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Es extraño que dos enfermedades hereditarias relativamente raras, la retinitis pigmentosa y el corea de Huntington, hayan sido causa de preocupación para los primeros colonos humanos de Santa Rosalía, pues estos colonos eran sólo diez.
Como he dicho ya, por fortuna el capitán no resultó portador. Selena lo era seguramente. Si se hubiera reproducido, sin embargo, creo que hoy la humanidad hubiera quedado libre de la retinitis pigmentosa, gracias a la Ley de Selección Natural, los tiburones y las ballenas asesinas.
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He aquí cómo murieron su padre y *Zenji Hiroguchi, entre paréntesis, mientras junto con su perra Kazakh ella escuchaba el ruido que la multitud producía afuera: recibieron un tiro en la cabeza y por la espalda, de modo que nunca supieron qué los había golpeado. Y es preciso atribuir al soldado que les disparó el mérito de haber hecho algo cuyos efectos, al cabo de un millón de años, son todavía visibles. No me refiero a los disparos. Me refiero al hecho de que irrumpió en una tienda de souvenirs clausurada que estaba frente al El Dorado.
Si no hubiera robado esa tienda de souvenirs casi con seguridad no habría hoy seres humanos sobre la faz de la tierra. Lo digo en serio. Todos los que hoy viven tendrían que agradecer a Dios que este soldado estuviera loco.
Se llamaba Gerardo Delgado, y había desertado de su unidad llevándose con él un equipo de primeros auxilios, una cantimplora, un cuchillo de monte un rifle automático, varios cargadores de cartuchos, etcétera. Sólo tenía dieciocho años y era un esquizofrénico paranoico. Nunca tendrían que haberle dado un arma.
El voluminoso cerebro le decía toda clase de cosas que no eran verdad: que era el bailarín más grande del mundo, que era hijo de Frank Sinatra, que la gente lo envidiaba por su capacidad para la danza e intentaba destruirle el cerebro con pequeños aparatos de radio, etcétera.
Delgado, que se enfrentaba con el hambre como tantas otras personas en Guayaquil, pensaba que su principal problema eran los enemigos que llevaban pequeñas radios. Y cuando irrumpió por la puerta trasera de una evidente y difunta tienda de souvenirs, para él no era una tienda. Para él era la sede del Ballet Folklórico Ecuatoriano y allí intentaría probar que él era el más grande bailarín del mundo.
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Hay aún hoy mucha gente que alucina, que reacciona apasionadamente ante toda clase de cosas que no existen. Quizá sea éste un legado de los kanka-bonos. Pero esa gente hoy no puede sostener ningún arma, y es fácil alejarse de ellos nadando. Aun si encontraran una granada, una ametralladora o cualquier objeto semejante de los viejos tiempos, ¿cómo podrían utilizarlos si sólo tienen un par de aletas y una boca?
Cuando era niño en Cohoes, mi madre me llevó una vez a ver un circo en Albany, aunque no podíamos permitírnoslo y mi padre no aprobaba los circos. Y había allí focas amaestradas y leones de mar que podían sostener una pelota sobre la nariz y tocar la trompeta y aplaudir con las aletas cuando se les indicaba y muchas cosas más.
Pero jamás hubieran podido cargar y amartillar un arma automática o arrancar la espoleta de una granada de mano y arrojarla lejos con cierta precisión.
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En cuanto a cómo una persona tan loca como Delgado ingresó en el ejército: tenía aspecto normal y actuó de manera normal cuando habló con el oficial de reclutamiento, como hice yo cuando me alisté en la Marina de los Estados Unidos. Y Delgado había sido incorporado el verano anterior, poco más o menos por el tiempo en que murió Roy Hepburn, para un servicio transitorio, específicamente relacionado con «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», junto con una parte de la tropa se luciría desfilando delante de la señora Onassis y compañía. Llevarían rifles, cascos de acero y todo lo demás, pero por cierto no armas cargadas.
