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En cierro sentido, también este hombre había sido golpeado por un meteorito: la muerte de la madre a manos del padre. Y la sensación de que ¡a vida era una pesadilla sin sentido, sin nadie que vigilara o cuidara lo que venía ocurriendo, me era en realidad familiar.
Ésa fue la sensación que tuve cuando en Vietnam maté a una abuela de un tiro. Era tan desdentada y encorvada como al fin lo sería Mary Hepburn. La maté porque formaba parte del pelotón que acababa de matar a mi mejor amigo y a mi peor enemigo con una única granada de mano.
Este episodio me hizo lamentar estar vivo, hizo que tuviera envidia de las piedras. Hubiera preferido ser una piedra al servicio del Orden Natural.
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El capitán fue directamente del aeropuerto al Bahía de Darwin, sin detenerse en el hotel a ver a su hermano. Había estado bebiendo champaña durante el largo vuelo desde Nueva York, por lo que tenía un espantoso dolor de cabeza.
Y cuando estuvimos abordo del Bahía de Darwin. me resultó evidente que sus funciones como capitán v también como almirante de la reserva, eran meramente ceremoniales. Otros en su lugar habrían estado vigilando la disciplina a bordo, la navegación, el funcionamiento de las máquinas; él en cambio prefería charlar con los pasajeros distinguidos. Sabía poco de la operación del barco, aunque tampoco le parecía que tuviera que saber mucho más. Las Islas Galápagos tampoco le eran muy familiares. Había visitado como almirante la base naval de la isla de Baltra, y el Centro de Investigación Darwin, en Santa Cruz; también en este caso como pasajero, a bordo de un barco del que era nominalmente el comandante. Pero el resto de las islas eran para él terra incógnita. Hubiera sido un guía más provechoso en las pistas de esquí de Suiza, por ejemplo, o sobre las alfombras del casino de Montecarlo, o en los establos de los campos de polo en Palm Beach.
Aunque después de todo, ¿qué importaba? En «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» habría conferenciantes y guías formados en el Centro de Investigación Darwin y graduados en ciencias naturales. El capitán tenía intención de escucharlos atentamente, y aprender acerca de las islas junto con los demás pasajeros.
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Cabalgando en el cráneo del capitán yo había esperado averiguar en qué consistía ser un comandante supremo. Averigüé, en cambio, en qué consistía ser una mariposa de sociedad. Fuimos recibidos con todos los signos de respeto militar cuando subimos por la planchada. Pero, una vez a bordo, ninguno de los oficiales o tripulantes nos pidió instrucciones acerca de algo mientras se preparaban para la llegada de la señora Onassis y el resto del pasaje.
El capitán creía todavía que el barco se haría a la mar al día siguiente. No se le había indicado otra cosa. Como sólo hada una hora que había vuelto a Ecuador, y aún tenía la barriga llena de buena comida neoyorquina, y un dolor de cabeza causado por el champaña, no acababa de ver claramente la terrible dificultad en que él y el barco se encontraban.
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Hay otro defecto humano que la Ley de Selección Natural todavía no ha corregido: cuando las gentes de hoy tienen la barriga llena, les pasa exactamente como a sus antepasados de hace un millón de años: son muy lentas para reconocer cualquier dificultad terrible en la que puedan encontrarse. Ése es el momento en que se olvidan de los tiburones y las ballenas.
Éste fue un defecto particularmente trágico hace un millón de años, pues la gente mejor informada acerca del estado del planeta, como *Andrew MacIntosh, por ejemplo, y bastante rica y poderosa como para retrasar el deterioro y la destrucción que ocurrían entonces, estaba, por definición, bien alimentada.
De modo que todo estaba en perfectas condiciones en lo que a ellos concernía.
A pesar de todas las computadoras, los instrumentos de medición, los recolectores y evaluadores de noticias, los bancos de memorias, las bibliotecas y expertos sobre esto y aquello, los vientres ciegos y sordos seguían siendo los jueces definitivos acerca de la urgencia de este o aquel otro problema, como, por ejemplo, la lluvia acida que destruía los bosques de América del Norte y Europa.
Y he aquí la especie de consejo que una barriga llena daba y aún da, y que la barriga llena le dio al capitán cuando el primer oficial del Bahía de Darwin, Hernando Cruz, le dijo que ninguno de los guías había aparecido hasta entonces, y que una tercera parte de la tripulación había desertado, considerando que era preferible que cuidaran de sus familias: «Ten paciencia —le dijo la barriga llena—. Sonríe. Ten confianza. De algún modo, al final todo saldrá bien».
24
Mary Hepburn había visto y apreciado el cómico desempeño del capitán en El espectáculo de esta noche y luego otra vez en Buenos días, América. Tenía pues la impresión de que ya lo conocía, antes de que su cerebro voluminoso hiciera que se trasladara a Guayaquil.
El capitán hizo su aparición en El espectáculo de esta noche dos semanas después de la muerte de Roy, y fue la primera persona que la hizo reír desde el desdichado acontecimiento. Allí estaba ella en la j sala de su casita, rodeada de casas vacías y en venta, y descubrió que estaba riendo a carcajadas cuando el capitán habló de la ridícula flota submarina del Ecuador, cuya tradición era hundirse y no volver I nunca más a la superficie.
Supuso que von Kleist se parecería mucho a Roy, que como él sería amante de la naturaleza y las maquinarias. De lo contrario, ¿por qué iban a elegirlo como capitán del Bahía de Darwin?
Y su voluminoso cerebro hizo que le dijera a la imagen del capitán en el tubo de rayos catódicos, para gran embarazo de ella misma, a pesar de que se encontraba sola en la sala: —¿Le gustaría a usted casarse conmigo?
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Sin embargo, ella sabía, cuando menos, un poco más que el capitán sobre maquinarias, por el solo hecho de haber vivido con Roy. Después de que Roy murió, y cuando la segadora de hierba dejó de funcionar, por ejemplo, consiguió cambiar la bujía de encendido, cosa que el capitán jamás habría podido hacer.
Y sabía muchísimo más que él de las islas. Fue Mary la que identificó correctamente la isla a la que habían ido a parar. El capitán, aferrándose a unas hebras sueltas de autorrespeto y autoridad después de que su voluminoso cerebro hiciera un gran embrollo con todo, declaró que la isla era Rábida; por cierto que no lo era y él, por lo demás, nunca la había visto.
Y lo que permitió que Mary reconociera que se trataba de la isla de Santa Rosalía, eran las especies de pinzones que allí dominaban. Estas descoloridas avecillas, escasamente interesantes para la mayor parte de los turistas y los alumnos de Mary, habían entusiasmado tanto al joven Charles Darwin como las grandes tortugas de tierra, los pájaros bobos, las iguanas marinas y cualquier otra criatura del lugar. La cosa era así: los pinzones se parecían mucho entre ellos, pero de hecho se dividían en trece especies diferentes, cada una con su propia dieta peculiar y su propio método para conseguir alimentos.
Ninguno de ellos tenía parientes en el continente de América del Sur o en alguna otra parte. Los antepasados de estos pinzones, además, tenían que haber llegado en el arca de Noé o en una balsa natural, pues no era para nada propio de los pinzones emprender un viaje de mil kilómetros sobre la mar abierta.
No había picamaderos en las islas, pero había una especie de pinzón que se alimentaba de lo que se habría alimentado un picamaderos. No era capaz de picar la madera, y para sacar a los insectos de sus escondrijos utilizaba una ramita o una espina de cacto que sostenía en el piquito romo.