—Ya te lo he dicho.
—¿No traficarías con otros refugiados? ¿No tratarías de derribar más helicópteros?
Comprendí a dónde quería ir a parar. Le dije:
—No es simplemente el hecho de tener armas. Es que si todo el mundo las tiene, en lugar de pocas personas, se pierde la efectividad.
—Así que, mientras tú eras el único con rifle, todo iba bien. Ahora que ya no hay distinciones, es al revés.
—Ya te expliqué mis argumentos para tener un rifle cuando lo descubrí. Un rifle significa una forma de defensa. Armamento completo constituye agresión.
Lateef me observó pensativamente.
—Quizás estemos más de acuerdo que lo que yo pensaba. Pero aún no me has dicho qué uso práctico les darías.
Medité por un momento. Yo solamente tenía aún una motivación real, por más impracticable que pudiera parecer.
—Trataría de hacer algo para encontrar a mi hija —respondí.
—Sabía que dirías eso. No sería demasiado bueno, ¿sabes?
—Por lo que a mí concierne, cualquier cosa sería mejor que lo hecho hasta ahora.
—¿No lo comprendes? No podemos hacer nada al respecto. Lo mejor que se puede esperar —dijo Lateef—, es que se encuentren en un campo de internación. Lo más probable es que hayan sido violadas o asesinadas, seguramente las dos cosas. Ayer viste lo que hacen con las mujeres blancas…
—¿Y te limitas a aceptarlo? —repliqué—. No es lo mismo para ti, Lateef. Eran mi esposa y mi hija las que ellos se llevaron. ¡Mi hija!
—Eso no te ocurrió a ti sólo. Se llevaron diecisiete mujeres.
—Pero ninguna de ellas te pertenecía.
—¿Por qué no lo aceptas como han hecho los demás, Alan? No podemos hacer nada para encontrarlas —dijo Lateef—. Estamos fuera de la ley. Dirígete a cualquier autoridad y serás encarcelado al instante. No podemos ir tras los africanos porque, en primer lugar, no sabemos dónde están y en cualquier caso no es lógico esperar que admitan haber raptado a nuestras mujeres. No conseguiremos simpatía alguna de los de las Naciones Unidas. Lo único factible es continuar sobreviviendo.
—¿A esto le llamas supervivencia? —irritado, miré a mi alrededor—. Estamos viviendo como animales.
—¿Deseas rendirte? —el tono de Lateef había cambiado; ahora estaba tratando de ser persuasivo—. Escucha, ¿sabes cuántos refugiados como nosotros hay?
—Nadie lo sabe.
—Porque hay muchísimos. Millares… Quizá, millones. Sólo estamos operando en una minúscula zona de la nación. Hay gente sin hogar, como nosotros, por toda Inglaterra. Dijiste que no debemos ser agresivos. Pero, ¿por qué no? Todos y cada uno de estos refugiados posee una excelente razón para desear participar. Pero las circunstancias están en su contra. El refugiado es débil. Tiene poca comida, ningún recurso. Carece de una posición legal. Se descarría en un sentido y es un peligro potencial para las fuerzas militares porque tiene movilidad, porque ve la guerra que se está desarrollando; se descarría demasiado en sentido contrario y se ve políticamente comprometido. ¿Sabes cómo trata el gobierno a los refugiados? Como a gente que fraterniza con los secesionistas. ¿Te gustaría ver el interior de un campo de concentración? Por eso el refugiado hace simplemente lo que nosotros hemos estado haciendo: vive y duerme mal, se reúne en pequeños grupos, trafica, roba y se aparta del camino de cualquier otra persona.
—Y le arrebatan sus mujeres —dije.
—Aunque así sea, sí. No es una situación atractiva, pero no existe alternativa fácil.
