Ese viejo y vil antepasado de toda la humanidad había trasladado a las niñas a un cobertizo vacío junto al muelle; un cobertizo que había guardado uno de los dos viejos barcos cruceros con los que el Bahía de Darwin tenía que competir. El turismo había declinado tanto que el viejo barco estaba ahora fuera de servicio.
Por lo menos las niñas se mantenían juntas. Y durante los primeros años que pasaron en Santa Rosalía, hasta que Mary Hepburn las obsequió con bebés, esto era lo que agradecían más: por lo menos estaban j untas, y tenían su propia lengua y sus propias creencias y sus bromas y canciones.
Y eso fue lo que legaron a sus hijos en Santa Rosalía cuando fueron entrando, una por una, en el túnel azul que conduce al Más Allá: el consuelo de estar juntas, y de compartir la lengua kanka-bona y la religión kanka-bona y las bromas y las canciones kanka-bonas.
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Durante sus duros tiempos en Guayaquil, el viejo Quezeda prestó su cuerpo apestoso para enseñar a las niñas, aun con lo pequeñas que eran, las capacidades y aptitudes fundamentales de las prostitutas.
Por cierto, necesitaban que las rescatasen mucho antes de la crisis económica. Sí, y una ventana polvorienta del cobertizo que era la espantosa escuela de las niñas, enmarcaba la popa del Bahía de Darwin que se encontraba fuera. Poco sospechaban que esa hermosa nave blanca sería pronto para ellas un arca de Noé.
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Las niñas finalmente huyeron del viejo. Empezaron a vivir en las calles, aún mendigando y robando.
Pero, por razones que no lograban entender, los turistas fueron haciéndose más y más escasos, y por último ya no parecía haber nada que comer, en ningún sitio. Estaban realmente hambrientas ahora, cuando se acercaban a cualquiera abriendo una boca grande, revolviendo los ojos y señalándose el vientre para mostrar cuánto tiempo había pasado desde 3a última comida.
Y una tarde ya avanzada, se sintieron atraídas por el ruido de la multitud alrededor de El Dorado. Descubrieron que la puerta trasera de una tienda clausurada estaba abierta, y por ella salió Gerardo Delgado, que acababa de matar a Andrew MacIntosh y a Zenji Hiroguchi. Entraron pues en la tienda y salieron por la puerta de delante. Estaban dentro de la barrera, de modo que no había nadie que les impidiera entrar en El Dorado, donde se pondrían en manos de James Wait, que estaba en el bar.
29
Mientras tanto Mary Hepburn se estaba suicidando en su habitación con la cabeza metida en la bolsa de polietileno de su «vestido Jackie». La bolsa estaba ahora llena de vapor y ella soñaba que era una gran tortuga de tierra tendida de espaldas en un caluroso y húmedo velero de antaño. Agitaba las patas en el aire con perfecta futilidad, como lo habría hecho cualquier tortuga de tierra.
Con frecuencia, le había contado a sus alumnos, los veleros que cruzaban el Pacífico solían detenerse en las Islas Galápagos para capturar tortugas indefensas, que podían vivir de espaldas durante meses sin agua ni alimento. Eran tan lentas y mansas y enormes y abundantes. Los marineros las capturaban sin temor a los mordiscos o arañazos y descendían con ellas hasta los botes que esperaban en la costa, utilizando las inútiles armaduras de los anímales como si fueran trineos.
Luego las almacenaban de espaldas en la oscuridad, sin prestarles ya atención hasta que les llegara el momento de ser comidas. La belleza que tenían las tortugas para los marineros consistía en que eran carne fresca que no había que refrigerar o comer en seguida.
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Cada año escolar pasado en Ilium Mary podía contar con que algunos alumnos se indignaran ante la crueldad de los seres humanos que habían maltratado así a aquellas confiadas criaturas. Esto le daba la oportunidad de decir que el orden natural había tratado con dureza a esas tortugas mucho antes de que apareciera el animal llamado hombre.
Había millones de ellas que se amontonaban sobre cualquier masa de tierra templada, decía.
Pero luego algunos animales pequeñitos evolucionaron hasta convertirse en roedores. Éstos encontraban los huevos de las tortugas y se los comían; todos los huevos.
