Me quedé mirándolo, aturdido y en silencio. Al cabo de un momento dije:
—Ella es sólo una niña.
—Mi esposa está aquí —dijo él—. Es algo contra lo que todos deberemos guardarnos. Todo lo que podemos hacer es ocultarnos hasta que la guerra concluya.
Me dieron comida e intercambiamos tanta información sobre movimientos de tropas como nos fue posible. Ellos quisieron conocer detalles acerca del grupo de Lateef y yo les facilité orientaciones del lugar donde los había visto por última vez. Se me dijo que la razón de este interés era que una consolidación de los dos grupos reforzaría la defensa de las mujeres, pero en mi interior supuse que estaban interesados porque yo había hablado de los rifles al líder.
Me arrepentí de haberlo hecho y comprendí que quizás había patrocinado, sin saberlo, una acción que yo no subscribía.
Averigüé tanto como pude sobre los supuestos burdeles. Sabía por instinto que tal era la suerte corrida por Sally e Isobel. Ello me disgustó y asustó, pero en cierto sentido resultó confortante, puesto que abría una posibilidad de que, si los burdeles estaban bajo mando militar, al menos habría una ocasión de apelar, ya fuera al mismo mando, o bien, a una de las organizaciones benéficas.
—¿Dónde están esos burdeles? —pregunté.
—El más cercano se halla al este de Bognor, he oído decir.
Se refería a una población costera, la misma en que yo había descubierto la casa con los cócteles Molotov.
Consultamos nuestros mapas. La población se hallaba a dieciséis kilómetros al suroeste de nosotros y la última posición de Lateef se encontraba a una distancia similar hacia el norte. Agradecí al grupo la comida e información y me marché. Ellos se quedaron levantando el campamento y preparándose para seguir la marcha.
La parte de la costa hacia la que me dirigí no me era bien conocida. Las poblaciones se suceden unas a otras y se extienden hacia la campiña. En mi infancia había pasado un día de fiesta en la zona, pero apenas recordaba nada.
A los pocos kilómetros encontré los límites de la extensión urbana. Crucé varias carreteras principales y vi más y más casas. La mayor parte de ellas parecía que eran abandonadas, pero no las investigué.
Cuando estimé que me encontraba a ocho kilómetros de la costa topé con una barricada bien construida que se erigía en la carretera. Daba la impresión de no tener defensores y me acerqué hacia ella tan al descubierto como me fue posible, siempre dispuesto a emprender una acción evasiva si surgía algún problema.
El disparo me cogió desprevenido. O bien el cartucho no tenía bala o bien no habían tirado a dar, pero el caso es que no vi el impacto cerca de mí.
Me agaché y me hice rápidamente a un lado. Se produjo un segundo disparo, en esta ocasión no alcanzando mi cuerpo por muy poco. Me tiré torpemente al suelo, cayendo en difícil postura sobre uno de mis tobillos. Sentí cómo se retorció bajo mi peso y un paroxismo de dolor recorrió mi pierna. Me quedé inmóvil.
Posteriormente, mi amigo me explicó algunas historias divertidas. El es un hombre grueso y, aunque no llega a los treinta y cinco años, da la impresión de ser mucho mayor. Cuando explica chistes, él mismo se ríe de ellos con los ojos cerrados y la boca muy abierta. Le había conocido tan sólo hacía unos meses, desde que adquirí el hábito de tomar un trago por las noches. Mi amigo era habitual del pub al que decidí ir y, pese a que no me resultaba particularmente simpático, él había buscado a menudo mi compañía.
Me contó que un hombre blanco estaba paseando un día por una calle y se encuentra con un negro corpulento que lleva un pato. El hombre se acerca al negro y le dice: “Vaya mono tan horrible que llevas ahí.” Por lo que el negro replica: “No es un mono, hombre, es un pato.” El hombre blanco mira al negro y dice: “¿Pero quién demonios me habla?”
