El coronel Reyes ya había activado el cerebro de la terrible arma autodirigida que colgaba bajo el aeroplano. La bomba conoció entonces por vez primera el sabor de la vida, pero estaba ya locamente enamorada de la antena de radar sobre la torre de control del Aeropuerto Internacional de Guayaquil, un legítimo blanco militar, pues Ecuador guardaba allí diez de sus aviones de combate. Esta asombrosa enamorada del radar bajo el avión del coronel era como las grandes tortugas terrestres de las Islas Galápagos: tenía todo el alimento que necesitaba dentro del caparazón.
Llegó pues el aviso de que era el momento de soltarla.
De modo que la soltó.
El amigo de tierra le preguntó qué sensación producía liberar una cosa semejante. El coronel Reyes contestó que había descubierto por fin algo más divertido que el contacto sexual.
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Los sentimientos del joven coronel en ese momento de liberación tuvieron que haber sido trascendentales, productos exclusivos de su voluminoso cerebro, pues el avión no se estremeció, no derrapó, ni subió o bajó de súbito cuando el cohete partió a consumar su aventura amorosa. Continuó exactamente como antes; el piloto automático compensó instantáneamente el cambio súbito que había habido en el peso y en la aerodinámica del avión.
En cuanto a los efectos de la liberación visibles para Reyes: el cohete estaba a demasiada altura como para dejar un rastro de vapor, de modo que, para Reyes, fue una vara que pronto se redujo a un punto y luego a una mota y luego a nada. Se desvaneció tan de prisa, que era difícil creer que hubiera existido alguna vez.
Y eso fue todo.
El único residuo del acontecimiento en la estratosfera tuvo que quedar en el voluminoso cerebro de Reyes o en ninguna parte.
Se sentía feliz. Se sentía humilde. Se sentía maravillado. Se sentía vaciado hasta la última gota.
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Reyes no estaba loco porque sintiera que lo que había hecho era análogo al desempeño de un macho en el acto sexual. Una computadora sobre la que no tenía ningún dominio, una vez puesta en marcha, había determinado el momento exacto del disparo, y había dictado instrucciones precisas a la maquinaria que lanzaría el cohete, sin necesidad de que el coronel interviniera. Por su parte poco sabía él sobre cómo funcionaba la maquinaria. Ése era conocimiento para los especialistas. En la guerra, como en el amor, él era un aventurero audaz e irresponsable.
El lanzamiento del misil, en verdad, virtualmente no se distinguía del papel de los animales machos en el proceso reproductor.
Podía contarse con que el coronel lo hiciera: entregar al instante la mercancía.
Sí, y la vara que tan pronto se convirtió en punto y luego en mota y luego en nada era ahora responsabilidad de algún otro. Desde ese momento todo ocurriría en el extremo receptor.
Había llevado a cabo su parte. Se sentiría dulcemente adormilado ahora; y complacido y orgulloso.
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Temo estar dando una falsa impresión con mi historia, pues unos pocos de sus personajes estaban realmente locos, y quizá se crea que hace un millón de años todo el mundo estaba loco. No era ése el caso. Lo repito: no era ése el caso.
Casi todo el mundo era cuerdo entonces, y de buen grado concedo a Reyes este difundido encomio. Una vez más, el gran problema no era la locura, sino el cerebro de la gente: demasiado grande y demasiado mentiroso, y por tanto poco práctico.
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Ningún ser humano podía atribuirse él solo el mérito de haber creado ese cohete, que iba a funcionar con tanta perfección. Era el logro colectivo de todos los que habían concentrado los voluminosos cerebros en el problema de cómo capturar y comprimir la difusa violencia de que es capaz la naturaleza, y arrojarla en paquetes relativamente pequeños sobre el enemigo.
Yo mismo tuve en Vietnam algunas experiencias muy personales acerca de esos sueños que se hacen realidad, es decir, morteros, granadas de mano y artillería. La naturaleza nunca hubiera podido ser tan destructiva en espacios tan pequeños sin ayuda de la humanidad.