Y Delgado era magnífico para desfilar y dar brillo a los botones de bronce y lustrar botas. Pero poco después la crisis económica sacudía al Ecuador y dieron armas cargadas a los soldados.
Fue un horripilante ejemplo de rápida evolución; claro que todos los soldados lo eran por entonces. Cuando terminé mi período de entrenamiento en la Marina y fui enviado a Vietnam y me dieron armas cargadas, perdí toda semejanza con el incompetente animal que yo había sido en la vida civil. E hice cosas peores que las que hizo Delgado.
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Pues bien: la tienda en la que Delgado irrumpió se encontraba en una manzana de comercios cerrados frente a El Dorado. Los soldados que habían rodeado el hotel con alambradas de espino consideraban que los comercios eran parte de la barrera. De modo que cuando Delgado entró por la puerta de atrás de uno de ellos, y luego entreabrió la de delante y espió afuera, había abierto un boquete en la barrera por el que podría pasar algún otro. Y esa abertura fue su contribución al futuro de la humanidad, pues gente muy importante pasaría muy pronto por allí para llegar al hotel.
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Cuando Delgado miró afuera por la hendidura de la puerta, vio a dos de sus enemigos. Uno de ellos llevaba una resplandeciente radio pequeña capaz de revolverle el cerebro a Delgado, o así lo creía él. No era una radio. Era Mandarax, y los dos supuestos enemigos eran *Zenji Hiroguchi y *Andrew MacIntosh. Caminaban de prisa a lo largo del interior de la barricada, y nadie podía prohibirles que estuvieran allí, pues eran huéspedes del hotel.
*Hiroguchi todavía hervía de furor y *MacIntosh se burlaba de él diciéndole que se tomaba la vida demasiado en serio. Pasaron justo por delante de la tienda en la que Delgado acechaba. De modo que Delgado salió por la puerta delantera y los mató a los dos en defensa propia, creía él.
Por tanto ya no tengo que poner asteriscos delante del nombre de Zenji Hiroguchi ni de Andrew
MacIntosh. Sólo lo hice para recordar a los lectores que eran dos de los seis huéspedes de El Dorado que morirían antes de ponerse el sol.
Estaban muertos ahora, y el sol se ponía sobre un mundo en el que tanta gente pensaba, un millón de años atrás, que sólo sobrevivirían los más aptos.
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Delgado, el sobreviviente, desapareció dentro de la tienda y se dirigió a la puerta trasera en busca de más enemigos a los que sobrevivir.
Pero sólo había allí seis niñitas mendigas, de piel oscura. Cuando este horripilante fenómeno multar salió de un salto al encuentro de las niñas con su equipo de matanza, estaban demasiado hambrientas y demasiado resignadas para echar a correr. Abrieron la boca en cambio y revolvieron los ojos pardos y se señalaron el estómago para mostrar cuánta hambre tenían.
Los niños de todo el mundo hacían eso por entonces y no sólo en esa callejuela del Ecuador.
De modo que Delgado siguió adelante y no fue nunca atrapado, ni castigado, ni hospitalizado, ni nada parecido. Era un soldado más en una ciudad que hervía de soldados, y nadie pudo verle la cara, aunque, de todas maneras, la sombra del casco de acero en nada se diferenciaba de la de cualquier otro. Y, como el gran sobreviviente que era, violaría a una mujer al día siguiente y se convertiría en el padre de uno de los últimos diez millones de niños, poco más o menos, que nacerían en el continente de América del Sur.
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Después que Delgado se marchó, las seis niñitas entraron en la tienda en busca de alimentos o algo que pudiera cambiarse por alimentos. Eran huérfanas de las selvas ecuatorianas, más allá de las montañas del este, venidas de muy, muy lejos. Los insecticidas arrojados desde el aire habían matado a los padres de todas ellas, y un piloto de avión las había llevado a Guayaquil, donde se habían convertido en niñas de la calle.