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Cuando Isobel y Sally volvieron al coche, mi mujer me dijo:

—¿Qué haremos si no es posible entrar en la calle?

Acababa de dar voz al miedo que a ninguno de nosotros le había gustado expresar.

—Estoy seguro de que Nicholson se dejará convencer —dije.

—¿Y si no lo hace?

Yo no tenía respuesta.

—Acabo de escuchar la radio —dije—. Parece que los africanos han aceptado finalmente los términos de la amnistía, pero que proseguía la ocupación de casas vacías.

—¿Qué entienden por vacías?

—No me gusta pensarlo.

—Papá —dijo Sally a nuestras espaldas—, ¿estamos cerca de casa, verdad?

—Sí, cariño —dijo Isobel.

Puse en marcha el motor y nos fuimos de allí. Llegamos al extremo de nuestra calle pocos minutos más tarde. Los vehículos de la policía y el ejército se habían ido, pero la barricada de alambre de púas continuaba allí. Al otro lado de la calle principal había una cámara de televisión operada por dos hombres subidos en una camioneta color azul oscuro. Gruesas hojas de vidrio protegían el aparato por delante y a los lados.

Detuve el coche a cinco metros de la barricada, pero dejé el motor en funcionamiento. Parecía que no había nadie cerca de la barricada. Toqué la bocina y lamenté mi acción un instante después. Cinco hombres surgieron del edificio más cercano y se dirigieron hacia nosotros con rifles en las manos.

Eran africanos.

—Oh, Dios mío —dije en voz baja.

—Alan, ve y habla con ellos. ¡Quizá no usen nuestra casa! Hubo un matiz de histeria en su voz. Indeciso, me quedé sentado y observé a los hombres. Se alinearon junto a la barricada y nos contemplaron sin expresión. Isobel volvió a apremiarme y entonces yo salí del automóvil y caminé hacia los africanos.

—Vivo en el número cuarenta y siete —dije—. Por favor, ¿es posible que pasemos a nuestra casa? —como no contestaron y continuaron observando, concluí, explícito—: Mi hija está enferma. Debemos acostarla.

Siguieron con la mirada fija.

Me volví hacia los de la cámara y grité:

—¿Pueden decirme si han dejado entrar a alguien hoy?

Ninguno de ellos respondió, aunque el hombre que apuntaba el micrófono en dirección a nosotros bajó los ojos hacia su equipo y ajustó un botón.

Me encaré de nuevo con los africanos.

—¿Hablan inglés? —pregunté—. Debemos entrar en nuestra casa.

Hubo un largo silencio y después uno de los hombres dijo con énfasis:

—¡Largo de aquí!

Levantó su rifle.

Regresé al coche, lo puse en marcha y aceleré para dar la vuelta en la desierta calle describiendo un amplio giro en forma de U. Al pasar junto a la cámara de televisión, el africano disparó su rifle y nuestro parabrisas se rajó y quedó opaco. Lo golpeé con mi antebrazo y se produjo una rociada de fragmentos de vidrio. Isobel chilló y cayó hacia un lado, la cabeza cubierta con los brazos. Sally se levantó del asiento trasero, rodeó mi cuello con sus brazos y gritó de modo incoherente en mi oído.

Reduje un poco la velocidad después de recorrer cien metros y me eché hacia adelante en mi asiento para liberarme del abrazo de Sally. Miré por el retrovisor y vi que el operador de la cámara había girado el instrumento para seguir nuestra huida a lo largo de la calle.

Me hallaba con muchos otros en la playa de Brighton. Estabamos contemplando el viejo buque que navegaba por el canal, inclinado a babor en un ángulo que, según los periódicos, era de veinte grados. Estaba a kilómetro y medio de la costa, surcando las agitadas aguas con dificultad. Las lanchas de salvamento de Hove, Brighton y Shoreham se mantenían en las cercanías en espera de confirmación radiofónica para remolcar la embarcación. Mientras tanto, los que nos encontrábamos en tierra contemplábamos su posible hundimiento; algunas personas habían recorrido muchos kilómetros para presenciar el espectáculo.

