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Estas niñas eran predominantemente indias, pero tenían también antepasados negros, esclavos africanos que habían escapado a la selva mucho tiempo atrás.

Eran kanka-bonas. Llegarían a mujeres plenamente desarrolladas en Santa Rosalía, donde, junto con Hisako Hiroguchi, se convertirían en las madres de toda la moderna humanidad.

Antes que pudieran llegar a Santa Rosalía, sin embargo, tendrían que llegar primero al hotel. Y los soldados y las barricadas se lo habrían impedido sin duda si el soldado raso Gerardo Delgado no hubiera abierto ese sendero a través de la rienda.

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Estas niñas se convertirían en las seis Evas del capitán von Kleist, el Adán de Santa Rosalía, y no hubieran estado en Guayaquil sin la intervención de un joven piloto ecuatoriano llamado Eduardo Ximénez. Durante el verano anterior, en verdad en el día que siguió al entierro de Roy Hepburn, Ximénez conducía su propio avión anfibio para cuatro pasajeros volando sobre la selva tropical, cerca del nacimiento del río Tiputini, que desembocaba en el Atlántico y no en el Pacífico. Acababa de dejar a un antropólogo francés junto con su equipo corriente abajo, en la frontera con Perú, donde el francés planeaba iniciar la búsqueda de los furtivos kanka-bonos.

Ximénez viajaría después a Guayaquil, a quinientos kilómetros de distancia y a través de dos altas y escarpadas barreras montañosas. En Guayaquil tenía que recoger a dos deportistas argentinos millonarios y llevarlos al campo de aterrizaje de la Isla de Baltra, en las Galápagos, donde habían alquilado un barco de pesca profunda. Tampoco iban tras cualquier especie de pez. Esperaban poder pescar grandes tiburones blancos, las mismas criaturas que, treinta y un años más tarde, se engullirían a Mary Hepburn, al capitán von Kleist y a Mandarax.

Ximénez vio desde lo alto estas letras trazadas en el barro de la orilla del río: SOS. Aterrizó en el agua y luego hizo que el avión se acercara a la orilla como un pato.

Fue saludado por un sacerdote católico apostólico romano irlandés llamado padre Bernard Fitzgerald, que había vivido con los kanka-bonos durante medio siglo. Con él estaban las seis niñitas, últimos miembros de los kanka-bonos. Él, junto con ellas, habían dibujado las letras con los pies a la orilla del río.

El padre Fitzgerald, entre paréntesis, tenía un bisabuelo en común con John Kennedy, el primer marido de la señora Onassis y el trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. Si se hubiera apareado con una india, lo que nunca hizo, hoy todo el mundo podría jactarse de descender de sangre azul irlandesa, aunque en la actualidad nadie se jacta mucho de nada.

Al cabo de sólo nueve meses de vida, la gente se olvida hasta de quiénes fueron sus madres.

Las niñas habían estado estudiando canto junto con el padre Fitzgerald cuando la nube cayó sobre el resto de la tribu. Algunas de las víctimas agonizaban todavía, de modo que el viejo sacerdote se quedaría con ellas. Pero quería que Ximénez llevara a las niñas a algún sirio donde alguien pudiera cuidarlas.

De modo que en sólo cinco horas esas niñas fueron conducidas desde la Edad de Piedra a la Edad

Electrónica, desde los pantanos de agua dulce de la jungla a los marjales salinos de Guayaquil. Sólo hablaban kanka-bono, que, tal como ocurrirían las cosas, sólo unos pocos parientes que agonizaban en la jungla y un sucio viejo blanco de Guayaquil alcanzaban a entender.

Ximénez era de Quito y no tenía un sitio en Guayaquil donde pudiera alojar a las niñas. Había alquilado una habitación en el hotel El Dorado, la misma que más tarde ocuparía Selena MacIntosh y su perra. Siguiendo el consejo de la policía, llevó a las niñas a un orfanato junto a la catedral, en el centro de la ciudad, donde las monjas las aceptaron de buen grado. Todavía había comida para todos.

