Los Hiroguchi, por ejemplo, cuyos susurros Mary había oído a través del fondo del ropero, estaban cambiando de opinión acerca de sí mismos, de lo que cada uno pensaba del otro, y del amor, el sexo, el trabajo y el mundo, con la velocidad del rayo.
En un segundo Hisako pensaba que su marido era un estúpido y que ella tendría que cuidar de sí misma y de su feto de sexo femenino. Pero luego, en el segundo siguiente, se le ocurría que él era tan brillante como todos decían que era, y que ella podía dejar de preocuparse, que él los libraría de aquella embarazosa situación con facilidad y prontitud.
En un segundo *Zenji maldecía interiormente la invalidez de Hisako, porque ella era un peso tan muerto, y en el siguiente se juraba a sí mismo que si era necesario moriría por esta diosa y su hija nonata.
¿De qué podía servir semejante volatilidad emocional, para no decir locura, en la cabeza de anímales que supuestamente debían vivir juntos el tiempo suficiente como para criar un ser humano cuando menos, lo cual exigía unos catorce años?
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*Zenji se descubrió diciendo en medio de un silencio: —Hay algo más que te inquieta. —Quería decir que algo más personal que la general situación embarazosa en que se encontraba estaba atormentándola, y que había venido atormentándola desde hacía bastante tiempo.
—No —dijo ella. Esa era otra cualidad de esos cerebros voluminosos: les resultaba tan fácil hacer algo que para Mandarax era imposible: decir una mentira tras otra.
—Algo viene inquietándote desde hace una semana —dijo él—. Confiésalo. Dime de qué se trata.
—No es nada —dijo ella. ¿Quién querría pasarse catorce años con una computadora semejante, cuando no es posible estar seguro de si está diciendo la verdad o no?
Estaban conversando en japonés, y no en el inglés americano de hace un millón de años que vengo empleando para contar esta historia. *Zenji, entre paréntesis, jugaba nerviosamente con Mandarax, pasándoselo de una mano a otra, y sin darse cuenta le había ordenado que tradujese al navajo todo lo que ellos decían.
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—Bueno, si quieres saberlo —dijo Hisako por fin—, en Yucatán yo estaba jugando con Mandarax una tarde en el Omoo —que era el yate de un centenar de metros de *MacIntosh—. Tú buceabas buscando un tesoro hundido.
Esto era una de las cosas que *MacIntosh hacía hacer a *Zenji, aunque *Zenji apenas sabía nadar: bucear con escafandra autónoma a cuarenta metros de profundidad en busca de un galeón español para rescatar bandejas rotas y balas de cañón. *MacIntosh también hacía bucear a su hija ciega, Selena; le ataba la muñeca derecha a su tobillo derecho con una cuerda de nylon de tres metros.
—Descubrí algo por accidente que Mandarax podía hacer, y que tú por algún motivo olvidaste decirme —prosiguió Hisako—. ¿Adivinas qué?
—No —dijo *Zenji. Ahora le tocaba mentir a él.
—Mandarax —dijo ella— es un muy buen maestro del arte del arreglo floral. —Ésa era la profesión de que tanto se enorgullecía, por supuesto. Pero este orgullo había sido gravemente mutilado al descubrir que esa cajita negra no sólo era capaz de enseñar lo que ella enseñaba, sino que podía hacerlo en un millar de lenguas diferentes.
—Pensaba decírtelo. Iba a hacerlo —dijo él. Esa era otra mentira: que ella se enterara de que Mandarax conocía el ikebana era tan improbable como que adivinara la combinación de la bóveda de seguridad de un banco. Ella se había negado de plano a aprender el manejo de Mandarax, y así seguiría hasta el fin de sus días.
Pero ¡por Dios! Ella no había estado jugando con los botones allí en el Omoo, pero, de pronto, Mandarax empezó a decirle que los más hermosos arreglos florales se componían de uno, dos o, cuando mucho, tres elementos. En los arreglos de tres elementos, dijo Mandarax, los tres, o dos de los tres, tienen que ser iguales, pero estos tres nunca han de ser diferentes. Mandarax le indicó las razones ideales entre las alturas de los elementos en los arreglos de más de un elemento, y entre los elementos y los diámetros y las alturas de los cuencos o vasos, o cestos a veces.
