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El lavabo funcionaba perfectamente y lo utilicé. Después advertí que un armario del cuarto de baño, colgado de la pared, aún tenía intacto su espejo, y ello me dio una idea. Lo arranqué haciendo palanca y con el instrumento para cortar vidrio, lo dividí en largas franjas triangulares. Me las arreglé para cortar siete de tales franjas del grueso vidrio; moldeé las puntas hasta dejarlas tan afiladas como me fue posible, sangrando dos veces en el proceso. Con una piel de gamuza que saqué de mi mochila hice empuñaduras para las dagas, enrollando las tiras en torno a los extremos más gruesos.

Probé una de las nuevas dagas, blandiéndola experimentalmente en el aire; era un arma mortífera, pero difícil de manejar. Debía idear algún método que permitiera esgrimir las dagas de manera conveniente, estaba el peligro de que las armas resbalaran y… Formé un solo bulto con las siete nuevas dagas y me dispuse a envolverlas en un trozo de arpillera, de forma que pudiera llevarlas a los otros. Mientras hacía esto noté que uno de los fragmentos tenía una diminuta grieta en el vidrio, cerca de la empuñadura. Comprendí que se podía astillar con facilidad y quizás herir la mano de la persona que la usara… La deseché.

Estaba preparado para volver con Lateef y los demás. Anochecía, por lo que aguardé a que se hiciera oscuro. El crepúsculo fue más breve de lo normal debido a la lobreguez de la atmósfera y las nubes bajas. Cuando creí que ya era prudente moverse, recogí mis pertenencias e inicié la vuelta al campamento.

El tiempo que pasé junto a la costa ejerció un efecto extrañamente sedante en mi persona y pensé que sería una buena política estar más días allí en lo futuro. Decidí sugerirlo a Lateef.

Me estaba ocultando en lo alto de un pajar porque mi hermano mayor me había dicho que el demonio me cogería. Yo tenía siete años. De haber sido mayor habría podido racionalizar los temores que me embargaban. Eran amorfos, excepto por la clara imagen de cierto ser monstruoso de piel negra dispuesto a atraparme.

Me agazapé en lo alto del pajar, metido en mi agujero particular que nadie conocía. Cuando el granjero apiló las balas de paja se formó una pequeña cavidad entre tres de ellas y el techo.

La confortante seguridad subjetiva del escondrijo restauró mi confianza y algún tiempo después mis temores fueron disminuyendo; me veía envuelto en una fantasía juvenil en la que intervenían aviones y armas. Cuando escuché un crujido en la paja de abajo mis primeros pensamientos de pánico fueron sobre el demonio. El terror me dejó petrificado mientras los crujidos continuaban. Al fin, hice acopio de valor para arrastrarme tan silenciosamente como me fue posible hasta el borde de mi escondite y mirar hacia abajo.

En la paja suelta del suelo, detrás de las balas, yacían abrazados un chico y una chica; él estaba encima de ella, que tenía los ojos cerrados. No supe qué hacían. Al cabo de un rato, el chico se apartó un poco y ayudó a la chica a quitarse la ropa. Me pareció que ella no deseaba en realidad que él hiciera tal cosa, pero sólo se resistió un poco. Se tumbaron otra vez y después de un breve período fue ella la que le ayudó a él a desnudarse. Me quedé muy quieto y silencioso, no deseaba variar de posición. Cuando ambos estuvieron desnudos, él se puso encima de ella otra vez y comenzaron a hacer ruidos con sus gargantas. Los ojos de la chica seguían cerrados, aunque los párpados aleteaban de tanto en tanto. Recuerdo muy poco de mis impresiones durante la escena; sé que me extrañó que una mujer pudiera abrir tanto sus piernas, ya que todas las mujeres con las que había mantenido contacto (mi madre y mis tías) parecían incapaces de separar sus rodillas más de unos cuantos centímetros. Unos minutos más y la pareja dejó de moverse, y se quedaron juntos en silencio. Sólo entonces los ojos de la chica se abrieron adecuadamente y me miraron.