Mi amigo empezó a reír y yo le imité, divertido muy a pesar mío por lo absurdo de la situación. Antes de que yo terminara, comenzó a contarme otro chiste. Un hombre blanco quería cazar gorilas en África. Puesto que los gorilas son muy raros en aquella parte de la jungla, todo el mundo considera dudoso que el cazador encuentre alguno. Al cabo de diez minutos escasos, el hombre blanco regresa diciendo que ya ha matado treinta y pregunta si pueden darle más municiones. Nadie le cree, claro está, y para probarlo les muestra las bicicletas que los gorilas montaban.
Yo había imaginado el final y de todas formas no consideré el chiste demasiado gracioso, por lo que no imité la risa de mi amigo. En lugar de eso, sonreí cortésmente y fui a buscar más bebida.
Aquella noche, al volver a casa, comprendí con la claridad que a veces proporciona el alcohol cómo nuestros comportamientos ya se habían adaptado sutilmente a consentir la presencia de los africanos y sus simpatizantes. Para explicarme los chistes, mi amigo me había llevado a un rincón tranquilo del bar, como si pensara divulgar algo similar a un secreto de estado.
Si él lo hubiera hecho en la parte más concurrida del bar, probablemente habría surgido algún problema. Había una colonia africana a menos de dos kilómetros del pub, y su presencia ya había causado recelo entre los residentes locales.
Mi paseo hasta casa me llevó a unos cientos de metros de la colonia y no me gustó lo que tuve que ver a la fuerza. Grupos de adultos y jóvenes permanecían en las esquinas de las calles, esperando alguna excusa para provocar un incidente. En las últimas semanas se habían producido diversos casos de ataques a simpatizantes de los africanos.
Un coche policial se encontraba aparcado justo al otro lado de la entrada de una de las casas de mi calle. Llevaba las luces apagadas. Había seis hombres en su interior.
Tuve la clara sensación de que los acontecimientos estaban adquiriendo un ímpetu suicida y que ya no había solución humanitaria posible.
Ella se alegró de reunirse con su madre, aunque Isobel y yo nos saludamos con frialdad. Por un momento me acordé del período de los primeros años de nuestro matrimonio, cuando pareció que la presencia de la niña compensaría de modo adecuado la inquietante falta de afinidad entre nosotros. Ahora, hablé a Isobel de cosas prácticas, explicándole nuestra tentativa de volver a Londres y los hechos subsiguientes. Ella me dijo cómo se había unido a Lateef y su grupo y ambos observamos una y otra vez la buena suerte que nos había vuelto a juntar.
Aquella noche dormimos juntos, los tres, y pese a que yo pensaba que debíamos hacer algún esfuerzo por restablecer nuestras relaciones sexuales, fui incapaz de dar el primer paso. No sé si la presencia de Sally fue la causa de ello.
Por fortuna para nosotros, y para todos los refugiados como nosotros, el invierno de aquel año fue moderado. Hubo mucha lluvia y viento, pero el período de heladas fuertes fue muy breve. Habíamos establecido un campamento semipermanente en una vieja iglesia. En algunas ocasiones éramos visitados por miembros de la Cruz Roja y los dos bandos militares conocían nuestra presencia. El invierno transcurrió sin incidentes, siendo la única desventaja la continuada ausencia de noticias sobre el desarrollo del trastorno civil.
También en este período fue cuando consideré por primera vez a Lateef como una especie de visionario social. El hablaba de agrandar nuestro grupo y crear una unidad reconocible que fuera independiente hasta la resolución de los problemas. Por esta época todos habíamos perdido toda esperanza de regresar a nuestros hogares y comprendíamos que tal cosa se hallaba en último término en manos del bando que lograra crear un gobierno de hecho. Hasta entonces, Lateef nos convenció de que debíamos quedarnos quietos y esperar los acontecimientos.
Creo que en este período me fui volviendo complaciente. Estaba directamente bajo la influencia de Lateef y pasaba muchas horas conversando con él. Aunque llegué a respetarle, creo que él me despreciaba, quizá debido a mi evidente incapacidad para comprometerme con un punto de vista político.