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El jefe de las tropas nacionalistas visitó la granja por la mañana y se llevó lo que quedaba del equipo que había sido descargado allí. La batería antiaérea fue abandonada.

Por ningún motivo mejor que la desgana a desarraigarnos, Sally y yo permanecimos en la cabaña. Aunque percibíamos lo precario de nuestra situación, la perspectiva de vivir una vez más bajo una lona no lograba seducirnos. Aquel mismo día, más tarde, la granja fue ocupada por un destacamento de soldados africanos y secesionistas unificados y fuimos interrogados en detalle por el teniente africano que estaba al mando.

Observamos a los soldados con gran interés, ya que la visión de hombres blancos luchando realmente al lado de los africanos nos resultó nueva.

Eran cuarenta hombres en total. Unos quince de ellos, de piel blanca. Los dos oficiales eran africanos, pero uno de los suboficiales era blanco. La disciplina pareció ser excelente y fuimos bien tratados. Se nos permitió permanecer temporalmente en la cabaña.

La granja fue visitada por un oficial secesionista de alto rango a lo largo del día siguiente. No necesité más que verle, y lo reconocí gracias a las fotografías que habían sido publicadas con regularidad en el tabloide nacionalista. Se llamaba Lionel Coulsden y antes de la guerra había sido un eminente defensor de los derechos civiles. Durante el período de infiltración africana en la propiedad privada de las ciudades, él había renovado el grado que anteriormente ostentaba en el ejército y con el estallido de manifiestas hostilidades militares había sido uno de los líderes de la secesión en favor de la causa africana. Ahora era coronel del ejército rebelde y se hallaba bajo sentencia de muerte.

Habló personalmente con Sally y conmigo y explicó que deberíamos marcharnos. Se preveía un contraataque nacionalista en breve y nuestras vidas se encontrarían en peligro. Me ofreció un cargo inmediato en las fuerzas secesionistas, mas lo rechacé, explicando que debía pensar en Sally.

Antes de marcharnos me entregó una hoja de papel que explicaba en un lenguaje sencillo los objetivos a largo plazo de la causa secesionista.

Estos eran la restauración de la ley y el orden; amnistía inmediata para todos los participantes nacionalistas; regreso a la monarquía parlamentaria que había existido antes de la guerra civil; restitución del poder judicial; programa de alojamiento de urgencia para civiles desplazados y ciudadanía británica total para todos los emigrantes africanos contemporáneos.

Fuimos transportados en camión hasta un pueblo situado a trece kilómetros de la granja, que según se nos dijo, se hallaba en territorio liberado. Notamos que había un pequeño campamento militar africano en las cercanías y recurrimos a sus hombres para que nos ayudaran a encontrar algún lugar donde alojarnos temporalmente. No fuimos recibidos con la afabilidad desplegada por el coronel secesionista y se nos amenazó con el encarcelamiento. Partimos al momento.

El pueblo era un lugar singularmente hostil y experimentamos desconfianza y enemistad por parte de las pocas personas que encontramos. Aquella noche dormimos bajo tienda en un campo de la ladera de una colina, cinco kilómetros al oeste del pueblo. Escuché que Sally lloraba.

Una semana después encontramos una casa que se alzaba en un terreno solitario, cerca de una carretera de primer orden, pero resguardada de ésta por un bosque. Nos acercamos a ella cautelosamente y, si bien fuimos recibidos con cierto recelo inicial, al menos no nos echaron. La casa estaba ocupada por un joven matrimonio que nos permitió refugiarnos en su compañía hasta que localizáramos un acomodo alternativo. Nos quedamos allí tres semanas.

Era la primera vez que veía a Lateef asustado.

Todos estábamos cansados después de los acontecimientos de la noche y nuestros nervios se hallaban consecuentemente tensos. Lateef, en particular, delataba la tensión que sentía; incapaz de decidir si debíamos o no seguir andando, rondaba de aquí para allá aferrando su nuevo rifle, como si el hecho de soltarlo fuera a minar su autoridad. El resto de nosotros le observaba con intranquilidad. No nos había gustado la personalidad manifestada en él por este último incidente.

