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—No me importa —dije, mientras seguía observando el helicóptero.

Por un momento pensé que mi disparo no había causado efecto alguno. Luego el motor del aparato aceleró bruscamente y éste ascendió. La cola giró, se detuvo, giró de nuevo. El helicóptero siguió subiendo, pero moviéndose de lado, alejándose de nosotros. El motor rugía. Vi que el helicóptero contenía su movimiento lateral, mas entonces experimentó otra sacudida. Se deslizó sobre el abrasado edificio y desapareció de la vista. Dos segundos después hubo un violento estampido.

—Eres un hijo de puta, un estúpido bastardo —repitió Olderton—. Los otros regresarán para averiguar lo sucedido.

No dije nada. Aguardamos.

Durante el período en que Isobel nos abandonó, Sally y yo estuvimos en un estado de continuo miedo y desorientación. Creo que ello fue debido a que se trataba de la primera manifestación en términos personales de la crisis reaclass="underline" el derrumbe de todos los aspectos de la vida que habíamos conocido ante? del principio de la contienda. Yo sabía que Sally no lo consideraría así; igual que todos los niños, su pesadumbre emanaba principalmente de consideraciones personales.

La ausencia de Isobel indujo en mí ciertas reacciones inesperadas. En primer lugar, experimenté punzadas muy definidas de celos sexuales. En el tiempo que llevábamos de casados, lo sabía perfectamente, Isobel había dispuesto tanto de la oportunidad como del motivo para tener un amante. Con todo, en ningún instante había sospechado que ella hiciera tal cosa. Con la actual incertidumbre, no obstante, descubrí que mis pensamientos solían volverse hacia ella.

En segundo lugar, pese a todo el conflicto que habíamos sufrido, me encontré con que echaba de menos su compañía, por muy negativa que me hubiera resultado tan a menudo.

Isobel y yo habíamos sido conscientes del futuro, de lo que habría sucedido cuando Sally creciera y nos dejara. En la práctica, nuestro matrimonio habría terminado en ese momento, aunque de hecho jamás había empezado.

A solas con Sally en la campiña, pareció como si el curso previsible de nuestra vida hubiera concluido bruscamente, como si a partir de ahora fuera imposible planear cosa alguna, como si la vida hubiera terminado, como si el futuro fuera el pasado.

Transcurrió una hora, durante la cual Lateef y los demás se reunieron con nosotros. La noche estaba tranquila, con sólo la tenue llama vacilante del bosque demostrando que por algunos minutos la guerra se había desarrollado a nuestro alrededor.

Descubrí que me hallaba en una posición ambivalente. Pese a que detecté un aura de envidioso respeto por haber derribado el helicóptero, Lateef y algunos de los otros afirmaron sin ambages que había sido un acto falto de inteligencia. El temor a las represalias era siempre grande y, si los otros lanzacohetes se hubieran enterado de mi acción, era probable que ya hubieran atacado el villorrio.

Puesto que ya había pasado el momento de la acción y el subsiguiente período de mayor peligro, logré pensar con objetividad en lo que yo había hecho.

En primer lugar, estaba convencido de que los pilotos de los lanzacohetes eran africanos o simpatizantes de éstos. Y dado que se admitía en general que, a despecho de prejuicios raciales o nacionalistas, los africanos participantes eran el único enemigo común, en mi caso particular disparar el rifle había representado para mí un gesto de mi reacción individual ante el secuestro de las mujeres. En esto seguía creyendo que difería de los otros hombres, aunque podría objetarse que, puesto que poseía el único rifle, yo era el único en condiciones de adoptar una actitud así. En todo caso, yo había obtenido un curioso placer del incidente, ya que había significado mi primera participación real en la guerra. A partir de ese momento me había comprometido.

Hubo cierta discusión en cuanto a nuestro siguiente paso. Me encontraba fatigado y me habría gustado irme a dormir. Pero los demás se hallaban debatiendo sobre si debíamos visitar el helicóptero abatido o hacer una caminata a través del bosque e investigar el objetivo del ataque de los africanos.

