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Otros grupos de refugiados llegaron a la iglesia durante el invierno, permaneciendo en ella diversos períodos de tiempo antes de proseguir su camino. Llegamos a considerar que nuestro asentamiento en aquel lugar era como una especie de núcleo de la situación. A nuestra manera, íbamos prosperando. Raramente nos faltaba comida y nuestro estado semipermanente nos permitía dedicar tiempo en la organización de adecuados grupos de merodeadores. Teníamos un buen suministro de ropa de reserva y numerosos artículos que serían útiles en los cambalaches.

Con la llegada de la primavera no tardamos en comprender que no éramos la única facción que había aprovechado el cese temporal de las hostilidades para consolidar su posición. A finales de marzo y abril vimos numerosos aviones en el cielo que, por su aspecto nada familiar, eran presumiblemente de origen extranjero. La actividad militar se renovó y largas columnas de camiones circularon por las noches. Oímos artillería pesada a lo lejos.

Habíamos adquirido una radio y logrado que funcionara. Sin embargo, para nuestra frustración, fuimos incapaces de sacarle excesiva utilidad.

Las emisiones de la BBC habían sido suspendidas y sustituidas por una estación de un solo canal denominada “La voz nacional". Su programa era similar al de los tabloides que yo había visto: retórica política y propaganda social, intercaladas entre horas de música continua. Todas las emisoras europeas y extranjeras se hallaban interferidas.

A finales de abril supimos que se había lanzado un ataque en gran escala contra grupos de rebeldes y extranjeros en el sur y que se estaba iniciando una importante ofensiva. Las fuerzas leales a la corona, según los informes, estaban barriendo la misma zona en que nos habíamos establecido. Aunque nuestras observaciones de movimientos militares desacreditaban tal información, nos preocupó en grado sumo el hecho de que, si había algo de verdad en los informes, bien pudiera ser un nuevo incremento de la actividad en un futuro próximo.

Un día fuimos visitados por una numerosa delegación de organizaciones benéficas de las Naciones Unidas. Nos mostraron diversas instrucciones gubernamentales que enumeraban los grupos de participantes en las hostilidades que iban a ser considerados • como facciones disidentes. Los refugiados civiles blancos estaban incluidos.

Nos explicaron que estas instrucciones habían sido dadas algunas semanas antes y eliminadas poco después, como ya había sucedido en varias ocasiones anteriores. Ello otorgaba una gran incertidumbre a nuestra situación y se nos aconsejó que nos entregáramos en los centros de rehabilitación de las Naciones Unidas o que nos fuéramos de allí.

La advertencia se hacía en ese momento, dijeron, porque importantes efectivos de tropas nacionalistas se encontraban en la zona.

El problema fue debatido con bastante profundidad. Al final, se aprobó el deseo de Lateef de que continuáramos viviendo fuera de la ley. Pensábamos que mientras un gran número de refugiados se mantuviera en esta situación, retendríamos una presión importante, bien que pasiva, sobre el gobierno para que resolviera el conflicto y nos devolviera nuestros hogares. Entregarnos a la rehabilitación de las Naciones Unidas significaba privarnos de este pequeño nivel de participación. En cualquier caso, las condiciones en campamentos atestados y faltos de personal eran peores, a todos los efectos, que las que padecíamos en la actualidad.

Varios de nosotros, no obstante, marcharon a los centros de rehabilitación… Sobre todo, la gente que tenía hijos. Pero la mayoría permaneció junto a Lateef y, a su debido tiempo, nos fuimos de allí.

Antes de hacerlo habíamos convenido nuestra táctica diaria. Marcharíamos describiendo un amplio círculo, regresando cada seis semanas a las cercanías de la iglesia. Iríamos sólo a aquellos lugares que supiéramos, bien por nuestra experiencia o por lo que habíamos oído decir a otros refugiados, que eran bastante seguros para acampar durante la noche. Estábamos equipados con todo el material de campo necesario, y disponíamos de varios carros de mano.

