Mary le dijo quién era ella, una ex profesora y viuda.
Él dijo cuánto admiraba a los profesores y qué importantes habían sido para él. —Si no hubiera sido por los profesores de la escuela secundaria —dijo—, nunca habría ingresado en el MIT. Probablemente nunca habría ido a una universidad; probablemente habría sido un mecánico de automóviles, como mi padre.
—¿De modo que usted llegó a ser...? —dijo ella.
—Menos que nada desde que mi esposa murió de cáncer —dijo él.
—¡Oh! —dijo ella—. ¡Cuánto lo siento!
—Pues... no es culpa de usted, ¿no es verdad? —dijo él.
—No —dijo ella.
—Antes —dijo él— fui ingeniero de molinos de viento. Tenía la loca idea de que allí estaba toda esa energía, limpia y gratis. ¿Le parece a usted una locura?
—Es una hermosa idea —dijo ella—. Es algo sobre lo que conversábamos mi marido y yo.
—Las compañías de energía y electricidad me odiaban de veras —dijo—, y también los barones del petróleo y los barones del carbón y los monopolios de energía atómica.
—¡No me cabe duda! —dijo ella.
—Ahora pueden dejar de preocuparse —le dijo él—. Cerré el negocio después de que murió mi mujer y desde entonces he estado dando vueltas por el mundo. Ni siquiera sé qué estoy buscando. Dudo mucho que haya algo que valga la pena encontrar. Sólo estoy seguro de una cosa: jamás podré amar otra vez.
—¡Tiene usted tanto que dar al mundo! —dijo ella.
—Si volviera a enamorarme —dijo él—, no sería de una de esas muñequitas bonitas y bobas con las que hoy tantos hombres parecen contentarse. No podría soportarlo.
—Ya lo creo que no —dijo ella.
—Me han mimado demasiado —dijo él.
—Supongo que se lo merecía —dijo ella.
—Me pregunto: «¿De qué me sirve el dinero ahora?» —dijo él—. Estoy seguro de que el marido de usted era tan buen marido como mi esposa era buena esposa...
—Era en verdad muy buen hombre —dijo ella—, un hombre absolutamente magnífico.
—De modo que sin duda usted se pregunta lo mismo: «¿De qué le sirve el dinero a una persona sola?» —dijo él—. Supongo que tendrá usted un millón de dólares...
—¡Oh, señor! —dijo ella—. No tengo nada que se le parezca.
—Muy bien, cien mil entonces...
—Eso se acerca más a la verdad —dijo ella.
—No es más que basura ahora, ¿no es cierto? —dijo él—. ¿Qué felicidad puede comprar con esa suma?
—Ciertas comodidades, sin embargo —dijo ella.
—Tiene una bonita casa, supongo —dijo él.
—Muy bonita —dijo ella.
—Y un coche o quizá dos o tres, y eso es todo —dijo él.
—Un coche —dijo ella.
—Apuesto que un Mercedes —dijo él.
—Un jeep —dijo ella.
—Y probablemente tiene acciones y bonos, como yo —dijo él.
—La compañía de Roy tiene un plan de bonificaciones —dijo ella.
—Oh, seguro —dijo él—. Y un plan de seguros y de jubilación y todo el resto de ese sueño de seguridad de la clase media.
—Los dos trabajábamos —dijo ella—. Los dos contribuíamos.
—No me gustaría tener una esposa que no trabajara —dijo él—. Mi esposa trabajaba en la compañía telefónica. Después de morir, los beneficios acumulados del seguro de vida resultaron ser una bonita suma. Pero sólo me hicieron llorar. Me recordaban una vez más lo vacía que había quedado mi vida. Y el pequeño joyero que guardaba todos los anillos y prendedores y collares que yo le había regalado, y ningún hijo a quien dejárselos.
—Tampoco nosotros tuvimos hijos —dijo ella.
—Parece que hay mucho en común entre nosotros —dijo él—. De modo que ¿a quién dejará usted sus joyas?
—Oh, no tengo muchas —dijo ella—. Creo que la única de valor es un collar de perlas que me dejó la madre de Roy. Tiene un cierre de diamantes. Llevo joyas tan pocas veces que casi había olvidado esas perlas, hasta este momento.
—Por cierto, espero que las tenga aseguradas —dijo él.
