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Muchos acontecimientos que tendrían repercusión un millón de años más tarde estaban desarrollándose en un pequeño lugar del planeta, en un tiempo muy corto. Mientras el desafortunado hermano von Kleist corría tras *MacIntosh e *Hiroguchi, el hermano afortunado se duchaba en su cabina del puente del Bahía de Darwin. No hacía entonces nada particularmente importante para el futuro de la humanidad aparte de sobrevivir, aparte de seguir con vida, pero su primer oficial, Hernando Cruz, estaba por llevar a cabo una acción de radical influencia.

Cruz estaba afuera, en la cubierta, mirando distraídamente el único otro barco a la vista, el carguero colombiano San Mateo, anclado desde hacía mucho en el estuario. Cruz era un hombre calvo y robusto, que había hecho cincuenta cruceros a las islas, ida y vuelta. Había sido parte de la tripulación mínima que había traído el Bahía de Darwin desde Malmö. Había supervisado los equipos en Guayaquil mientras el capitán nominal viajaba por los Estados Unidos haciendo publicidad. Este hombre había almacenado en el voluminoso cerebro un perfecto conocimiento de cada una de las partes del Bahía de Darwin, desde los poderosos motores diesel abajo, hasta la fabricación de hielo detrás del bar en el salón principal. Conocía además las virtudes y debilidades de cada miembro de la tripulación y se había ganado el respeto de todos ellos.

Él era el verdadero capitán, el que verdaderamente tendría el gobierno del barco, mientras que Adolf von Kleist, que ahora cantaba en la ducha, conquistaría a los pasajeros a la hora de las comidas y bailaría con todas y cada una de las señoras por las noches.

A Cruz le preocupaba muy poco lo que por casualidad estaba mirando, el San Mateo y la gran balsa de materia vegetal que se había acumulado alrededor de la cadena del ancla. Ese pequeño barco herrumbrado se había convertido hasta tal punto en un rasgo permanente, que bien podría haber sido una roca sin vida. Pero ahora observó que un buque cisterna se había acercado al San Mateo y lo alimentaba como una ballena podría alimentar a un ballenato. Excretaba combustible diesel por un tubo de goma; leche materna para el motor del San Mateo.

Lo que había ocurrido era que los propietarios del San Mateo habían recibido una fuerte suma en dólares estadounidenses a cambio de cocaína colombiana, y habían pasado de contrabando esos dólares a Ecuador, donde los habían cambiado no sólo por combustible diesel, sino por el más preciado de todos los bienes, alimentos, el combustible de los seres humanos. De modo que había allí un cierto monto de comercio internacional.

Cruz no podía adivinar los detalles de la corrupción que habían hecho posibles los combustibles y el aprovisionamiento del San Mateo, pero meditó sin duda acerca de la corrupción en general, a saber: quienquiera que tuviera riqueza líquida, lo mereciera o no, podía aspirar a cualquier cosa. El capitán en la ducha era una de esas personas, Cruz no. Los ahorros penosamente acumulados a lo largo de su vida, todos ellos en sucres, se habían convertido en basura.

Envidió el entusiasmo de los tripulantes del San Mateo, ahora que volvían a su tierra. Desde que se levantara al amanecer, había estado pensando seriamente en volver a su propio hogar. Tenía una esposa encinta y once hijos en una bonita casa cerca del aeropuerto, y todos ellos estaban asustados. Por cierto, necesitaban a Cruz, y sin embargo, hasta ahora, abandonar un barco al que estaba unido por el deber —el motivo no importaba—, le había parecido una forma de suicidio, la destrucción de lo más admirable de su carácter y reputación.

Pero ahora decidió abandonar el Bahía de Darwin. Palmeó la baranda alrededor de la cubierta y dijo lo siguiente en español y en voz baja: —Buena suerte, mi princesa sueca. Soñaré contigo.

