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En el puente, nuestro interés se centró en las personas que salían del barco: los africanos estaban desembarcando.

Los contemplábamos con una mezcla de horror y fascinación. Había hombres, mujeres y niños. La mayoría, si no todos, en avanzado estado de inanición; brazos y piernas esqueléticos, estómagos hinchados, huesudas cabezas con ojos conspicuos, pechos lisos como el papel en las mujeres, rostros acusantes en todos ellos. Muchos iban desnudos o casi desnudos. Numerosos niños no podían andar. Los que nadie iba a recoger fueron dejados en el barco.

Una puerta metálica se abrió desde dentro en la banda del buque y una pasarela fue extendida hasta el muelle por encima de la franja de agua. De las cubiertas inferiores salieron más africanos. Algunos caían al tocar tierra firme, otros avanzaron hacia el edificio del muelle y desaparecieron en su interior o a sus lados. Ninguno alzó los ojos para mirar a los que estábamos en el puente o se volvió para contemplar a sus compañeros que aún estaban por abandonar el barco.

Aguardamos y observamos. No parecía haber límite para el número de personas a bordo.

Con el tiempo las cubiertas superiores fueron quedando despejadas, mas desde las inferiores seguía desembarcando gente. Traté de contar el número de personas que yacían sobre cubierta, muertas o inconscientes. Al llegar a cien dejé la cuenta.

Los hombres que habían subido a bordo se las arreglaron finalmente para detener las máquinas y el buque quedó amarrado al muelle. Numerosas ambulancias habían llegado al desembarcadero y las personas que más sufrían fueron metidas dentro y alejadas del lugar.

Pero cientos más abandonaron a pie el muelle, se alejaron del río y entraron en las calles de la ciudad, cuyos habitantes nada sabían aún de lo acontecido en el Támesis. Me enteré después que la policía y las autoridades fluviales habían encontrado más de setecientos cadáveres en el buque, en su mayoría niños. Las autoridades sanitarias respondieron de otros cuatro mil quinientos sobrevivientes que fueron llevados a hospitales o centros de urgencia. No existía forma de contar a los restantes, pero en una ocasión escuché que el número estimado era de unas tres mil personas, las cuales salieron del barco y trataron de sobrevivir por sí solas.

Poco después de que el buque fuera asegurado, la policía nos apartó del puente con la advertencia de que su estructura era considerada insegura. El día siguiente, empero, fue abierto de nuevo al tráfico.

El hecho que yo había presenciado fue conocido con el tiempo como el primero de los desembarcos africanos.

Un coche policial que merodeaba por allí nos hizo señas para que nos detuviéramos e inquirió bastantes detalles acerca de nuestro destino y las circunstancias que habían rodeado nuestra partida. Isobel trató de explicar la invasión de la calle de al lado y el peligro inminente y constante en que se había hallado nuestro hogar.

Mientras esperábamos el permiso para proseguir, Sally se esforzó en calmar a Isobel, que estaba sumida en un torrente de lágrimas. Yo no quería que eso me afectara. Al mismo tiempo que comprendía perfectamente sus sentimientos y me daba cuenta de que verse desposeído de tal manera no es un trastorno despreciable, había experimentado durante los últimos meses la falta de fortaleza de Isobel. Nuestra situación se había vuelto incomprensiblemente delicada mientras yo estuve trabajando en la empresa de tejidos, pero en comparación con la de algunos de mis antiguos colegas del colegio, era relativamente estable. Había hecho todo lo posible por ser cordial y paciente con Isobel, mas sólo había logrado revivir viejas diferencias.

El policía regresó a nuestro coche al cabo de unos momentos y nos informó que podíamos continuar, a condición de que nos dirigiéramos hacia el campamento de las Naciones Unidas en Horsenden Hill, Middlesex. Nuestro destino original había sido la casa de los padres de Isobel, en Bristol.

