—Átame bien fuerte para que no pueda soltarme —le dijo el príncipe Richard al joven Wait—, pero no me cortes la circulación. No me gustaría encontrarme con una gangrena.
El voluminoso cerebro del príncipe había estado diciéndoselo cuando menos una vez por mes en los últimos tres años: que contratara a extraños para que lo ataran y lo estrangularan sólo un poquito. ¡Vaya plan de supervivencia!
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El príncipe Richard de Croacia-Eslavonia, posiblemente mientras los fantasmas de sus antepasados observaban la escena, recomendó al joven Wait que lo estrangulara hasta hacerle perder la conciencia. Luego Wait, a quien sólo conocía como «Jimmy», tenía que contar lentamente hasta veinte. Mil uno, mil dos, mil tres...
Mientras posiblemente el rey Jaime, el emperador Federico, el emperador Francisco José y el rey Luis observaban la escena, el príncipe, aspirante al trono de Yugoslavia, le advirtió a «Jimmy» que no le tocara ninguna parte del cuerpo o del vestido excepto el cordón alrededor del cuello. Experimentaría un orgasmo, pero «Jimmy» no tendría que facilitar ese acontecimiento con la boca o las manos.
—No soy homosexual —dijo—, y te he contratado como una especie de valet, no como prostituto.
»Puede que te resulte difícil creerlo, Jimmy —prosiguió—, llevando la vida que creo que llevas, pero ésta es para mí una experiencia espiritual, de modo que haz que sea espiritual. De lo contrario, no habrá propina de cien dólares. ¿Está claro? No soy un hombre corriente.
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No se lo dijo a Wait, pero el voluminoso cerebro del príncipe montó toda una película mientras estuvo inconsciente. Le mostró el extremo de un tubo azul de unos cinco metros de diámetro —por el que un camión podría pasar cómodamente—, y que se retorcía encendido por dentro como un tornado. Aunque no bramaba como un tornado. En cambio, una música extraterrena, que sonaba como una armónica de cristal, venía desde el extremo distante, a unos cincuenta metros. A veces, en alguna de las contorsiones del tubo, el príncipe Richard llegaba a atisbar la abertura del otro extremo, una mancha dorada con algo de verde.
Por supuesto, era el túnel que conduce al Más Allá.
De modo que Wait metió una pequeña pelota de goma en la boca de este posible liberador de Yugoslavia, como él le había indicado, y le selló la boca con una cinta adhesiva cortada previamente y que había estado pegada a un poste de la cama.
Luego estranguló al príncipe, cortando el suministro de sangre al voluminoso cerebro y el suministro de aire a los pulmones. En lugar de contar lentamente hasta veinte, después de que el príncipe perdiera la conciencia y llegara al orgasmo, contó lentamente hasta trescientos. Le llevó cinco minutos.
Fue idea del cerebro voluminoso de Wait. No fue nada que él mismo quisiera particularmente hacer.
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Si hubiera sido procesado alguna vez por asesinato, homicidio impremeditado, o lo que el gobierno decidiera llamar a este crimen, probablemente Wait habría alegado insania temporal. Habría sostenido que su voluminoso cerebro no había funcionado correctamente. Hace un millón de años no había nadie que no lo entendiera.
Las disculpas por los fallos cerebrales momentáneos eran materia corriente en las conversaciones de todo el mundo: «¡Caramba!», «Usted dispense», «Espero que no se haya lastimado», «No puedo creer que yo lo haya hecho», «Ocurrió tan de repente que no tuve tiempo de pensar», «Tengo un seguro contra ese tipo de cosas», «¿Cómo podré nunca perdonármelo?», «No sabía que estaba cargada», etcétera.
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Cuando el joven Wait abandonó el triple apartamento de Sutton Place, había cuentas y burujos de esperma humano en las sábanas de satén con coronas bordadas, cubiertas de renacuajos reales que se precipitaban corriendo hacia ninguna parte. No había robado nada ni había dejado huellas digitales. El portero del edificio, que lo había visto entrar y salir, pudo decirle muy poco a la policía excepto que era blanco y esbelto y joven, y que llevaba una camisa de terciopelo azul de la que todavía colgaba el rótulo del precio.
