Advertí que el mapa contenía una zona delimitada en tinta verde brillante. El punto más septentrional se hallaba a seis kilómetros del mar y la línea se extendía hacia el este y oeste hasta alcanzar la costa. Mi objetivo, observé, se encontraba fuera del perímetro verde.
Probé mi tobillo y descubrí que me sería imposible apoyarme en él. Se había hinchado y yo sabía que si me quitaba el zapato sería incapaz de volver a ponérmelo. Supuse que no se había roto ningún hueso, mas me pareció adecuado ver a un médico si ello era posible.
Los hombres se volvieron hacia mí.
—¿Puedes andar? —dijo uno de ellos.
—Creo que no. ¿Hay un médico aquí? Sí. Encontrarás uno en la población. Entonces, ¿vais a dejarme entrar?
—Sí. Pero con algunas advertencias. Consigue ropa limpia y aséate. Esta población es respetable. No te quedes en las calles después del anochecer… Encuentra algún sitio para alojarte. Si no, serás expulsado. Y no vayas por ahí hablando de los negros. ¿Comprendido?
Asentí.
¿Podré marcharme cuando quiera?
¿A dónde te gustaría ir?
Le recordé que deseaba encontrar a Sally e Isobel. Ello implicaba cruzar el límite oriental hasta la siguiente población. El me dijo que podría marcharme siguiendo la carretera de la costa.
Me indicó que debía seguir mi camino. Me puse de pie con cierta dificultad. Uno de los hombres entró en una vivienda vecina y regresó con un bastón. Me indicó que debía devolverlo en cuanto mi tobillo hubiera sanado. Le prometí que lo haría.
Lentamente, y con enormes dolores, fui renqueando por la carretera en dirección al centro de la población.
Me desperté con el primer ruido y me moví dentro de la tienda de campaña hacia donde Sally estaba durmiendo. Detrás de mí, Isobel se agitó.
Pocos momentos después hubo un ruido fuera de nuestra tienda y la lona de entrada fue apartada a un lado. Aparecieron dos hombres. Uno llevaba una linterna cuyos rayos enfocaron mis ojos y el otro sostenía un pesado rifle. El hombre de la linterna entró en la tienda, agarró por el brazo a Isobel y la arrancó fuera de la tienda. Ella sólo vestía el sostén y las bragas. Me pidió ayuda a gritos, pero el rifle se interponía entre los dos. El hombre de la linterna se alejó y escuché gritos y chillidos en las otras tiendas. Permanecí inmóvil, mi brazo rodeando a la ya despierta Sally, tratando de calmarla. El hombre del rifle continuó donde estaba, apuntándome sin hacer un solo movimiento. En el exterior, oí tres disparos y me aterroricé por completo. Se produjo un breve silencio, luego más chillidos y más órdenes gritadas en swahili. Sally temblaba. El cañón del rifle se hallaba a menos de un palmo de mi cabeza. Aunque estabamos en una oscuridad total, vislumbraba el perfil del individuo recortado contra el tenue resplandor del cielo. Segundos después, otro hombre entró en la tienda. Llevaba una linterna. Pasó junto al hombre del rifle y, en el exterior, otro arma abrió fuego a escasa distancia de mí. Mis músculos se endurecieron. El tipo de la linterna me pateó dos veces, intentando separarme de Sally. Me aferré a ella con todas mis fuerzas. La niña chilló. Una mano golpeó mi cabeza una vez, luego otra. El segundo hombre había cogido a Sally y tiraba de ella violentamente. Los dos nos asimos de una forma desesperada. Ella me gritó que la ayudara. Fui incapaz de hacer más. El hombre volvió a patearme, en esta ocasión en la cara. Mi brazo derecho se soltó y me arrebataron a Sally. Dije al hombre que se fueran. Repetí una y otra vez que ella era sólo una niña. Sally siguió chillando. Los hombres guardaron silencio. Traté de asir la punta del rifle, pero el arma fue impulsada violentamente contra mi cuello. Retrocedí y Sally, debatiéndose, fue sacada a rastras de la tienda. El tipo del rifle entró en la tienda y me obligó a ponerme en cuclillas, el cañón apretado contra mi piel. Oí el ruido de su mecanismo y me preparé. No sucedió nada.
