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Había un retrato de Darwin detrás de la barra de El Dorado, enmarcado por estanterías y botellas: una reproducción ampliada de un grabado en acero, en la que aparecía no como el joven de las islas, sino como un apuesto padre de familia de la vieja Inglaterra, con una barba tan reluciente como una guirnalda de Navidad. El mismo retrato adornaba el pecho de las camisetas que se vendían en la boutique, y de las que Wait había comprado dos. Ése era el aspecto que tenía Darwin cuando amigos y parientes lo convencieron al fin de que pusiera por escrito sus ideas acerca de cómo se forma la vida en todas partes, y cómo él, sus amigos y parientes y aun la misma reina, habían llegado a ser lo que eran en el siglo XIX. Y fue así como escribió el volumen científico de más amplia influencia en los tiempos de los grandes cerebros. Más que ningún otro tomo contribuyó a estabilizar las volátiles opiniones de la gente acerca de cómo identificar el triunfo o el fracaso. ¡Nada menos! Y el título del libro resumía el despiadado contenido: Del origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.
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Wait nunca había leído el libro, y el nombre de Darwin no significaba nada para él, aunque de vez en cuando había conseguido hacerse pasar por un hombre culto. Estaba considerando que en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», se presentaría como ingeniero mecánico graduado en Moose Jaw, Saskatchewan, y cuya mujer acababa de morir de cáncer.
En realidad, su educación se había interrumpido al cabo de un curso de dos años sobre reparación y mantenimiento de automóviles en la escuela secundaria de su ciudad natal, Midland City, Ohio. Estaba viviendo entonces en el quinto de una serie de hogares adoptivos, en esencia un huérfano, pues era el producto de una relación incestuosa entre un padre y una hija, que habían huido de la ciudad, para siempre y juntos, poco después de que él naciera.
Cuando creció lo suficiente como para huir él también, viajó a dedo hasta la isla de Manhattan. Hizo allí amistad con un alcahuete que le enseñó cómo ser un afortunado prostituido homosexual, a dejar el rótulo de los precios en la ropa, a disfrutar realmente con los amantes cuando fuera posible, etcétera. Wait había sido una vez un hombre guapo.
Cuando su belleza empezó a marchitarse, se hizo maestro de bailes de salón en un estudio de danza. El baile se le daba naturalmente, y en Midland City le habían dicho que sus padres habían sido también excelentes bailarines. Tenía un sentido del ritmo que probablemente era heredado. Y fue en el estudio de danza donde conoció, cortejó y desposó a la primera de sus diecisiete esposas.
A lo largo de toda su infancia, los distintos padres adoptivos castigaron severamente a Wait por todo y por nada. Suponían que la progenitura endogámica amenazaba convertirlo en un monstruo moral.
De modo que aquí estaba el monstruo ahora: en el Hotel El Dorado, feliz, rico y en perfectas condiciones —creía él—, esperando probar una vez más su capacidad para sobrevivir.
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Entre paréntesis, como James Wait, también yo fui una vez un adolescente que escapó de su casa.
4
El anglosajón Charles Darwin, observador objetivo, parco en palabras, caballeresco, impersonal, asexuado, era un héroe en la rebosante, apasionada, políglota Guayaquil, pues se había convertido en inspiración de un gran auge turístico. Si no hubiera sido por Darwin, jamás habría habido un Hotel El Dorado ni un Bahía de Darwin que acomodara a james Wait. No habría habido una boutique que lo vistiera de manera tan cómica.
Si Charles Darwin no hubiera declarado que las Islas Galápagos eran un sitio maravillosamente instructivo, Guayaquil no hubiera sido más que otro puerto caluroso e inmundo, y las islas no habrían tenido más valor para Ecuador que las pilas de escoria de Staffordshire.
Darwin no cambió las islas, sino sólo la opinión de la gente acerca de ellas. Así de importantes eran las meras opiniones en la era de los cerebros voluminosos.