31
¡Cómo solía la gente hablar y replicar por entonces! Todo el mundo iba de «Bla, bla, bla» durante todo el día. Algunos hasta lo hacían en sueños. Mi padre solía charlar mucho en sueños, especialmente después que mi madre nos dejó. Yo dormía en el camastro y no había nadie más en la casa excepto nosotros y de pronto, en mitad de la noche, oía a mi padre: «Bla, bla, bla», en el dormitorio. Se quedaba en silencio un momento y luego de nuevo: «Bla, bla, bla».
Y a veces, cuando estuve en la Marina, o más tarde en Suecia, alguien me despertaba para decirme que dejara de hablar en sueños. Yo no recordaba nada de lo que pudiera haber dicho. Tenía que preguntar de qué había estado hablando y siempre era una novedad para mí. ¿Qué podía haber sido la mayor parte de todo ese bla-bla-bla, día y noche, sino el derramamiento de inútiles e irrequeridas señales de nuestros cerebros absurdamente grandes y activos?
¡No había modo de hacerlos callar! Tuviéramos que encomendarles algo que hacer o no, ¡siempre estaban disparados! ¡Y vaya si hablaban fuerte! Dios, lo fuerte que hablaban.
Cuando yo todavía estaba vivo, había esas radios portátiles y grabadoras que algunos jóvenes llevaban consigo dondequiera que fueran, escuchando música a un volumen capaz de acallar un huracán. Se los llamaba «trompetazos del gueto». ¡No bastaba hace un millón de años que tuviéramos ya «trompetazos del gueto» dentro de nuestras propias cabezas!
●
Aun en época tan avanzada como ésta, todavía me enfurece un orden natural que haya permitido la evolución de algo tan perturbador, impertinente y destructivo como esos voluminosos cerebros de hace un millón de años. Si hubieran dicho la verdad, aún podría encontrarle algún sentido al hecho de que todo el mundo los tuviera. ¡Pero esos órganos mentían continuamente! ¡Considerad cómo *James Wait le mentía a Mary Hepburn!
Y ahora *Siegfried von Kleist volvía al bar. Había visto cómo mataban a Zenji Hiroguchi y Andrew MacIntosh. Si el voluminoso cerebro de este hombre hubiera sido una máquina veraz, les habría dado a Mary y a *Wait alguna información, a la que sin duda tenían derecho y que ellos podrían haber aprovechado en caso de querer sobrevivir: que él mismo se encontraba al borde de un colapso mental, que dos huéspedes del hotel acababan de ser asesinados, que no sería posible mantener a raya la multitud de afuera por mucho tiempo, que el hotel había perdido contacto con el resto del mundo, etcétera.
Pero no. Mantuvo una plácida apariencia. No quería que los otros cuatro huéspedes se asustaran.
Nunca descubrirían pues lo que había sido de Zenji Hiroguchi y Andrew MacIntosh. Por lo demás tampoco se enterarían de la noticia, que se anuncia-ría en el término de una hora, de que Perú había declarado la guerra a Ecuador; ni siquiera el capitán llegaría a saberlo. Cuando los cohetes peruanos dieron en el blanco en la zona de Guayaquil, creyeron al capitán cuando dijo lo que su voluminoso cerebro creía honestamente, no porque tuviera ninguna necesidad de decirlo: que se trataba de una lluvia de meteoritos.
Y mientras tanto hubo en Santa Rosalía alguien bastante curioso como para querer averiguar por qué sus antepasados se habían establecido allí —y esa especie de curiosidad no se agotaría sino al cabo de unos tres mil años—. Ésta era la historia: habían sido echados del continente por una lluvia de meteoritos.
Dijo Mandarax:
Feliz la nación que no tiene historia.
Cesare Bonesana, Márchese di Beccaria (1738-1794)
De modo que, con un tono de voz perfectamente sereno, *Siegfried, el hermano del capitán, le pidió a *Wait que subiera e indicara a Selena MacIntosh e Hisako Hiroguchi que era hora de partir, y que las ayudara con el equipaje. —Tenga cuidado de no alarmarlas —dijo—. Dígales que todo está en perfecto orden. Sólo por seguridad, los llevaré a todos al aeropuerto.— El Aeropuerto Internacional de Guayaquil, entre paréntesis, sería el primer blanco de la cohetería peruana.