Ximénez fue luego al hotel y contó la historia al hombre a cargo de la barra, que era Jesús Ortiz, el mismo que más tarde desconectaría todos los teléfonos.

De modo que Ximénez fue un aviador que tuvo mucho que ver con el futuro de la humanidad. Y otro que también tuvo que ver fue un americano llamado Paul W. Tibbets. Fue Tibbets el que arrojó la bomba atómica sobre la madre de Hisako Hiroguchi durante la segunda guerra mundial. Es probable que la gente hubiera llegado a ser, de cualquier modo, tan peluda como hoy. Pero, por cierto, la intervención de Tibbets la hizo peluda más de prisa.

El orfanato puso un anuncio preguntando por alguien que pudiera hablar kanka-bono, para que sirviera de intérprete. Apareció un viejo borracho y ladrón, un blanco de pura sangre que, asombrosamente, era abuelo de la más clara de las niñas.

Cuando joven había ido a la selva en busca de yacimientos de minerales valiosos, y había vivido con los kanka-bonos durante tres años. Le había dado la bienvenida al padre Fitzgerald cuando el sacerdote llegó a la tribu desde Irlanda.

Se llamaba Domingo Quezeda y era de excelente estirpe. Su padre había sido director del Departamento de Filosofía de la Universidad Central de Quito. En verdad, si eso les interesara, la gente de hoy podría jactarse de descender de un largo linaje de aristocráticos intelectuales españoles.

Cuando yo era un niño pequeño en Cohoes, y nada podía detectar en la vida de nuestra pequeña familia de lo que pudiera estar orgulloso, mi madre me dijo que por mis venas corría sangre de nobles franceses. Probablemente estaría viviendo en un castillo en medio de una vasta propiedad, dijo, si no hubiera sido por la Revolución Francesa. También por la rama de ella, prosiguió, yo estaba medio emparentado con Cárter Braxton, uno de los signatarios de la Declaración de la Independencia. Tenía que mantener la cabeza erguida, dijo, por la sangre que fluía en mis venas.

Todo aquello me pareció muy bueno. De modo que interrumpí a mi padre que escribía a máquina y le pregunté acerca de mí estirpe por el lado de su familia. Yo no sabía entonces qué era el esperma, de modo que no entendí su respuesta hasta después de transcurridos varios años. —Hijo mío —dijo—, desciendes de un viejo linaje de renacuajos microscópicos, decididos y plenos de recursos, cada uno de ellos un verdadero campeón.

El viejo Quezeda, que apestaba como un campo de batalla, les dijo a las niñas que sólo confiaran en él, cosa que hicieron fácilmente pues era el abuelo de una de ellas, y la única persona con. la que podían conversar. Tenían que creer todo lo que dijera. No había motivo para que fueran escépticas, pues el nuevo ambiente nada tenía en común con la selva lluviosa. Estaban dispuestas a defender con obstinación y orgullo ciertas verdades, pero ninguna se refería a lo que habían visto en Guayaquil hasta el momento, salvo una, una creencia clásicamente fatal en las zonas urbanas de hace un millón de años: los parientes jamás quieren hacerle daño a uno. Quezeda, de hecho, tenía intención de exponerlas a terribles peligros como ladronas y mendigas, y tan pronto como fuera remotamente posible, como prostitutas. Atendería así a su voluminoso cerebro, que necesitaba amor propio y alcohol. Sería por fin un hombre rico e importante.

Llevaba a las niñas a dar paseos por la ciudad, mostrándoles, según creían las monjas y el orfanato, los parques, la catedral, los museos, etcétera. En realidad, les enseñaba qué odiosos eran los turistas, dónde encontrarlos, cómo burlarlos, y los sitios donde era más probable que guardaran objetos de valor. Y jugaban al juego de localizar a los policías antes que éstos las localizaran a ellas, y tenían buenos escondrijos en el centro de la ciudad, por si algún enemigo trataba de atraparlas.

La primera semana en la ciudad fue para las niñas un «hagamos como si». Pero luego el abuelo Domingo Quezeda y las niñas, en lo que a las monjas y la policía concierne, se desvanecieron por completo.