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A continuación fuimos divididos en grupos de uno, dos o tres hombres. Yo fui uno de los que quedó solo. Nos condujeron a habitaciones del edificio principal y nos interrogaron brevemente. Mi interrogador fue un africano occidental de elevada estatura que vestía un abrigo de color castaño a pesar de la calefacción central. Al entrar en la sala advertí que los dos guardias uniformados del pasillo llevaban rifles rusos.

El interrogatorio fue superficial. Documentos de identificación, certificado de situación y origen y fotografía con sello africano exhibida y comprobada.

—¿Su destino, Whitman?

—Dorchester —dije; era la respuesta que habíamos convenido ante la posibilidad de una detención.

—¿Tiene familiares allí?

—Sí —le di el nombre y dirección de familiares ficticios.

—¿Tiene esposa e hijos?

—Sí.

—Pero ellos no le acompañan…

—No.

—¿Quién es el dirigente de su grupo?

—Somos independientes.

Se produjo un largo silencio mientras mi interrogador volvía a examinar mis documentos. Luego me hicieron regresar a la tienda de campaña, donde esperé con los demás hasta que hubieron completado todas las sesiones de interrogatorio. Dos africanos vestidos de paisano revisaron a continuación nuestras pertenencias. La revisión fue enormemente superficial, tan sólo reveló un tenedor para comer que uno de los hombres había dejado cerca de la parte superior de su mochila. No detectaron los dos cuchillos que yo había escondido en el forro de mi morral.

Después de este registro se produjo otro largo período de espera, hasta que llegó junto a la tienda de campaña un autocamión con una gran cruz roja sobre fondo blanco. El acuerdo de reparto de alimentos a los refugiados por parte de la Cruz Roja estuvo fijado durante cierto tiempo en dos kilos de proteínas, pero desde que los africanos se habían hecho cargo de su parte en el acuerdo, las provisiones no habían dejado de menguar; recibí dos latitas de carne en conserva y un paquete de cuarenta cigarrillos.

Posteriormente fuimos transportados fuera de la población por tres autocamiones y abandonados en el campo a veinticinco kilómetros del lugar donde nos habían detenido. Empleamos todo el día siguiente y parte del otro para encontrar las provisiones que habíamos escondido en cuanto tuvimos el primer indicio de que nos iban a capturar.

En ningún momento durante nuestra involuntaria visita al territorio ocupado por los africanos pudimos detectar algún rastro indicativo de la situación de las mujeres. Aquella noche no pude dormir, desesperado por ver otra vez a Sally e Isobel.

Las primeras noticias anunciaron que el barco no identificado que había estado navegando por el Canal de la Mancha durante las últimas dos semanas había entrado en el estuario del Támesis.

A lo largo de la mañana fui siguiendo los boletines regulares. El barco no había respondido o emitido señales desde la primera vez que se le avistara. No enarbolaba bandera alguna. Una lancha guardacostas había zarpado de Tilbury, pero la tripulación no pudo abordar el buque. Basándose en el nombre que lucía a ambos lados de su proa, la nave era identificada como un carguero de servicio irregular y tamaño medio registrado en Liberia y, de acuerdo con el anuario de buques, fletado en aquel momento por una empresa naviera de Lagos.

Daba la casualidad de que a partir de las doce y media yo estaba exento de obligaciones en el colegio. En vista de que para esa tarde no tenía citas ni clases, decidí ir al río. Cogí un autobús hasta Cannon Street y me encaminé hacia el puente de Londres. Varios centenares de personas, sobre todo empleados de oficinas de las cercanías, habían tenido la misma idea, por lo que la parte este del puente se hallaba atestada.

Conforme fue transcurriendo el tiempo algunas personas se marcharon, evidentemente para regresar a sus despachos. En consecuencia logré avanzar hasta el parapeto del puente.

Justo después de las dos y media logramos distinguir el barco. Navegaba río arriba en dirección al puente de la Torre. Vimos que varios buques de servicio lo rodeaban y que en su mayoría eran lanchas de la policía fluvial. Una oleada de especulación se extendió entre la muchedumbre.

El barco se acercó al puente, que se mantenía abierto al tránsito. Un hombre situado cerca de mí tenía unos pequeños gemelos y nos dijo que estaban apartando a los peatones que cruzaban el puente y cerrando éste al tráfico rodado. Pocos segundos más tarde, el puente se abrió justo a tiempo para que el barco lo cruzara.

Escuché sirenas cerca del lugar. Me volví y vi que cuatro o cinco coches de la policía habían llegado hasta el puente de Londres. Sus ocupantes continuaron en el interior, aunque dejando que las luces azuladas lanzaran destellos sobre los tejados. El barco se aproximaba a nosotros.

Observamos que varios hombres de las pequeñas lanchas que rodeaban el barco estaban hablando con los tripulantes por medio de megáfonos. No entendíamos lo que decían, el sonido nos llegaba a través del agua con resonancias metálicas. Hubo un silencio raro en el puente cuando la policía cerró sus dos extremos al tráfico. Un hombre de la policía montada circulaba de un lado a otro ordenando que abandonáramos el puente. Sólo algunos obedecieron.

El barco se encontraba entonces a menos de cincuenta metros de nosotros y se podía ver que sus cubiertas se hallaban repletas de gente, con muchas personas echadas en el suelo. Dos de las lanchas policiales habían llegado al puente de Londres y viraron hacia el barco. Desde una de ellas, un policía que llevaba un megáfono gritó al capitán del buque que parara las máquinas y se sometiera a una patrulla de abordaje.

No hubo reconocimiento por parte del barco, que siguió navegando hacia el puente, aunque muchas personas de las cubiertas contestaron a gritos a la policía, incapaces de hacerse entender.

La proa del buque pasó por debajo de un arco del puente a quince metros de donde yo me encontraba. Miré hacia abajo. Las cubiertas estaban repletas de gente hasta las barandillas. No tuve más tiempo de examinar a los ocupantes puesto que la superestructura del centro del barco chocó con el parapeto del puente. Fue una colisión lenta, un roce sostenido que produjo un desagradable ruido de metal que rasguña piedra. Observé el pintado del buque y su superestructura, que se encontraban sucios y oxidados, con muchas hojas de vidrio iotas en las portillas.

Contemplé el río y vi que las lanchas policiales y dos remolcadores portuarios habían arremetido contra el casco de la vieja nave y trataban de dirigir su popa hacia la margen de hormigón del nuevo muelle. El humo negro que seguía saliendo por la chimenea y la espuma de color crema que brotaba junto a la popa indicaban que los motores del barco seguían en funcionamiento. Mientras los remolcadores progresaban con sus topetazos al buque en dirección a la orilla, la superestructura metálica rozó el puente y chocó con él una y otra vez.

Observé la actividad del barco, en las cubiertas y en el interior. La gente que estaba a bordo se movía hacia la popa. Muchos de ellos caían en la carrera. La popa golpeó el muelle de hormigón y en ese instante desembarcaron los primeros hombres.

El buque quedó firmemente encajado entre la orilla y el puente, con la proa todavía bajo el arco, la superestructura contra el parapeto y la popa desbordante en el muelle. Un remolcador dio la vuelta en dirección al puente para asegurarse de que el barco no girara y regresara al río mientras no detuviera sus máquinas. Cuatro lanchas de la policía se hallaban por entonces junto al lado de babor del buque y sobre las cubiertas se lanzaron cuerdas y escalas de cuerdas con arreos. Los pasajeros, que estaban abandonando el barco, no se esforzaron por retirarlas, y cuando la primera escala fue asegurada, la policía y oficiales aduaneros empezaron a trepar por ella.