No le repliqué, sabedor de que probablemente tenía razón. Desde hacía largo tiempo, yo tenía la sensación de que, si hubiera existido alternativa a la miserable vida errante que llevábamos, ya la habríamos descubierto. Pero lo visto de los diversos organismos durante los breves períodos de interrogatorio a que habíamos sido sometidos, nos dejaba bien claro que no existía lugar alguno para civiles desplazados. Las principales poblaciones y ciudades se hallaban bajo ley marcial, pueblos y villorrios bajo control militar o defendiéndose mediante milicias civiles. El campo era nuestro.
Al cabo de unos minutos, dije:
—Pero no puede ser así para siempre. No es una situación estable…
Lateef sonrió de un modo extraño.
—No, ahora no lo es.
—¿Ahora?
—Estamos armados. Esa es la diferencia. Los refugiados pueden unirse, defenderse. Con rifles podremos recuperar lo que nos pertenece… ¡Libertad!
—Eso es una locura —dije—. Sólo tienes que dejar este bosque para que el primer destacamento de tropas regulares te liquide.
—Un ejército de guerrillas. Miles de nosotros, por todo el país. Podemos ocupar pueblos, tender emboscadas a los convoyes de suministros. Pero debemos tener cuidado, permanecer ocultos.
—Entonces, ¿cuál sería la diferencia?
—Estaríamos organizados, armados, participaríamos.
—No —dije—. No debemos comprometernos en la guerra. Ya hemos tenido demasiado.
—Vamos —dijo—. Lo propondremos a los otros. Será una decisión democrática. Sólo resultará si todos estamos de acuerdo.
Volvimos por entre los árboles hacia donde los demás nos aguardaban. Me senté en el suelo a poca distancia de Lateef y contemplé los carros de mano cargados con cajas de madera. Sólo escuché a medias a Lateef; mi mente estaba preocupada por la imagen de una banda de hombres desorganizada, miles de individuos en todas las zonas rurales de la nación, sufriendo hambre de venganza contra las impersonales fuerzas militares y organizaciones civiles de todos los bandos.
Comprendí que si por largo tiempo la presencia de los refugiados había tenido una significación de neutralidad en la contienda, desesperada pero inefectiva, su organización en una fuerza de choque guerrillera —en el supuesto de que tal cosa fuera realizable— sólo aumentaría el caos que desgarraba al país.
Me levanté y me alejé de los demás. Mientras caminaba vacilante entre los árboles, con un ansia cada vez mayor de apartarme de ellos, escuché cómo los hombres gritaban unánimemente su aprobación. Me encaminé hacia el sur.
Me fijé en la muchacha que estaba ante una mesa a escasa distancia de mí. En cuanto la reconocí, me puse de pie y caminé hacia ella.
—¡Laura! —exclamé.
La mujer me contempló, sorprendida. Luego también me reconoció.
—¡Alan!
Generalmente la nostalgia no me motiva, pero el caso es que sin saber por qué había vuelto al restaurante del parque, y automáticamente lo asocié a las horas que había pasado con Laura Mackin. Aun cuando yo me estaba extendiendo en el recuerdo de ella, me sorprendió verla; desconocía que Laura siguiera viniendo a ese lugar.
Ella se cambió a mi mesa.
—¿Qué haces aquí?
—¿No es obvio?
Uno frente a otro, nos miramos fijamente.
—Sí.
Pedimos vino para celebrarlo, pero la bebida estaba excesivamente dulce. Ninguno de los dos quiso bebería, aunque tampoco nos preocupamos de quejarnos al camarero. Brindamos a la salud del otro y lo demás carecía de importancia. Mientras comía, traté de determinar por qué había venido a este lugar. Era imposible que fuera únicamente en busca del pasado. ¿Qué había estado pensando durante la mañana? Intenté recordar, pero mi memoria estaba inconvenientemente en blanco.
—¿Cómo está tu esposa?
La pregunta que hasta entonces no se había formulado. No esperaba que Laura lo hiciera. —¿Isobel? Igual que siempre.
—¿Y tú sigues siendo el de siempre?
—Nadie cambia mucho en dos años.
—No lo sé.
—¿Qué me cuentas de ti? ¿Todavía estás compartiendo un piso?
—No. Me he trasladado.