Wait había tenido un aspecto de considerable dignidad, pensaba Ortiz, cuando llegó desde el aeropuerto vestido con traje de empresario. Pero ahora, y a costa de mucho dinero, se había convertido en un payaso, una caricatura de turista norteamericano en los trópicos.
El rótulo con el precio estaba todavía prendido en el faldón de la crepitante camisa nueva de Wait, y Ortiz, muy cortésmente y en buen ingles, así se lo hizo saber.
—¿Ah? —dijo Wait. Sabía que el rótulo estaba allí y quería que allí se quedara. Pero representó toda una charada en la que se reía embarazosamente de sí mismo, y pareció que iba a arrancar el rótulo. Pero luego, como si lo abrumara algún dolor del que estaba tratando de escapar, dio la impresión de olvidarlo.
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Wait era un pescador y el rótulo con el precio era la carnada, un modo de alentar a los extraños a que le dijeran de alguna manera lo que Ortiz le había dicho: —Disculpe, señor, pero no puedo evitar haber notado...
Wait se había registrado en El Dorado con el nombre de su falso pasaporte canadiense: Williard Flemming. Era un timador de suprema fortuna.
No era un peligro para Ortiz, pero una mujer sin escolta que pareciese tener algún dinero, sin marido ni hijos, correría por cierto un riesgo. Wait hasta el momento había cortejado y desposado a diecisiete mujeres de esas características; y luego les había limpiado los joyeros, las cajas fuertes y las cuentas bancarias, y había desaparecido.
Era tan afortunado en su oficio que se había vuelto millonario, con cuentas de ahorros a nombres diversos en los bancos de toda Norteamérica, y no lo habían arrestado nunca. Que él lo supiera, nadie siquiera intentaba atraparlo. En lo que a la policía concernía, razonaba, él era uno de diecisiete maridos infieles, cada uno con un nombre distinto, en lugar de un único delincuente común cuyo verdadero nombre era James Wait.
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Es difícil creer en nuestros días que la gente haya podido ser tan brillantemente múltiple como James Wait, hasta que me recuerdo a mí mismo que casi todos los seres humanos adultos de ese entonces tenían un cerebro de unos tres kilogramos. Era infinito el número de planes malignos que una máquina pensante de semejante tamaño podía concebir y ejecutar.
De modo que planteo una pregunta, aunque no haya nadie aquí para contestarla: ¿puede haber alguna duda de que los cerebros de tres kilogramos fueron otrora defectos casi fatales en la evolución de la raza humana?.
Una segunda cuestión: ¿cual podía haber sido la causa, salvo nuestro complicado circuito nervioso, de los males que veíamos y oíamos por doquier?
Mi respuesta: no había ninguna otra causa. Éste era un planeta muy inocente, con excepción de esos grandes cerebros.
3
El Hotel El Dorado era un flamante edificio de cinco plantas destinado al turismo y construido con lisos bloques de cemento. Tenía las proporciones y el aire de una biblioteca con frente de cristal, alto y ancho y poco profundo. En cada habitación había un muro de cristal que iba del suelo al techo y miraba a la zona ribereña.
En el pasado el comercio abundaba en esa zona ribereña, y barcos de todo el planeta habían llevado allí carne, granos, verduras y frutas, y vehículos, ropas, maquinarias, objetos domésticos, etcétera, y retiraban, en justo intercambio, café, cacao, azúcar, petróleo, oro y objetos de arte y artesanía indios, todos ellos productos ecuatorianos, incluso sombreros de «Panamá», que siempre habían venido del Ecuador y no de Panamá.
Pero ahora había allí sólo dos barcos mientras James Wait estaba sentado en el bar con un vaso de ron y Coca Cola. No era un bebedor en realidad, pues como vivía de su ingenio no podía permitirse que las delicadas llaves de la gran computadora que tenía en el cerebro entraran en corto circuito por culpa del alcohol. La bebida era un artefacto teatral, como el rótulo del precio en su ridícula camisa.
