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—Es como si hubiéramos preparado un gran cuenco de cristal con ponche de champaña —dijo Donoso— y luego, de un momento a otro, se hubiera convertido en un cubo herrumbroso de nitroglicerina. —Opinaba que, al menos, «el Crucero del Siglo Para el Conocimiento de la Naturaleza» había pospuesto el enfrentamiento del Ecuador con sus insolubles problemas económicos una semana o dos Los gobiernos de Colombia al norte y de Perú al sur y al este habían sido derrocados, y estaban ahora en manos de dictaduras militares. De hecho, los nuevos conductores de Perú, con el fin de distraer a otros cerebros voluminosos de las dificultades con que se enfrentaban, estaban a punto de declarar la guerra a Ecuador.

—Si la señora Onassis fuera allí ahora —dijo Donoso—, la gente !a recibiría como a una libertadora, una hacedora de milagros. Se esperaría de ella que convocara barcos cargados de aumentos a Guayaquil, y que hiciera que los bombarderos de los Estados Unidos arrojaran paracaídas con cereales, leche y fruta fresca para ¡os niños.

Nadie espera en la actualidad, tengo que decirlo, ser liberado de nada una vez que ha cumplido los nueve meses. Eso es cuanto dura la infancia humana en nuestros días.

Yo mismo fui liberado de la locura y el abandono a los diez años, cuando mi madre nos dejó a mi padre y a mí. Después de eso, estuve solo. Mary Hepburn no se independizó de sus padres hasta que se graduó en la universidad a los veintidós años. Los padres de Adolf von Kleist, el capitán del Bahía de Darwin, liberaron regularmente a su hijo de deudas de Juego, multas por conducir en estado de embriaguez, agresión, resistencia al arresto, vandalismo, etcétera, hasta los veintiséis años, cuando el padre contrajo el corea de Huntington y asesinó a la madre. Sólo entonces empezó a sentir Adolf von Kleist que era responsable de lo que hacía.

En la época en que la niñez era a menudo tan prolongada, no es raro que mucha gente tuviera el hábito de creer durante toda la vida, aun después de desaparecidos los padres, que alguien estaba siempre protegiéndolos, Dios o un santo, o un ángel guardián, o las estrellas o lo que fuere.

La gente de hoy no tiene esas ilusiones. Aprende muy temprano qué clase de mundo es éste realmente, y es por cierto muy raro el adulto que no haya visto a un hermano o pariente devorado vivo por una ballena asesina o un tiburón.

Hace un millón de años se discutía con ardor si estaba bien o mal que la gente utilizara medios mecánicos para impedir que el esperma llegara al óvulo, o desalojar los óvulos fertilizados del útero para que el número de habitantes del planeta no excediera la reserva de alimentos.

Ese problema se resuelve en la actualidad sin que nadie tenga que hacer nada antinatural. Las ballenas asesinas y los tiburones mantienen el número de la población humana en una cifra decente y adecuada, y nadie se muere de hambre.

Mary Hepburn no sólo enseñaba biología general en la escuela secundaría de Ilium; dictaba además un curso sobre sexualidad humana. Esto hacía necesario que describiera varios medios de control de la natalidad, que ella misma jamás empleaba, pues su marido era el único amante que había conocido, y ella y Roy siempre habían querido tener hijos.

Ella, que nunca había quedado encinta a pesar de años de intimidad sexual con Roy, tenía que advertir a sus alumnos qué fácil es que una hembra humana quede encinta luego del más pasajero contacto, aparentemente sin consecuencias, con un macho de la misma especie. Y al cabo de algunos años de venir dictando el curso, la mayor parte de las historias admonitorias que contaba se referían a alumnos que ella misma había conocido, allí, en la escuela secundaria de Ilium.