Muchos años después mi hermano mayor estuvo entre los primeros soldados nacionales británicos que murieron en acción contra los africanos.

Las palabras del oficial del campamento de las Naciones Unidas vinieron a mi mente mientras conducía a lo largo de la Carretera Circular del Norte. La radio había confirmado que el gabinete de emergencia de Tregarth había ofrecido una amnistía, pero también daba a entender que los dirigentes de los africanos no estaban respondiendo de un modo totalmente favorable.

Una posibilidad era que ellos no confiaran en Tregarth. En varias ocasiones pasadas, Tregarth había iniciado reformas sociales que iban en contra de los africanos y no existía razón alguna para que, ahora que los negros ejercían cierto dominio en el aspecto militar, el primer ministro se comprometiera con ellos de una forma perjudicial para su administración. Con una fisura establecida en las fuerzas armadas, y otra que se barruntaba en la policía, no daría resultado cualquier política de pacificación que fuera de alguna manera sospechosa.

Se estimaba que ya se había separado más del veinticinco por ciento del ejército y puesto a disposición de los dirigentes africanos de Yorkshire, y que tres escuadrones de la RAF habían variado su lealtad de manera similar hasta la fecha.

En un programa posterior escuchamos a un grupo de expertos que especularon en torno a que la opinión pública favorable a los africanos estaba menguando y que Tregarth y su gabinete emprenderían más acción militante.

El único signo externo que pudimos discernir sobre los hechos que se estaban produciendo fue que el tráfico resultaba anormalmente ligero. Fuimos detenidos varias veces por patrullas de la policía, pero nos habíamos acostumbrado a ello en los últimos meses y le dimos poca importancia. Habíamos aprendido las respuestas apropiadas a exponer en el interrogatorio, de modo que nuestras explicaciones fueran consistentes.

Me tranquilizó advertir que muchos de los policías que encontrábamos pertenecían a la fuerza especial de la reserva civil. Circulaban sin cesar relatos que describían diversas atrocidades; en particular, rumores de que individuos negros eran detenidos sin la oportuna orden y liberados sólo después de sufrir experiencias de violencia personal. Por otra parte, los blancos eran sometidos a vejamen si se comprobaba o tan sólo sospechaba que estuvieran involucrados en actividades africanas. La situación global con relación a la policía era confusa e inconsistente en esta época y yo por lo menos creía que no sería tan malo que la fuerza se dividiera formalmente.

Justo al oeste de Finchley me vi obligado a frenar y llenar de nuevo el depósito de gasolina. Mi intención había sido usar parte del combustible que había ahorrado como reserva, pero descubrí que dos de las latas habían sido vaciadas durante la noche. Así pues, no tuve más remedio que agotar todas mis reservas. No dije nada de esto a Isobel y Sally porque supuse que podría repostar tarde o temprano, aun cuando ninguno de los garajes por los que habíamos pasado aquel día estaba abierto.

Mientras yo estaba vertiendo la gasolina en el depósito, salió un hombre de un edificio cercano, armado con una pistola, y me acusó de ser simpatizante de los africanos. Le pregunté en qué basaba su sospecha y me dijo que nadie conduciría un coche en estos tiempos sin el apoyo de una u otra facción política. Informé de este incidente en el siguiente control policial y me dijeron que lo ignorara.

Conforme fuimos acercándonos a nuestra casa, los tres reflejamos en nuestro comportamiento las aprensiones que sentíamos. Sally no dejaba de moverse y decir que quería ir al lavabo. Isobel fumaba un cigarrillo detrás de otro y me hablaba con irritación. Y yo continuamente aumentaba sin darme cuenta la velocidad del coche, pese a que sabía que era aconsejable la prudencia y la marcha a velocidad baja.

Para aliviar la tensión entre nosotros respondí a las peticiones de Sally y detuve el coche junto a un urinario público a unos dos kilómetros de donde vivíamos, y mientras Isobel la acompañaba aproveché la oportunidad para poner la radio del automóvil y escuchar un boletín de noticias.