No estaba en condiciones de juzgar si lo que podía verse en la zona ribereña era normal o no. Hasta dos días antes ni siquiera había oído hablar de Guayaquil, y nunca hasta ahora había estado por debajo del ecuador. Para él, El Dorado no era diferente de los muchos hoteles impersonales que en el pasado había utilizado como refugio y escondite, en Moose Jaw, Saskatchewan, en San Ignacio, México, en Watervliet, Nueva York, etcétera, etcétera.
Había escogido el nombre de la ciudad en que ahora se encontraba en el tablero de llegadas y partidas del Aeropuerto Internacional Kennedy en la ciudad de Nueva York. Acababa de pauperizar y abandonar a su decimoséptima esposa: una viuda de setenta años en Skoie, Illinois, en las afueras de Chicago. Guayaquil le sonó como el último lugar en el que ella pensaría en buscarlo.
Esta mujer era tan fea y estúpida que probablemente nunca debía haber nacido. Y sin embargo, ya había estado casada antes.
Y James Wait tampoco iba a quedarse mucho en El Dorado, pues había comprado un billete en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» al agente de viajes que tenía un despacho en el vestíbulo. El mediodía había quedado atrás y afuera hacía más calor que en las orillas del infierno. No soplaba ni una brisa, pero esto no le importaba porque estaba dentro y el hotel tenía aire acondicionado, y de cualquier modo pronto se habría alejado de allí. Su barco, el Bahía de Darwin, se haría a la mar al mediodía del día siguiente: viernes, 28 de noviembre de 1986, un millón de años atrás.
La bahía de la que recibía el nombre el barco de Wait se abría al sur de la isla de Genovesa en las Galápagos. Wait nunca había oído hablar de las Islas Galápagos. Suponía que se parecerían a Hawai, donde una vez había pasado una luna de miel, o a Guam, donde una vez había estado escondido: con amplias playas blancas y lagunas azules, palmeras mecidas por la brisa y chicas bronceadas como el nogal.
El agente de viajes le había dado un folleto que describía el crucero, pero Wait no lo había mirado todavía. Lo había puesto sobre la barra que tenía delante. El folleto no ocultaba qué aborrecibles eran casi todas las islas, y advertía a los futuros pasajeros lo que el agente de viajes no había advertido a Wait: que era preferible que se encontraran en buenas condiciones físicas y llevaran botas fuertes y ropa ruda, pues a menudo tendrían que vadear aguas bajas para llegar a las costas, y trepar paredes rocosas como una infantería anfibia.
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La bahía de Darwin tenía ese nombre en honor del gran científico inglés Charles Darwin, que había visitado Genovesa y varias islas vecinas durante cinco semanas en 1835, cuando sólo era un mozalbete de veintiséis años, nueve menos de los que Wait tenía ahora. Darwin era entonces el naturalista sin paga a bordo del Beagle, barco de Su Majestad, en una expedición de cartografía que lo llevaría alrededor del mundo y duraría cinco años.
En el folleto sobre el crucero, redactado con la intención de deleitar a los amantes de la naturaleza más que a los buscadores de placer, se reproducía la descripción que hace Darwin de las Islas Galápagos en su primer libro, El viaje del Beagle:
«Nada menos atrayente que la primera impresión. Un campo quebrado de negra lava basáltica arrojada en medio del más agitado oleaje y atravesada por grandes grietas, cubierta en todas partes con arbustos enanos quemados por el sol, y con pocos indicios de vida. La seca y chamuscada superficie, calentada por el sol del mediodía, daba al aire un aspecto lóbrego y oprimente, como el de un horno: nos pareció que aun los arbustos olían mal.»
Continuaba Darwin: «Toda la superficie... parece estar impregnada, como un cedazo, de vapores subterráneos: aquí y allá la lava todavía blanda se extendió en grandes burbujas; y en otras partes las cimas de las cavernas, formadas de modo similar, se derrumbaron hacia adentro, dejando partes circulares con empinadas laderas». Todo esto le recordó vividamente, escribió, «... esas partes de Staffordshire donde son más numerosas las grandes fundiciones de hierro».