Yo estaba enfrascado en mis propias dudas, porque en mi interior se desarrollaba una sensación de alarma generada por nuestra adquisición de las armas. Ya había alcanzado a escuchar una observación respecto de formar una organización guerrillera efectiva contra los africanos. Había oído la expresión “bastardos negros” usada ahora en más ocasiones que nunca, incluidas las horas de venganza a raíz del rapto de las mujeres.

Lateef se hallaba en el foco de mis temores, así como el talante del resto de los hombres. Ahora, como nunca antes, daba la sensación de que nuestras acciones serían determinadas solamente por él.

El detalle de Lateef que ocasionaba mi recelo era la aparente indecisión del individuo. El mismo estaba asustado: asustado de permanecer ahí, en el campamento que habíamos levantado a menos de ochocientos metros del convoy emboscado, y sin embargo incapaz de reunir valor para proseguir marchando.

Ambos temores eran comprensibles. Permanecer tan cerca del escenario del ataque representaba exponerse a ser descubiertos por cualquier destacamento enviado a investigar. Pero movernos, cargados como estábamos con tantos rifles, sería desastroso en caso de que fuéramos avistados por cualquiera de las fuerzas militares participantes. Correspondía a Lateef guiarnos, y aunque en ese momento esperábamos sus órdenes, estaba implícito que en el caso de fracasar en su gestión le sustituiríamos.

Por el momento nos quedamos donde estábamos, como si al no actuar tuviéramos al menos algo similar a una decisión.

Junto con tres de los demás efectué un inventario de los rifles que poseíamos. Aparte de los que llevábamos todos nosotros, disponíamos de doce cajas de madera. En cada una de las cajas había seis rifles. También había varias cajas de municiones. En conjunto, el montón de armamento era casi más de lo que podíamos manipular. Habíamos cargado la mayor parte en nuestros carros de mano, pero estaba claro que tal arreglo no podía ser permanente.

Eché una ojeada a los tres hombres sentados en un grupo discordante entre los árboles, con los nuevos rifles pegados al costado de cada uno. Miré más allá del lugar donde estaban, hacia Lateef, perdido en sus pensamientos personales…

En las semanas recientes sentí que, de entre todos los hombres, yo me había hecho más allegado a Lateef. Al cabo de un rato, me acerqué a él. No le gustó ser interrumpido, en especial por mí. Comprendí al instante que había cometido un error básico de juicio y que debía haber permanecido con los otros hombres.

—¿Dónde diablos estabas la última noche? —preguntó.

—Ya te expliqué lo sucedido. Creí ver a alguien.

—Tenías que habérmelo dicho. Si hubieran sido los africanos, te habrían matado.

—Pensé que estábamos en peligro —dije—. Tenía mi rifle y yo era el único capaz de defenderse —no quise decirle la verdad.

—Ahora todos tenemos rifles. No hace falta que emprendas peligrosas misiones en nuestro provecho. Podemos cuidar de nosotros mismos. Muy agradecido, Whitman.

El tono de su voz no fue simplemente amargo. Fue de impaciencia, de irritación, de aturdimiento. Su mente se hallaba en otra parte; al acercarme a hablar con él sólo había conseguido recordarle lo sucedido la noche anterior, algo que no ocupaba una posición predominante en su pensamiento.

—Tienes todos los rifles que necesitas —dije—. ¿Qué vas a hacer con ellos?

—¿Qué te gustaría a ti hacer con ellos?

—Creo que deberíamos tirarlos. Nos causarán más problemas que los que pueden resolver.

—No… No voy a tirarlos. Tengo otras ideas.

—¿Qué ideas? —pregunté yo.

Lateef agitó su cabeza lentamente, sonriéndome con ironía. —Dime una cosa. ¿Para qué los utilizarías, suponiendo que tuvieras la oportunidad de hacerlo?