte de mi ser yació encogida en el suelo, reacia a moverse…
Al final fue Isobel la que reaccionó primero. Se levantó y encendió la débil luz de la lámpara de mesa. Alcé los ojos hacia ella, viendo desnudo por primera vez su esbelto cuerpo juvenil, despojado por primera vez de misterio sexual. Ella se puso la ropa y me pasó la mía de un puntapié. Me vestí. Nuestras miradas no confluyeron.
En la alfombra donde habíamos estado quedó un pequeño residuo de humedad. Nos esforzamos por eliminarlo con papel de seda, pero permaneció una débil mancha.
Estaba preparado para irme. Isobel se acercó, me musitó al oído que empujara la motocicleta hasta el extremo de la calle antes de ponerla en marcha, luego me besó. Acordamos vernos de nuevo el siguiente fin de semana, íbamos cogidos de la mano cuando salimos del recibidor.
El padre de ella estaba sentado en el peldaño inferior de las escaleras, vestido con un pijama. Parecía estar cansado. Al pasar a su lado no me dijo nada, pero se levantó y asió con fuerza a Isobel por la muñeca. Me fui, poniendo en marcha el motor junto a la casa.
No habíamos utilizado tipo alguno de anticonceptivo. Pese a que Isobel no quedó preñada en aquel coito, el embarazo sobrevino pocas semanas antes de que nos casáramos. A partir de entonces sólo tuvimos relaciones sexuales muy ocasionalmente y, que yo sepa, ella llegó al orgasmo en contadas ocasiones. Después de nacer Sally disminuyó toda dependencia sexual mutua que pudiéramos haber tenido y, a su debido tiempo, me encontré recurriendo a otras mujeres capaces de ofrecerme lo que Isobel no podía.
En los buenos tiempos, yo echaba un vistazo a Isobel a cierta distancia, viendo de nuevo el vestido azul pálido y la juvenil belleza de su semblante, y una amarga pena brotaba de mi interior.
Conforme fueron transcurriendo los días desde el secuestro de las mujeres por soldados africanos, tuve la impresión de que mientras mi búsqueda personal se hacía más vigorosa, la de los otros hombres cedía. Me encontré preguntándome si estábamos yendo de un lugar a otro en la eterna búsqueda de un sitio seguro para acampar y que nos permitiera obtener comida, o si por el contrario seguíamos buscando a nuestras mujeres.
Se las mencionaba cada vez con menos frecuencia y, desde la visita al burdel de Augustin, a veces parecía que ellas no hubieran estado jamás con nosotros. Pero el día posterior a nuestro encuentro con la guerrilla africana algo nos hizo recordar a la fuerza qué podía haberles sucedido.
Llegamos a un grupo de casas que aparecían en el mapa como un villorrio llamado Stowefield. A primera vista no pareció ser diferente de un centenar de otros que habíamos encontrado en el pasado.
Nos aproximamos al villorrio con nuestra precaución acostumbrada, dispuestos a retirarnos inmediatamente si veíamos barricadas.
Que allí se habían levantado barricadas en otra época fue evidente al momento. En la carretera, al lado de la primera casa, había un montón de escombros, apartados para hacer un hueco lo bastante grande como para que pasara por él un camión.
En compañía de Lateef, examiné el terreno detrás del lugar donde se había erigido la barricada y descubrimos varias docenas de cartuchos de escopeta vacíos.
Inspeccionamos todas las viviendas del villorrio y al cabo de media hora determinamos que había sido evacuado. Tuvimos la suerte de encontrar latas de comida en varias de las casas, reponiendo así nuestros víveres.
Especulamos respecto de la identidad de los hombres que habían atacado el pueblo. Tal vez los prejuicios nos impulsaron a la mayoría a suponer que se trataba de africanos, pero sabíamos por experiencia que tal era el tipo de acción que ellos emprenderían contra pequeñas poblaciones provistas de barricadas.
¿Qué había sucedido con los habitantes? No teníamos forma de saberlo. Posteriormente, mientras revisábamos las casas en busca de alojamientos apropiados, uno de los hombres descubrió algo y nos gritó para que nos acercáramos.
Yo llegué con Lateef. Tan pronto vimos qué había allí, él gritó a todo el mundo, diciendo que esperaran abajo. Indicó que yo me quedara.
Los cadáveres de cuatro jóvenes mujeres blancas yacían en la habitación del piso superior. Todas estaban desnudas y todas habían sufrido un ataque sexual. Mi corazón empezó a latir apresuradamente en cuanto las vi, ya que la suerte que pudieran haber corrido Sally e Isobel había ocupado un lugar destacado en mi imaginación durante algún tiempo. Sólo fueron precisos dos o tres segundos para determinar que aquellas mujeres eran desconocidas para mí, pero incluso así mi corazón mantuvo un ritmo acelerado en los minutos que siguieron.
Mi alarma inicial pronto se transformó en sobresalto y después en cólera. Todas las mujeres eran jóvenes y físicamente atractivas. Sus muertes se habían producido después de un largo período de agonía desesperada: el tormento estaba fijado en sus expresiones. Todas se encontraban atadas de pies y manos y resultaba evidente que habían luchado para huir de sus ligaduras en sus últimos momentos de vida.