Llegué hasta el grupo principal sin toparme con patrullas y, en cuanto lo consideré prudente, me acerqué a Lateef y le entregué las dagas de vidrio. No dijo nada respecto a los otros hombres que habían estado saqueando, ni si habían tenido éxito o no.

Observó las dagas de manera crítica, pero fue incapaz de ocultar su envidiosa admiración por mi iniciativa. Cogió una con su mano derecha, la sopesó, la levantó y trató de meterla en su cinto. Su enojo habitual aumentó. Yo quería excusarme por la crudeza de las armas, explicar la escasez de materiales apropiados para fabricar armamentos, pero seguí en silencio porque sabía que él era consciente de ello.

Su crítica a mi tarea manual fue política, no práctica.

Más tarde le vi desembarazarse de mis dagas. Decidí no mencionar las bombas incendiarias.

Conforme fui pasando la adolescencia experimenté, como es normal en la mayoría de los muchachos, numerosas y asombrosas etapas de desarrollo hacia la sexualidad completa.

Cerca de donde yo vivía había un gran solar repleto de materiales para la construcción que las excavadoras habían dividido en moldes de tierra desnuda. Tenía entendido que en otra época se había programado utilizarlo, pero el programa se retrasó por razones desconocidas para mí. En consecuencia, la zona ofrecía un lugar de juego ideal para mí y mis amigos. Aunque oficialmente se nos prohibía jugar allí, los centenares de escondites nos permitían evadir las diversas formas de autoridad, tales como la manifestada por padres, vecinos y policía local.

Durante este período yo dudaba respecto a si debía condescender con tales actividades infantiles. Mi hermano mayor había obtenido una plaza en una buena universidad y se hallaba a medio camino de completar su primer año allí. Mi hermano menor iba a la misma escuela que yo y, según el decir general, alcanzaba más éxito que yo a su edad. Sabía que si deseaba emular los logros de mi hermano menor, debería aplicarme a los estudios con más resolución, pero mi mente y mi cuerpo estaban ocupados por un desasosiego incontrolable y en numerosas ocasiones me encontraba en el solar con muchachos que no sólo eran uno o dos años más jóvenes que yo sino que además asistían a escuelas distintas.

Siempre había tenido la impresión de que los otros chicos estaban más avanzados en su forma de pensar que yo. Constantemente eran ellos los que sugerían qué deberíamos hacer y yo el que les seguía. Cualquier iniciativa para desarrollar una actividad nueva venía de otro y yo solía encontrarme entre los últimos en aceptarla. Así, mis pasatiempos de aquella época me resultaban secundarios y no me proporcionaban emoción real alguna.

En un limbo entre lo que hacía y lo que debería estar haciendo, ninguna de las dos cosas era bien ejecutada.

En consecuencia, cuando dos o tres de las chicas de por allí se unieron a nosotros alguna que otra tarde, fui lento en apreciar la sutilidad con que su presencia afectaba la conducta de los demás muchachos.

Por casualidad, ya conocía a una de esas chicas. Sus padres y los míos eran amigos y habíamos pasado varias tardes en mutua compañía. Empero, mi relación con ella hasta aquel momento había sido platónica y superficiaclass="underline" no había reaccionado a su presencia de modo sexual. Cuando ella y sus amigas aparecieron por primera vez en el solar, no exploté esta pequeña ventaja que tenía sobre los demás chicos. Al contrario, me molestó su presencia, al imaginar vagamente que la noticia de mis actividades llegaría hasta mis padres.

La primera tarde que ellas estuvieron con nosotros resultó embarazosa y perturbadora. La conversación se convirtió en una burla absurda y trivial, con las chicas que fingían desinterés por nosotros y yo y los otros chicos en la pretensión de ignorarlas. Esto marcó la pauta de los siguientes encuentros.

Dio la casualidad de que salí fuera con mis padres en unas breves vacaciones y, a mi regreso, descubrí que la relación con las chicas había entrado en una fase más física. Algunos de mis amigos tenían escopetas de aire comprimido y las utilizaban para impresionar a las chicas con su puntería. Había un exceso de fingida hostilidad y a veces nos enzarzábamos en peleas con ellas.