El caso de Cruz se asemejaba mucho al de Jesús

Ortiz, que había desconectado los teléfonos de El Dorado. El voluminoso cerebro le había ocultado hasta el último momento que ya era hora de que actuara de manera antisocial.

Eso dejó a von Kleist por completo a cargo de todo, aunque no sabía un pepino de navegación, de las Islas Galápagos, o del funcionamiento y mantenimiento de un barco de ese tamaño.

La combinación de la incompetencia del capitán y la decisión de Hernando Cruz de ir en ayuda de los de su propia sangre, aunque asunto de comedia entonces, resultó de incalculable valor para la humanidad de hoy. No era del todo una comedia, ni tampoco un asunto supuestamente serio.

Si «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» se hubiera desarrollado tal como se esperaba, la división de deberes entre el capitán y el primer oficial habría sido la común y típica de las organizaciones de hace un millón de años: el conductor nominal especializado en las frivolidades sociales, y el supuesto segundo cargado con la responsabilidad de saber cómo funcionaba todo en realidad, y lo que en realidad sucedía.

En la cumbre de las naciones mejor gobernadas había por lo común apareamientos simbióticos de ese tipo. Y cuando pienso en los errores suicidas que las naciones solían cometer en los viejos tiempos, advierto que las organizaciones políticas intentaban componérselas con un Adolf von Kleist sin la asistencia de un Hernando Cruz. Demasiado tarde, los habitantes sobrevivientes de esas naciones salieron arrastrándose de las ruinas que ellos mismos habían creado, y descubrieron que, durante todo aquel agónico proceso, no había habido absolutamente nadie en la cumbre que comprendiera cómo funcionaban en realidad las cosas, de qué se trataba, y qué era lo que en realidad sucedía.

26

El hermano von Kleist afortunado, el antepasado común de todos los que viven en la actualidad, era alto y delgado y de nariz aguileña. Tenía una gran cabeza cubierta de rizos que habían sido dorados, pero que ahora eran blancos. Lo habían puesto al mando del Bahía de Darwin en el entendimiento de que el primer oficial sería el que pensaría en serio, por la misma razón por la que habían puesto a *Siegfried al frente del hoteclass="underline" sus ríos de Quito habían querido que un pariente próximo atendiera a unos famosos huéspedes y vigilara una valiosa propiedad.

El capitán y su hermano tenían hermosas casas entre las frías nieblas al norte de Quito, que nunca volverían a ver. También habían heredado una fortuna considerable de la madre asesinada y de ambos pares de abuelos. Muy poco de esa fortuna estaba invertida en inservibles sucres. La mayor parte la administraba el Chase Manhattan Bank en Nueva York y consistía en dólares estadounidenses y yens japoneses.

Mientras bailaba bajo la ducha, el capitán no creía que tuviera motivos para preocuparse demasiado, por perturbadas que parecieran las cosas en Guayaquil- No importaba qué sucediera, Hernando Cruz sabría cómo arreglárselas.

Después de que el capitán se hubo secado, su voluminoso cerebro tuvo lo que le pareció una buena idea para transmitir a Cruz. Si los miembros de la tripulación estuvieran por desertar, pensó, Cruz podría recordarles que el Bahía de Darwin era técnicamente un buque de guerra, lo cual significaba que los desertores serían severamente castigados de acuerdo con los reglamentos de la Marina.

Era ésta una mala legislación, pero tenía razón en cuanto a que el barco, en los papeles, pertenecía a la Marina Ecuatoriana. El mismo capitán, como almirante, era quien le había dado la bienvenida en nombre de las fuerzas de guerra cuando el barco llegó de Malmö en el verano. Era preciso todavía alfombrar las cubiertas, y el acero desnudo estaba perforado aquí y allá, para dar cabida a ametralladoras, lanzamisiles, cargas de profundidad, etcétera, cuando se declarara la guerra.

Se convertiría entonces en buque blindado de transporte de tropas, con, como dijo el capitán en El espectáculo de esta noche: —... diez botellas de Dom Pérignon y un bidet para cada cien hombres.