El ikebana era tan fácil de codificar como la práctica de la medicina moderna.
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*Zenji Hiroguchi no le había enseñado él mismo ikebana a Mandarax, ni ninguna otra cosa de las que sabía. Esa tarea la había dejado a sus subordinados. El subordinado que le había enseñado ikebana a Mandarax simplemente había conseguido una cinta con la grabación de las famosas clases de Hisako, y la había traspasado a Mandarax.
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*Zenji le contó a Hisako que había hecho que Mandarax aprendiera ikebana como una agradable sorpresa para la señora Onassis, a quien tenía intención de regalar el aparato en la última noche del «Crucero del Siglo». —Lo hice para ella —dijo— porque se dice que es una enamorada de la belleza.
Ocurría que esto era verdad, pero Hisako no lo creyó. Así de mala era la situación en 1986. Ya nadie creía a nadie, tanto era lo que se mentía.
—Oh, sí —dijo Hisako—, estoy segura de que lo hiciste por la señora Onassis y también para honrar a tu esposa. Me has colocado entre los inmortales. —Hablaba de los grandes pensadores a los que Mandarax podía citar.
Se había vuelto maligna ya por entonces, y quería quitarle méritos a su marido tanto como él, pensaba, le había quitado a ella. —Debo de ser espantosamente estúpida —dijo, afirmación que Mandarax tradujo diligentemente al navajo escrito—. Me ha llevado un tiempo imperdonable darme cuenta de cuánta malicia, cuánto desprecio por los demás hay en lo que haces.
»Tú, *doctor Hiroguchi —prosiguió—, crees que nadie sino tú ocupa espacio en este planeta, y nosotros hacemos demasiado ruido, derrochamos los recursos naturales, tenemos demasiados hijos, y dejamos basura a nuestro alrededor. De modo que éste sería un lugar mucho más agradable si los pocos estúpidos servicios que prestamos a los que son como tú quedaran a cargo de las máquinas. Ese maravilloso Mandarax con el que ahora te estás rascando la oreja: ¿qué es sino una excusa que permite a un mezquino egomaníaco no pagar nunca ni agradecer siquiera a cualquier ser humano el conocimiento que pueda tener de lenguas o matemáticas, o medicina, o literatura, o ikebana o cualquier otra cosa?
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He dado ya mi opinión acerca de la causa de la locura de entonces: tener máquinas que hicieran todo lo que los seres humanos hacían, absolutamente todo. Sólo quiero agregar que mi padre, que era escritor de ciencia-ficción, escribió una vez una novela acerca de un hombre del que todo el mundo se reía, porque fabricaba deportistas robots. Creó un golfista robot que hacía todos los hoyos con un solo golpe, un jugador de baloncesto que acertaba cada vez que arrojaba el balón, y un jugador de tenis que conseguía un ace todas las veces, etcétera, etcétera.
Al principio la gente no se daba cuenta de la utilidad que pudiera tener esta clase de robots, y la esposa del inventor lo abandonó, como la mujer de papá abandonó a papá, entre paréntesis, y sus hijos intentaron encerrarlo en un manicomio. Pero entonces comunicó a los anunciadores que los robots también patrocinarían automóviles, cerveza, cuchillas de afeitar, relojes pulsera o lo que fuera. Hizo una fortuna, de acuerdo con mi padre, dado que había tantos entusiastas del deporte que querían ser exactamente como esos robots.
No me preguntéis por qué.
15
*Andrew MacIntosh, entretanto, estaba en la habitación de su hija ciega, esperando a que sonara el teléfono y le diera la buena noticia que luego compartiría con los Hiroguchi. Hablaba un fluido español, y había estado conversando por teléfono toda la tarde con sus oficinas de la isla de Manhattan y con asustados financieros y funcionarios ecuatorianos. Hacía sus negocios en la habitación de su hija porque quería que ella estuviera enterada de lo que ocurría. Eran una pareja muy unida. Selena nunca había conocido madre, pues la suya había muerto mientras la daba a luz.