Выбрать главу

Telefoneé a un restaurante del West End y solicité que me reservaran una mesa para dos a las ocho en punto. Isobel bajó a buscar el secador de cabello vestida con una bata mientras yo hablaba por teléfono.

Helen se presentó puntual a las siete, y pocos minutos después llevamos a Sally a su habitación.

Isobel se había peinado suelto el pelo y llevaba un vestido de color pálido que realzaba y se ajustaba a su figura. Se había maquillado los ojos y puesto el collar que yo le había regalado el día de nuestro primer aniversario. Estaba bellísima, de una manera que yo no había visto hacía años. Así se lo dije cuando ya estábamos en el coche.

—¿Por qué salimos, Alan? —preguntó.

—Ya te lo expliqué. Simplemente porque tenía ganas.

—¿Y si yo no tuviera?

—Es obvio que sí las tienes.

Capté que ella no estaba a gusto y comprendí que hasta aquel momento yo había juzgado su humor por su forma de comportarse. Su aspecto frío, bello, revelaba una tensión interna. La miré cuando nos detuvimos ante un semáforo. La mujer ordinaria, casi desprovista de sexo, que yo veía todos los días no estaba ahí… En lugar de ella vi a la Isobel con que pensaba haberme casado. Ella sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió.

—Te gusta que vaya vestida así, ¿verdad?

—Sí, por supuesto.

—¿Y en otros momentos?

Me encogí de hombros.

—No siempre tienes la oportunidad…

—No. Y tú no sueles dármela.

Noté que los dedos de la mano que no sostenía el cigarrillo hurgaban en las uñas de la otra mano. Isobel inhaló humo.

—Me lavo el pelo y me pongo un vestido limpio. Tú llevas una corbata distinta. Vamos a un restaurante caro.

—Lo hemos hecho antes. Varias veces.

—¿Y cuánto tiempo llevamos casados? Esto es un acontecimiento repentino. ¿Cuánto tiempo pasará hasta la próxima vez?

—Podemos hacerlo más a menudo si te gusta.

—Muy bien. Hagámoslo todas las semanas. Que forme parte de nuestra rutina.

—Ya sabes que eso no es práctico. ¿Qué haríamos con Sally?

Se llevó las manos al cuello, recogió su largo cabello y lo sostuvo firmemente detrás de la cabeza. Presté atención simultáneamente al tráfico y a Isobel. Mantuvo el cigarrillo entre sus labios, la boca torcida.

—Podrías alquilar otra esclava —Isobel terminó su cigarrillo y lo tiró por la ventanilla.

Estuvimos en silencio durante un rato.

—No has de esperar a que te saque de casa para ponerte atractiva —dije.

—Otras veces no lo has notado.

—Lo noté.

Era cierto. Durante un largo período después de casarnos Isobel había realizado un esfuerzo consciente para conservar su atractivo, incluso durante el embarazo. La había admirado por tal cosa, hasta cuando se estaba formando la barrera entre nosotros.

—He perdido la esperanza de gustarte alguna vez.

—Ahora me gustas —dije—. Tienes una niña que cuidar. No espero que te vistas siempre así.

—Pero el caso es que lo esperas, Alan. Lo esperas. Ese es todo el problema.

Reconocí que estábamos hablando de cosas superficiales. Los dos sabíamos que la cuestión del modo de vestir de Isobel era secundaria respecto del problema real. Yo fomentaba una imagen de Isobel tal como la que había visto por primera vez y me mostraba reacio a abandonarla. Y lo aceptaba en gran parte, creyendo que era algo común, dentro de ciertos límites, a numerosos hombres casados. La razón real de mi desinterés por Isobel era un tema que jamás habíamos sido capaces de discutir.

Llegamos al restaurante y cenamos. Ninguno de los dos disfrutó del menú y nuestra conversación se inhibió. Después, de vuelta a casa, Isobel guardó silencio hasta que detuve el coche junto a la vivienda. Entonces se volvió y me miró, mostrando la expresión que había adoptado antes, pero oculta tras una sonrisa. Isobel dijo:

—Esta noche no he sido más que otra de tus mujeres.