Las meras opiniones, de hecho, gobernaban la conducta de la gente, tanto como la más probada verdad, y estaban sujetas a súbitos cambios como jamás podría estarlo la más probada verdad. De modo que las Islas Galápagos podían ser el infierno en un instante dado y el cielo en el siguiente, y Julio César podía ser un estadista en un momento y un carnicero en el siguiente, y el papel moneda ecuatoriano podía cambiarse por alimentos, vivienda y ropas en un momento y forrar el suelo de una jaula en el siguiente, y el universo podía ser la creación de Dios todopoderoso en un momento y el producto de una gran explosión en el siguiente... y etcétera, etcétera. Gracias a la decrecida capacidad cerebral, los duendes de las opiniones ya no distraen a la gente del objeto principal de la vida.
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Los blancos descubrieron las Islas Galápagos en 1535, cuando un barco español tropezó con ellas después de que una tormenta lo desviara de su ruta. Nadie vivía allí, ni había el menor vestigio de que hubieran estado habitadas alguna vez por seres humanos.
Este desdichado barco no pretendía otra cosa que llevar al obispo de Panamá al Perú, sin perder nunca de vista la costa americana. De pronto una tormenta lo arrastró rudamente hacia el oeste, siempre hacia el oeste donde, según la prevaleciente opinión humana, sólo había mar y nada más que mar.
Pero cuando la tormenta amainó, los españoles descubrieron que habían traído al obispo a una pesadilla marinera, donde los fragmentos de tierra eran una mera burla, sin fondeaderos adecuados, ni sombra, ni agua dulce, ni frutos colgantes o seres humanos de especie alguna. No había viento, y estaban escasos de agua y comida. El océano era como un espejo. Bajaron una chalupa desde la borda y remolcaron el velero llevándose al conductor espiritual fuera de allí.
No reclamaron las islas para España (como no habrían reclamado el infierno para España). Y durante tres siglos, después de que la revisada opinión humana permitiera que el archipiélago apareciese en los mapas, ninguna otra nación pretendió reclamarlo. Pero más tarde, en 1832, uno de los países más pequeños y más pobres del planeta, el Ecuador, pidió a los pueblos de la tierra que compartieran con ellos esta opinión: que las islas eran parte de Ecuador.
Nadie se opuso. Por entonces, pareció una opinión inocua y aun cómica. Era como si Ecuador, en un espasmo de demencia imperialista, hubiera anexado a su territorio una pasajera nube de asteroides.
Pero luego, sólo tres años más tarde, el joven Darwin se puso a declamar que las plantas y animales de raro aspecto que se las habían compuesto para sobrevivir en las islas, las hacían extremadamente valiosas, si la gente las considerara como él, desde un punto de vista científico. Sólo una palabra describiría de manera adecuada esta transformación de las islas de inútiles en inapreciables: mágica.
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Sí, y por el tiempo de la llegada de James Wait a Guayaquil tantas personas interesadas en historia natural habían llegado allí de camino a las islas (para ver lo que Darwin había visto, para sentir lo que Darwin había sentido), que el puerto albergaba tres barcos cruceros —de los que el Bahía de Darwin era el más flamante—. Había varios hoteles modernos para turistas —de los que el más flamante era El Dorado—, y había varias tiendas de souvenirs, boutiques y restaurantes, todo a lo largo de la calle Diez de
Agosto.
Ocurrió sin embargo que cuando James Wait llegó allí, una crisis financiera de alcance mundial, una súbita revisión de las opiniones humanas acerca ¿el valor del dinero, las bolsas, los bonos, las hipotecas, y otros pedazos de papel, había arruinado el negocio turístico no sólo en Ecuador, sino prácticamente en todas partes. De modo que El Dorado era el único hotel todavía abierto en Guayaquil, y el Bahía de Darwin era el único barco todavía preparado para navegar.