Durante cuatro semanas y media viajamos tal como se había planeado. Entonces llegamos a una zona plana de terreno para cultivo que se suponía estaba bajo control africano. Esto no afectaba para nada nuestra política, puesto que anteriormente habíamos atravesado territorio africano en varias ocasiones.

La primera noche no fuimos molestados en modo alguno.

Pasé la tarde en el colegio con un talante de reservada depresión. Di tres clases, pero fui incapaz de concentrarme por completo. Isobel dominaba mi mente y no resultaba agradable asociar mis sentimientos con una sensación de culpabilidad.

Yo había terminado una aventura amorosa dos semanas antes. La experiencia no se había visto complicada con matices emotivos, pero había representado una expresión negativa de la frustración sexual que la actitud de Isobel inducía en mí. Había pasado varias tardes en el piso de la mujer y una noche entera. Ella no me había gustado en particular, mas se mostró experta en la cama.

En este período todavía mentía a Isobel respecto de mis actividades y no estaba seguro de si ella conocía o no la verdad.

A las cuatro de la tarde tomé una decisión y telefoneé a una amiga llamada Helen que había cuidado de Sally en las diversas ocasiones que Isobel y yo quisimos pasar la noche juntos. Le pregunté si estaría libre y dispuse que se presentara a las siete.

Salí del colegio a las cinco y fui directamente a casa. Isobel estaba planchando ropa y Sally, que entonces tenía cuatro años, tomaba una taza de té.

—Acaba con eso en cuanto puedas —dije a Isobel—. Vamos a salir.

Ella vestía una blusa deforme y una falda raída. No llevaba puestas las medias e iba en zapatillas. Su cabello estaba recogido con una cinta elástica, pero algunos mechones dispersos le caían sobre la cara.

—¿Salir? No puedo —dijo ella—. Tengo que planchar todo esto y no podemos dejar sola a Sally.

—Helen vendrá aquí. Y puedes acabar con eso mañana.

—¿Por qué salimos? ¿Qué celebramos?

—Nada. Me gustaría hacerlo, simplemente.

Me ofreció una mirada ambigua y siguió planchando.

—Muy divertido.

—No, hablo en serio —me agaché y desconecté el enchufe de la plancha—. Acaba de una vez y prepárate. Yo acostaré a Sally.

—¿Vamos a cenar? Tengo todo preparado.

—Ya nos lo comeremos mañana.

—Pero si está medio cocinado…

—Ponlo en la nevera. Se conservará.

—¿Igual que tu humor? —dijo en voz baja.

—Nada —se inclinó para seguir planchando.

—Mira, Isobel —dije—, no te pongas difícil. Me gustaría pasar la noche fuera. Si no quieres ir, dilo. Pensaba que te gustaría la idea.

Isobel alzó los ojos.

—Yo… Sí, me gusta. Lo siento, Alan. Lo único que sucede es que no me lo esperaba.

—Entonces, ¿te gustaría salir?

—Claro que sí.

—¿Cuánto tardarás en prepararte?

—No demasiado. Tengo que darme un baño y quiero lavarme el pelo.

—Muy bien.

Terminó lo que estaba haciendo, después recogió la plancha y la tabla. Durante algunos minutos estuvo en la cocina, ocupada con la cena que había estado preparando.

Encendí la televisión y vi las noticias. En esa época se especulaba sobre la fecha de las futuras elecciones generales y un diputado derechista independiente llamado John Tregarth había provocado una polémica al afirmar que las cuentas del Ministerio de Hacienda estaban siendo falsificadas.

Acompañé a Sally y lavé los platos sucios en el fregadero. Dije a mi hija que Helen vendría a cuidar de ella y que debía portarse bien. La niña prometió que así lo haría y se puso contenta y feliz. Quería a Helen. Entré en el cuarto de baño para coger mi máquina de afeitar e Isobel ya estaba en la bañera. Me agaché y la besé. Ella respondió un par de segundos y luego se apartó y me sonrió. Fue una sonrisa curiosa; una sonrisa cuyo significado no pude descifrar fácilmente. Ayudé a Sally a desvestirse, después me senté con ella en el piso de abajo y le leí hasta que Isobel salió del cuarto de baño.