El policía nos dijo que no era aconsejable que los civiles efectuaran trayectos muy largos a través de la campiña después del anochecer. Habíamos pasado buena parte de la tarde circulando por los suburbios de Londres en un intento por encontrar un garaje que nos vendiera suficiente gasolina no sólo para llenar el depósito del coche sino también las tres latas de veinte litros que yo llevaba en el portaequipajes; el caso es que ya empezaba a oscurecer, y los tres teníamos hambre.

Conduje por Western Avenue hacia Alperton, tras haber hecho un largo desvío a lo largo de Kensington, Fulham y Hammersmith para evitar las barricadas de los enclaves africanos de Notting Hill y North Kensington. La misma carretera principal estaba despejada de obstrucciones, pero de todos modos vimos que varias rutas secundarias y una o dos principales subsidiarias que cruzaban a intervalos la nuestra se hallaban provistas de barricadas atendidas por civiles armados. En Hanger Lane dejamos Western Avenue y entramos en Alperton por la ruta que nos habían señalado. En varios puntos vimos vehículos policiales, varias decenas de policías uniformados y numerosos milicianos de las Naciones Unidas.

En la entrada del campamento fuimos detenidos e interrogados de nuevo, pero ya no nos sorprendía. En particular, nos pidieron muchos detalles sobre los motivos por los que habíamos abandonado nuestro hogar y qué precauciones habíamos tomado para protegerlo mientras estuviéramos fuera.

Les contesté que la calle en que vivíamos había sido obstruida con una barricada, que habíamos cerrado todas las puertas de la casa y llevábamos encima las llaves, y que el ejército y la policía vigilaban en las cercanías. Mientras yo hablaba, uno de los interrogadores escribía en un pequeño cuaderno de notas. Se nos obligó a facilitar nuestra dirección completa y los nombres de los ocupantes de las barricadas. Aguardamos en el coche mientras transmitían la información por teléfono. Al final nos ordenaron aparcar el automóvil en un espacio situado justo al otro lado de la entrada y llevar nuestras pertenencias a pie hasta el principal centro de recepción.

Los edificios estaban más lejos de la entrada de lo que habíamos previsto. Guando los encontramos, en cierto modo nos sorprendió descubrir que en su mayoría eran frágiles barracas prefabricadas. Delante de una de ellas había un tablero pintado, escrito en varias lenguas diferentes e iluminado por un reflector. El letrero indicaba que nos separáramos: los hombres debían dirigirse a una barraca llamada D Central y las mujeres y los niños tenían que entrar en la que estábamos.

—Supongo que nos veremos después —dije a Isobel.

Se acercó y me dio un beso ligero. Besé a Sally. Las dos entraron en la barraca. Quedé solo con la maleta.

Seguí las indicaciones y encontré D Central. En el interior me pidieron que entregara la maleta para que fuera revisada y que me desnudara. Así lo hice y se llevaron de allí mi ropa y mi maleta. Luego me ordenaron que pasara por una ducha de agua caliente y me restregara hasta quedar limpio. Obedecí aun cuando me había bañado la noche anterior, pues comprendí que con ello se procuraba minimizar los riesgos sanitarios.

Al salir me entregaron una toalla y ropas muy toscas. Pregunté si podía disponer de nuevo de mi vestimenta. Se negaron, pero me aseguraron que más tarde tendría mi pijama.

Una vez vestido, fui introducido en una sala ordinaria que estaba llena de hombres. La proporción de blancos y negros era casi idéntica. Intenté no revelar mi sorpresa.

Estaban sentados en diversos bancos, comían, fumaban y charlaban. Se me ordenó coger un cuenco de comida de la ventanilla de servicio y, pese a que ello no satisfizo mi hambre, me dijeron que me darían más comida si la solicitaba. Al mismo tiempo me enteré de que en la ventanilla se conseguía también tabaco, y recogí un paquete de veinte cigarrillos.

Pensé en Isobel y Sally y supuse que estarían recibiendo un trato similar en alguna otra parte. Mi única esperanza era que nos pudiéramos reunir antes de ir a dormir.