Y hubo algo de profético también en esa sábana de satén con millones de renacuajos reales que no tenían adonde ir. El mundo entero, en lo que al esperma humano concierne, con excepción de las Islas Galápagos, estaba a punto de convertirse en una sabana de satén.
¿Me atreveré a añadir: «En el momento oportuno»?
30
Pondré ahora un asterisco delante del nombre de "James Wait con el fin de indicar que, después de *Siegfried von Kleist, él será el próximo en morir. *Siegfried entraría en el túnel azul poco más o menos al cabo de una hora y media, y *Wait lo seguiría poco más o menos a las catorce horas, habiéndose casado antes con Mary Hepburn en la cubierta del Bahía de Darwin, ya bien adentrado en la mar.
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Dijo Mandarax hace mucho tiempo:
Todo está bien cuando termina bien.
John Heywood (1497?-1580?)
Así fue efectivamente en el caso de la vida de "James Wait. Había entrado en este mundo como hijo del diablo, se suponía, y las palizas empezaron casi inmediatamente. Pero aquí estaba ahora, asombrado por la alegría que le procuraba dar de comer a las niñas kanka-bonas. Se mostraban tan agradecidas, y servirlas era tan fácil, pues la barra estaba atestada de bocadillos, guarniciones y condimentos. La oportunidad de mostrarse caritativo no se le había presentado nunca hasta entonces, pero he aquí que ahora la tenía, y le encantaba. Para estas niñas, Wait era la vida misma.
Y entonces apareció la viuda Hepburn, como él había estado esperando toda esa tarde. Tampoco necesitó ganarse la confianza de Mary. Él le cayó en seguida en gracia (porque estaba dando de comer a estas niñas), y ella le dijo (porque había visto a tantos niños hambrientos en el camino al hotel desde el Aeropuerto Internacional de Guayaquil la tarde anterior):
—¡Oh, hace usted muy bien! ¡Muy bien! Suponía ella entonces, y nunca creería algo diferente, que este hombre había visto a las niñas fuera y las había invitado a entrar para darles de comer.
—¿Por qué no puedo ser como usted? —prosiguió Mary—. No hice más que estarme arriba compadeciéndome de mí misma, cuando debí estar aquí como usted, compartiendo lo que tengamos con todos esos pobres niños de ahí fuera. Hace que me sienta avergonzada, pero el cerebro no me ha estado funcionando bien últimamente. A veces me gustaría deshacerme de él.
Les habló a las niñas en inglés, una lengua que ellas nunca entenderían. —¿Sabe bien eso que coméis? —preguntó, y— ¿Dónde están vuestros papas y vuestras mamas? —y cosas por el estilo.
Las niñitas nunca aprenderían inglés, porque el kanka-bono sería desde un principio la lengua de la mayoría de los habitantes de Santa Rosalía. En el transcurso de un siglo y medio, el kanka-bono sería la lengua de la mayoría de la humanidad. Cuarenta y dos años después, sería la única lengua de la humanidad.
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No era urgente que Mary consiguiera mejores alimentos para las niñas. Una dieta de naranjas y cacahuetes, que abundaban detrás de la barra, era ideal. Las niñas escupían todo lo que no les convenía: las cerezas, las cebollitas y las aceitunas verdes. No era preciso ayudarlas a alimentarse.
De modo que Mary y *Wait se limitaban sencillamente a observarlas, charlar y empezar a conocerse mejor.
*Wait dijo que él pensaba que la gente estaba en el mundo para ayudarse entre ellos, y era por eso que les daba de comer a las niñas. Dijo que los niños eran el futuro del mundo, y por tanto el más importante recurso natural del planeta.
—Permítame que me presente —le dijo—. Soy Williard Flemming, de Moose Jaw, Saskatchewan.