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Galápagos

Kurt Vonnegut

Minotauro

Título originaclass="underline"

Galápagos

Traducción de Rubén Masera y F. Abelenda

Primera edición: abril de 1988

© Kurt Vonnegut, 1985

© Ediciones Minotauro, 1987

Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona

Tel. 239 51 05'

ISBN: 84-450-7071-1

Depósito legaclass="underline" B. 27-1988

Impreso por Romanyá/Valls

Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)

Impreso en España

Prínted In Spain

Scan: Abogada Soltera

OCR y Corrección: Jota

Febrero de 2004

En memoria de Hillis L. Howie

(1903-1982), naturalista aficionado.

Un buen hombre que

nos llevó a mi y a mi mejor amigo Ben Hitz

y a algunos otros muchachos

al Salvaje Oeste americano

desde Indianapolis, Indiana,

en el verano de 1938.

 

 

El señor Howie nos presentó a los verdaderos indios

y nos hacía dormir al aire libre cada noche

y enterrar nuestra mierda,

y nos enseñó a cabalgar

y nos dijo el nombre de muchas plantas

y animales,

y lo que tenían que hacer para mantenerse vivos

y reproducirse.

 

 

Una noche el señor Howie por poco no nos mata de miedo,

a propósito,

aullando como un gato montes.

Un verdadero gato montes le contestó desde lejos.

A pesar de todo, sigo creyendo que la gente

es realmente buena en el fondo.

Anne Frank (1929-1944)

LIBRO PRIMERO

La cosa fue así

1

La cosa fue así:

Hace un millón de años, en 1986 d. C, Guayaquil era el principal puerto marítimo de la pequeña democracia sudamericana de Ecuador, cuya capital era Quito, en lo alto de la cordillera de los Andes. Guayaquil estaba situada a tres grados al sur del ecuador, la cintura imaginaria del planeta de la que el país tomó el nombre. Hacía siempre mucho calor allí, y también mucha humedad, porque la ciudad se levantaba en las calmas ecuatoriales sobre un marjal esponjoso en el que se mezclaban las aguas de varios ríos que bajaban de las montañas.

Este puerto marítimo se encontraba a varios kilómetros del mar abierto. Balsas de materia vegetal a menudo atascaban las aguas turbias, ocultando pilotes y ancladeros.

Los seres humanos tenían entonces el cerebro mucho más grande que ahora, de modo que cualquier misterio podía seducirlos. En 1986 uno de esos misterios era cómo unas criaturas que no podían nadar grandes distancias habían llegado a las Islas Galápagos, un archipiélago de picos volcánicos al oeste de Guayaquil, separado del continente por un millar de kilómetros de aguas muy profundas, y muy frías, que venían del Antártico. Cuando los seres humanos descubrieron estas islas, ya había allí salamanquesas e iguanas, ratas de campo y lagartos gigantes, arañas, hormigas, escarabajos, garrapatas y ácaros, para no mencionar las enormes tortugas de tierra.

¿Qué medio de transporte habían utilizado?

Mucha gente consiguió satisfacer sus voluminosos cerebros con esta respuesta: llegaron en balsas naturales.

Otros sostuvieron que esas balsas se inundaban y se pudrían hasta deshacerse tan de prisa que nadie había visto ninguna lejos de tierra firme y que la corriente entre las islas y el continente habría arrastrado a esas rústicas embarcaciones hacia el norte y no hacia el oeste.

O afirmaron que esas torpes criaturas terrestres se habían trasladado con pies secos por un puente natural o habían nadado cortas distancias entre unos vados que desde entonces habían desaparecido bajo las olas. Pero los científicos, con la ayuda de sus voluminosos cerebros y sus astutos instrumentos, habían trazado mapas del suelo oceánico en 1986. No había huellas, dijeron, de ninguna masa de tierra intermedia.

Otra gente de esa era de grandes cerebros y fantasioso pensamiento afirmó que las islas habían sido parte del continente, y se habían separado luego por alguna estupenda catástrofe.

Pero las islas no tenían aspecto de haberse separado de nada. Eran evidentemente jóvenes volcanes, vomitados allí mismo. Muchas de ellas eran tan recién nacidas que podía esperarse que estallaran de nuevo de un momento a otro. En 1986 ni siquiera había allí mucho coral, y por tanto no había tampoco lagunas azules y playas blancas, amenidades que muchos seres humanos consideraban un pregusto de una ideal vida postrera.

Un millón de años después, tienen playas blancas y lagunas azules. Pero en los comienzos de esta historia, eran todavía montes y bóvedas y conos espirales de lava, feos, frágiles y abrasivos, cuyas grietas y pozos y cuencos y valles no contenían tierra fértil ni agua dulce, sino una muy fina y muy seca ceniza volcánica.

Otra teoría de entonces era que Dios Todopoderoso había creado a todas esas criaturas donde los exploradores las habían encontrado, y que por lo tanto no habían necesitado medios de transporte.

Otra teoría sostenía que habían bajado a la costa de dos en dos por la planchada del arca de Noé.

Si hubo en verdad un arca de Noé, y pudo haberla habido, podría titular mi historia «Una segunda arca de Noé».

2

Hace un millón de años no era un misterio que un americano de treinta y cinco años llamado James Wait, que no era capaz de nadar una brazada, tuviera intención de ir desde el continente sudamericano a las Islas Galápagos. Por cierto no iría sentado en una balsa de materia vegetal, esperando lo mejor. Acababa de comprar un billete en su hotel del centro de Guayaquil para un crucero de dos semanas en el que sería el viaje inaugural de un nuevo barco de pasajeros llamado Bahía de Darwin1 . El primer viaje a las Galápagos del barco, que lucía la bandera ecuatoriana, había sido anunciado y durante todo el año anterior como «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza».

Wait viajaba solo. Era prematuramente calvo y regordete, tenía el mal color de una corteza de pastel barato, y llevaba gafas, de modo que podía afirmar que estaba en la cincuentena, si esta plausible afirmación pudiera reportarle algún provecho. Tenía la intención de parecer inofensivo y tímido.

Era en ese momento el único cliente en el bar del Hotel El Dorado, en la amplia calle Diez de Agosto, donde había alquilado una habitación. Y el camarero a cargo del bar, un descendiente de veinte años de orgullosos nobles incaicos, llamado Jesús Ortiz, tuvo la impresión de que alguna temible injusticia o alguna tragedia habían quebrantado el espíritu de este hombre descolorido y solitario que se decía canadiense. Wait quería que todos los que lo vieran tuviesen esa impresión.

Jesús Ortiz, una de las personas más agradables de esta historia mía, compadecía más que despreciaba a este turista solitario. Le parecía triste, como Wait había deseado, que este hombre se hubiera vaciado los bolsillos en la boutique del hotel comprando un sombrero de paja, unas sandalias de cuerda, pantalones cortos de color amarillo y una camisa de algodón azul, blanca y púrpura, que llevaba en ese momento.