De modo que ése fue muy pronto el destino de las tortugas, en todas partes, excepto en unas pocas islas donde no había roedores.
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Era profético que Mary se imaginase como una tortuga de tierra mientras se asfixiaba, pues algo muy parecido a lo que les había sucedido a las tortugas en el remoto pasado estaba empezando a su-cederle a la mayor parte de la humanidad.
Cierta nueva criatura, invisible a simple vista, se estaba comiendo todos los huevos de los ovarios humanos. La epidemia había empezado en la Feria del Libro celebrada en Frankfurt, Alemania. Las mujeres en la feria tenían algo de fiebre un día o dos y a veces no veían bien. Después se volvían como Mary Hepburn: ya no podrían tener hijos. Nunca se descubrió cómo impedir esta enfermedad. Prácticamente se extendió por todas partes.
La casi extinción de las poderosas tortugas de tierra a causa de unos pequeños roedores fue sin duda una historia como la de David y Goliat. Ahora se presentaba otra.
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Sí, y Mary estuvo bastante cerca de la muerte como para ver el túnel que conduce al Más Allá. En ese punto, se rebeló contra el voluminoso cerebro, que la había llevado hasta allí. Se quitó la bolsa de la cabeza, y, en lugar de morir, descendió a la planta baja, donde encontró a James Wait, que repartía cacahuetes, aceitunas, guindas confitadas y cebollas de cóctel detrás de la barra a las seis niñas kanka-bonas.
Este cuadro de torpe caridad se le quedaría grabado en el cerebro el resto de su vida. De entonces en adelante siempre creería que era un hombre generoso, compasivo y bueno. Wait estaba por sufrir un síncopa cardíaco fatal, de modo que nunca sucedió nada que hiciera que Mary Hepburn cambiara de opinión acerca de este hombre detestable.
Para colmo, este hombre era un asesino.
El asesinato había sido como sigue:
Wait era un prostituto homosexual en la isla de Manhattan, y un plutócrata abotagado se le acercó en un bar preguntándole si se había dado cuenta de que tenía todavía el rótulo con el precio en el borde de su hermosa camisa nueva de terciopelo azul. ¡Este hombre tenía sangre real en las venas! Era el príncipe Ricardo de Croacia-Eslavonia, descendiente directo de Jaime I de Inglaterra, el emperador Federico III de Alemania, el emperador Francisco José de Austria y el rey Luis XV de Francia. Tenía una tienda de antigüedades en el norte de Madison Avenue y no era homosexual. Quería que el joven Wait lo estrangulara con un cordón de seda, y que luego aflojara el cordón cuando él, el príncipe, estuviera tan cerca de la muerte como fuese posible.
El príncipe Richard tenía una esposa y dos hijos que pasaban las vacaciones en Suiza esquiando, y la mujer era bastante joven todavía como para ovular, de modo que el joven Wait pudo haber impedido que un nuevo portador de esos nobles genes viniera al mundo.
Esto además: si el príncipe Richard no hubiera sido asesinado, quizá Bobby King lo habría invitado, junto con su mujer, a participar en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza».
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La viuda del príncipe Richard llegaría a convertirse es una muy exitosa diseñadora, de corbatas con el nombre de «princesa Charlotte», aunque era una plebeya, hija de un constructor de techos de Staten Island, y no tenía derecho a ese rango ni a utilizar el escudo de armas de su marido. Ese símbolo, sin embargo, aparecía en cada una de las corbatas que ella diseñaba.
El difunto Andrew MacIntosh tenía varías corbatas de la princesa Charlotte.
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Wait hizo que este hombre, porcino, sin mentón y de sangre azul, se tendiera boca arriba con los miembros extendidos en una cama de cuatro postes que según el príncipe había pertenecido a Eleonora de Palatinado-Neuburg, madre del rey José I de Hungría. Wait lo ató a los gruesos postes con cuerdas de nylon del tamaño adecuado. Éstas habían estado guardadas en un cajón secreto, bajo los volados al pie de la cama. Era un cajón muy viejo, y en otro tiempo había escondido los secretos de la vida sexual de Eleonora de Palatinado-Neuburg.