El hombre del rifle se quedó conmigo por diez minutos y yo seguí escuchando los ruidos del exterior. Todavía hubo un montón de gritos, pero no más disparos. Oí los chillidos de las mujeres y el sonido del motor de un camión que se ponía en marcha y se alejaba. El tipo del rifle no se movió. Un silencio desagradable cayó sobre nuestro campamento.
No se produjeron más movimientos fuera y una voz dio una orden. El hombre del rifle se retiró de la tienda. Escuché a los soldados mientras se alejaban.
Lloré.
Además del dolor de mi tobillo, experimenté una creciente sensación de náuseas. Me dolía la cabeza. Sólo podía dar un paso seguido, deteniéndome para recuperar fuerzas. A despecho de mi incomodidad, logré observar los alrededores y demostré sorpresa ante lo que veía.
A unos centenares de metros de la barricada me encontré en calles suburbanas que, debido a su fachada de normalidad, me parecieron extrañas. Varios coches circulaban por ellas y las casas estaban ocupadas y en buen estado. Vi un matrimonio que estaba sentado en poltronas en un jardín y los dos me miraron con curiosidad. El hombre leía un periódico que reconocí como el Daily Mail. Era como si en cierta forma hubiera sido transportado a un período dos años antes.
En una intersección con una calle más grande observé un tráfico mayor y un autobús municipal. Esperé un momentáneo cese del tráfico antes de atreverme a cruzar la calle. Lo hice con gran dificultad, teniendo que detenerme a medio camino para descansar. Cuando llegué al extremo opuesto las náuseas llegaron a un punto tal que me vi forzado a vomitar. Un grupito de niños me contempló desde un jardín cercano y uno de ellos entró corriendo en una casa.
Continué renqueando cuanto pude.
No tenía idea de adonde me dirigía. El sudor recorría mi cuerpo y pronto volvieron las náuseas. Encontré un banco de madera en la acera de la calle y descansé allí durante algunos minutos. Me sentía debilitado en extremo.
Pasé junto a un recinto comercial donde había muchas personas que iban de una tienda a otra. Me desorientó de nuevo la franca normalidad de las calles. Durante muchos meses no había sabido de ningún lugar donde existieran tiendas, donde fuera posible encontrar artículos en venta. La mayor parte de las zonas comerciales que yo había visto habían sido saqueadas o se hallaban bajo un estricto control militar.
Al final de la hilera de tiendas me detuve por enésima vez, repentinamente consciente de cuan anormal debía de ser mi apariencia para aquella gente. Ya había provocado varias miradas de curiosidad. Calculé que había salido de la barricada haría hora y media y que en aquel momento serían las cinco o seis de la tarde. Me di cuenta de lo fatigado que me sentía, aparte de los otros síntomas que experimentaba.
Por culpa de mi sucia ropa, desarreglado cabello, rostro sin afeitar, olor a sudor y orina secos desde hacía dos meses, cojera y restos de vómitos en mi camisa, me sentí incapaz de acercarme a alguna de aquellas personas.
El dolor de mi pierna estaba a punto de sobrepasar los límites de lo soportable. Me obsesioné con el pensamiento de que yo constituía un espectáculo ofensivo para la gente y doblé por una calle lateral a la primera oportunidad. Proseguí tanto como pude, mas mi debilidad se hizo abrumadora. A cien metros de haber abandonado la calle principal caí al suelo por segunda vez en aquel día. Cerré los ojos.
Al cabo de un rato percibí voces a mi alrededor, y cómo me ayudaban a levantarme amablemente.
Una cama blanda. Sábanas frescas. Un cuerpo limpio mediante un baño en agua caliente. Una pierna y un pie doloridos. Un cuadro en la pared; fotografías de gente sonriente encima de un tocador. Molestias en mi estómago. El pijama de otra persona. Un médico poniéndome un vendaje en el tobillo. Un vaso de agua a mi lado. Palabras de ánimo. Sueño.