—Me opongo a las dos cosas —dije—. Durmamos un poco y salgamos antes del amanecer.

—No, no podemos arriesgamos a dormir aquí. Es muy peligroso —dijo Lateef—. Tenemos que movernos, pero nos hace falta traficar para conseguir comida. Deberemos coger lo que podamos del helicóptero y después irnos tan lejos como sea posible.

Un hombre llamado Collins sugirió que tal vez habría cosas más valiosas en el bosque, y varios otros estuvieron de acuerdo con él. Todo lo que fuera considerado blanco valioso por las fuerzas militares representaba para nosotros una fuente potencial de mercancías intercambiables. Al final se acordó que romperíamos con nuestra política normal y nos separaríamos. Lateef, yo y otros dos nos acercaríamos al helicóptero abatido; Collins y Olderton llevarían al resto de los hombres hasta el bosque. El grupo que terminara antes debía unirse al otro.

Regresamos al campamento al otro extremo del villorrio, recogimos nuestro equipo y nos separamos según lo planeado.

El helicóptero se había estrellado en un campo detrás de la casa quemada. No se había producido explosión al chocar con el suelo, como tampoco había ardido el aparato. El estado de todo posible tripulante que fuera a bordo constituía el riesgo mayor. Si habían muerto en la caída, todo iría bien desde nuestro punto de vista. Por otro lado, si alguno de ellos seguía con vida podríamos encontrarnos en una situación extremadamente precaria.

No hablamos mientras avanzábamos hacia el aparato. Al llegar al borde del campo vimos la silueta del vehículo accidentado, como un enorme insecto aplastado. Parecía no haber movimiento alguno, pero por si acaso estuvimos observando durante varios minutos. Entonces Lateef murmuró:

—Adelante.

Y nos arrastramos hacia adelante. Yo tenía el rifle preparado, aunque todavía dudaba en mi interior si tendría agallas o no para dispararlo de nuevo. El uso que Lateef hacía de mí como ayudante armado me recordó de modo desagradable el incidente de la barricada.

Los últimos treinta o cuarenta metros los recorrimos sobre nuestras barrigas, gateando con lentitud, preparados para cualquier cosa. Conforme nos acercábamos al aparato accidentado comprendíamos que, en caso de que alguien estuviera todavía en el interior, no se hallaría en condiciones de representar una amenaza para nosotros. La estructura principal se había hundido y una de las paletas de la hélice había penetrado en la cabina del piloto.

Llegamos al helicóptero sin problemas y nos pusimos de pie. Caminamos en torno a él precavidamente, tratando de ver si había algo que pudiéramos sacar de entre los restos. Era difícil saberlo en la oscuridad.

—Aquí no hay nada para nosotros —dije a Lateef—. Si fuera de día…

Al hablar yo, escuchamos un movimiento dentro y nos apartamos al momento, agazapándonos cautelosamente en la hierba. Del interior surgió la voz de un hombre, que hablaba jadeando y entrecortadamente.

—¿Qué está diciendo? —preguntó uno de los hombres.

Prestamos atención de nuevo, mas no logramos entender nada. Luego reconocí el idioma como el swahili, aunque yo no tenía conocimientos de esa lengua, su sonido me resultaba familiar, ya que la mayoría de las emisiones radiofónicas que había escuchado en los últimos meses habían sido repetidas en swahili. Se trata de un idioma confuso, difícil para oídos europeos.

Ninguno de nosotros necesitaba hablar ese idioma para saber de forma instintiva qué decía aquel hombre. Estaba atrapado y herido.

Lateef sacó su linterna y la encendió sobre el vehículo destruido. Procuraba mantener el rayo de luz hacia abajo, en el intento de evitar ser visto por alguien que pudiera encontrarse en las cercanías.

Por un momento fuimos incapaces de distinguir formas coherentes, aunque en un trozo de metal relativamente intacto acertamos a ver una instrucción en alfabeto cirílico. Nos acercamos más y Lateef iluminó el interior con la linterna. Después de un instante vimos un negro que yacía entre el metal destrozado. Estaba empapado en sangre. Dijo algo por segunda vez y Lateef apagó la linterna.