Dos hombres me llevaban hacia la barricada. Mis brazos rodeaban los hombros de los otros dos y, aunque trataba de apoyarme en el tobillo torcido, el dolor era excesivo.

Habían abierto una parte móvil de la barricada y me condujeron a través de ella.

Fui careado por varios hombres. Todos tenían rifles. Expliqué quién era y por qué deseaba entrar en la población. No hice mención alguna de los africanos, como tampoco hablé de mis temores en cuanto a que Sally e Isobel se hallaran en sus manos. Dije que había sido separado de mi esposa e hija, que tenía motivos para creer que se encontraban aquí y deseaba reunirme con ellas.

Revisaron mis pertenencias.

—Eres un despreciable desgraciado, ¿no es eso? —dijo uno de los hombres más jóvenes. Los demás le miraron rápidamente y creí captar desaprobación en el modo como lo hacían.

—He perdido mi hogar y todas mis posesiones —dije tan calmadamente como pude—. He sido forzado a vivir de la tierra durante varios meses. Si pudiera encontrar una bañera y ropas limpias, las usaría de muy buena gana.

—Bien dicho —dijo uno de los hombres. Hizo un rápido gesto con su cabeza y el hombre joven se fue, mirándome furiosamente—. ¿Qué hacías antes de perder tu casa?

—¿Mi profesión? Era profesor de un colegio, pero me vi obligado a hacer otro trabajo durante algún tiempo.

—¿Vivías en Londres?

—Sí.

—Podía haber sido peor. ¿Sabes qué sucedió más al norte?

—He oído algo. Y bien, ¿me dejaréis entrar?

—Quizá. Pero antes queremos saber más cosas de ti.

Me hicieron varias preguntas. No las respondí con total sinceridad, sino más bien de forma que provocaran una reacción favorable. Las preguntas se referían a mi participación en la guerra, si había sido atacado por tropas de algún bando, si había cometido sabotaje, de qué lado estaba mi lealtad…

—Esto es territorio nacionalista, ¿no es así? —dije.

—Somos fieles a la corona, si es eso a lo que te refieres.

—¿No es lo mismo?

—No del todo. Aquí no hay tropas. Hemos podido ocuparnos de nuestros propios asuntos.

—¿Y los africanos?

—No hay ninguno —la pura sencillez de su tono me sorprendió—. Había, pero se fueron. Si la situación se desbocó en otros lugares fue simplemente por falta de tacto.

—No nos has dicho tu posición —intervino otro hombre.

—¿No te la imaginas? —dije yo—. Los africanos ocuparon mi hogar y he vivido como un animal durante cerca de un año. Los bastardos se han llevado a mi hija y a mi mujer. Estoy con vosotros. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Pero dijiste que habías venido aquí en busca de ellas. Aquí no hay africanos.

—¿Qué pueblo es éste?

Me lo dijo. No era el mismo que el otro líder de refugiados había mencionado. Expliqué a dónde creía que me estaba dirigiendo.

—No es aquí. Aquí no hay negros.

—Lo sé. Ya me lo has dicho.

—Esta población es honrada. No sé nada de los africanos. No ha habido uno solo desde que echamos al último a patadas. Si buscas a tu familia, aquí no la encontrarás. ¿Comprendido?

—Ya me lo has dicho. He cometido un error. Lo siento.

Se apartaron de mi lado y conferenciaron a solas durante algunos minutos. Aproveché la oportunidad para examinar un mapa a gran escala extendido en el lateral de una de las planchas de hormigón que formaba la barricada. Esta región de la costa se hallaba muy poblada y, pese a que todas las poblaciones tenían nombre e identidad distintos, de hecho sus suburbios se confundían. La población a que me dirigía se encontraba cinco kilómetros al este de ésta.