Apenas transcurría un semestre en la escuela sin que hubiera al menos una indeseada preñez; durante la memorable primavera de 1981 hubo seis. Y aproximadamente la mitad de esas niñas que tenían niños hablaban de verdadero amor cuando se referían a aquéllos con los que se habían apareado. Pero la otra mitad juraba, frente a pruebas que sólo podrían describirse como abrumadoras, que jamás se habían empeñado en alguna actividad que pudiera tener como resultado el nacimiento de un niño.

Y Mary le dijo a una colega a fines del memorable semestre de la primavera de 1981: —A algunas mujeres quedar encintas les es tan fácil como pillar un resfriado—. Y había allí por cierto una analogía: los resfriados y los bebés son consecuencia de gérmenes a los que nada agrada tanto como una membrana mucosa.

Después de diez años en la Isla de Santa Rosalía, Mary Hepburn descubrió con exactitud y de primera mano qué fácil es que una virgen adolescente quede preñada por la simiente de un hombre que no buscaba otra cosa que alivio sexual, y que ni siguiera gustaba de ella.

23

De modo que, sin tener idea de que se convertiría en el progenitor de toda la humanidad, me metí en la cabeza del capitán Adolf von Kleist mientras iba en taxi desde el Aeropuerto de Guayaquil al Bahía de Darwin. No sabía que la humanidad estaba a punto de quedar reducida a un punto minúsculo, por suerte, y que luego, por suerte también, volvería a expandirse. Yo creía que ese caos de billones de personas de cerebros voluminosos que se agitaban de aquí para allá reproduciéndose una y otra vez, continuaría y continuaría. No parecía probable que un individuo pudiera llegar a tener alguna importancia en ese alborotado desorden.

Que yo eligiera la cabeza del capitán como vehículo, era pues como meter una moneda en la máquina de un enorme casino y acertar en seguida el premio mayor.

Fue su uniforme lo que me atrajo. Llevaba el uniforme blanco y dorado de un almirante de la reserva. Yo había sido soldado raso y tenía curiosidad por saber cómo veía el mundo una persona de posición social y rango militar muy elevados.

Y quedé perplejo cuando descubrí que su voluminoso cerebro estaba pensando en meteoritos. Ésa fue a menudo mi experiencia por entonces: me metía dentro de alguna cabeza, en una situación que a mí me parecía particularmente interesante, y descubría que el cerebro voluminoso estaba pensando en cosas que no tenían ninguna relación con el verdadero problema.

He aquí la cuestión acerca del capitán y los meteoritos: había prestado muy poca atención a la mayor parte de los instructores en la Academia Naval de los Estados Unidos, y se había graduado entre los últimos. En verdad, habría sido expulsado por hacer trampas en un examen sobre navegación celeste si sus padres no hubieran intervenido por medios diplomáticos. Pero una conferencia sobre meteoritos lo había dejado muy impresionado. El instructor dijo que chaparrones de enormes piedras venidas del espacio exterior habían sido muy comunes a lo largo de los eones, y los impactos habían sido tan tremendos que quizá provocaron la extinción de muchas formas de vida, incluyendo los dinosaurios. Dijo que había razones para esperar que esos demoledores de planetas volvieran a caer, en cualquier momento, y los seres humanos tendrían que inventar aparatos para distinguir entre misiles enemigos y meteoritos.

De otro modo, la cólera poco significativa del espacio exterior podría desencadenar la tercera guerra mundial.

Y esta apocalíptica advertencia se acomodó de tal manera a las circunvoluciones del cerebro del capitán, aun antes de que su padre padeciera el corea de Huntington, que desde entonces siempre pensó que lo más probable era que la humanidad fuera exterminada por meteoritos.

Al capitán ese modo de morir le parecía mucho más honorable, más poético y aún más hermoso que la tercera guerra mundial.

Cuando llegué a conocer mejor este cerebro voluminoso, comprendí que había una cierta lógica en que estuviera pensando en los meteoritos mientras contemplaba las muchedumbres hambrientas de Guayaquil, sometidas a la ley marcial. Aun sin el encanto de un chaparrón de meteoritos, para el pueblo de Guayaquil el mundo parecía estar acabándose.