He contado ya el episodio sobre la vieja a la que maté con una granada de mano. Podría contar otros muchos, pero ninguna explosión que yo haya visto, o haya oído, puede compararse con lo que sucedió cuando el cohete peruano metió la punta de la nariz, la parte de su cuerpo más dotada de terminaciones nerviosas expuestas, en la antena del radar ecuatoriano.
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Nadie se interesa hoy por la escultura. ¿Quién podría manejar un cincel o un soplete con las aletas o la boca?
Si hubiera un monumento aquí en las islas, sin embargo, que celebrara un acontecimiento clave del pasado, este motivo sería muy bueno: el momento del apareamiento, justo antes de la explosión, entre ese cohete y la antena de radar.
En el plinto de lava de debajo se podrían grabar estas palabras, expresando los sentimientos de todos los que intervinieron en el diseño, la manufactura, la venta, la adquisición y el lanzamiento del cohete, y de todos aquellos para quienes los altos explosivos eran una rama de la industria del entretenimiento:
Es una consumación
devotamente deseada.
William Shakespeare (1564-1616)
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Veinte minutos antes que el cohete diera ese beso a la francesa al disco del radar, el capitán Adolf von Kleist llegó a la conclusión de que el peligro había pasado y que podía bajar del puesto de guardia en la cofa del palo mayor. Habían limpiado el barco, que ahora tenía aún menos comodidades y elementos de navegación que los que había tenido el buque de Su Majestad, el Beagle, cuando ese bravo pequeño velero de madera inició su viaje alrededor del mundo el 27 de diciembre de 1831. El Beagle había tenido una brújula cuando menos, y un sextante, y navegantes capaces de determinar con bastante exactitud la posición de un barco en el mecanismo de relojería del universo gracias al conocimiento que tenían de las estrellas. Y el Beagle, además, había tenido lámparas de aceite para iluminar la noche, y hamacas para los marineros y colchones y almohadas para los oficiales. En cambio, todo el que estuviera decidido a pasar una noche en el Bahía de Darwin tendría que reposar la fatigada cabeza en el acero desnudo o, quizá, imitar a Hisako Hiroguchi, que cuando ya no podía mantener los ojos abiertos se sentaba sobre la tapa del inodoro en el lavabo del salón principal y apoyaba la cabeza. en los brazos plegados sobre la palangana.
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He comparado la multitud frente al hotel con una marejada cuya cresta pasó una vez junto al autobús. Diría que la gente en el muelle se parecía más a un tornado. Ahora esa multitud arremolinada se trasladaba tierra adentro a la luz del crepúsculo, y se alimentaba de sí misma, pues se había convertido en gente a la que valía la pena robar; cargaban langostas, vino, artefactos electrónicos, cortinas, percheros, cigarrillos, sillas, alfombras enrolladas, toallas, colchas, etcétera.
De modo que el capitán bajó del mástil. La escala de cuerdas le lastimaba los pies desnudos y delicados. No había nadie en el barco ni en el muelle, según parecía. Fue primero a su camarote, pues sólo llevaba puestos los calzoncillos. Allí apretó el botón de la luz, pero no ocurrió nada... Todas las bombillas habían desaparecido.
De cualquier modo había electricidad, pues las baterías aún estaban abajo, en la sala de máquinas. La cosa fue así: los ladrones de bombillas habían oscurecido la sala de máquinas antes de intentar robar las baterías, los generadores y los motores. En cierto sentido, y sin saberlo, habían hecho a la humanidad un gran favor. Gracias a ellos el barco aún podía navegar. Sin instrumentos, era tan ciego como Selena MacIntosh; pero no había otro barco más rápido en esa parte del mundo, capaz de hendir el agua a toda velocidad durante veinte días sin renovar el combustible, si nada iba mal en la sala de máquinas, oscura como el alquitrán.