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Tal como ocurrieron las cosas, sin embargo, al cabo de sólo cinco días de navegación algo anduvo muy mal en la sala de máquinas, oscura como el alquitrán.

El capitán, por cierto, no tenía intenciones de hacerse a la mar mientras buscaba a tientas alguna ropa con que cubrirse. No había allí ni siquiera un pañuelo o un trozo de tela para lavarse. Conoció entonces por primera vez el sabor de la carencia textil, que en ese momento era sólo una molestia, pero que sería un grave problema durante los treinta años de vida que aún tenía por delante. Sencillamente no habría más telas o paños para protegerse del sol durante el día y del frío durante la noche. ¡Cuánto habrían de envidiar, él y el resto de los primeros colonos, a la joven Akiko, hija de Hisako, que había nacido con abrigo de pieles!

Todo el mundo, menos Akiko, hasta que ella misma tuvo hijos peludos, tendría que usar durante el día capas y sombreros frágiles, hechos de plumas, unidas por tripas de pescado.

Dijo en contrario Mandarax:

El hombre es un bípedo implume.

Platón (¿427P-347 a. C.)

El capitán conservó la calma mientras registraba la cabina. La ducha estaba goteando y la cerró. Eso era capaz de hacerlo correctamente. Hasta allí podía guardar la compostura. Como ya he dicho, aún tenía en el estómago la última comida. Aunque más importante para la paz de su ánimo era que nadie lo tenía en cuenta. La mayoría de los que habían saqueado el barco tenían muchos parientes necesitados, que empezaban a revolver los ojos, palmearse el vientre y señalarse la garganta como las niñas kanka-bonas.

El capitán conservaba todavía su famoso sentido del humor, y podía permitírselo. ¿En nombre de quién habría de fingir ahora que la vida era un asunto serio? La gente se había llevado todo, hasta las ratas. Pero nunca había habido ratas en el Bahía de Darwin, lo que fue otro golpe de suerte para la humanidad. Si las ratas hubieran estado a bordo con los primeros colonizadores humanos de Santa Rosalía, en poco más o menos de seis meses, no habría habido nada que la gente pudiera comer.

Y luego, después de haber devorado al resto de la gente y de devorarse entre sí, también ellas habrían muerto.

Dijo Mandarax:

¡Ratas!

Pelearon con los perros y mataron los gatos,

y mordieron al niño que dormía en la cuna,

y comieron el queso en la despensa,

y sorbieron la sopa del cucharón del cocinero.

Rajaron los barriles de arenques ahumados,

anidaron en las chisteras de los domingos,

y aun estropearon las charlas de las mujeres,

ahogando sus palabras

con chirridos y chillidos

en cincuenta diferentes bemoles y sostenidos.

Robert Browning (1812-1889)

Los hábiles dedos del capitán, que tanteaban la bombilla apagada, se toparon con lo que resultó ser media botella de coñac escondida sobre el tanque del inodoro. Ésta era la última botella de nada que quedaba todavía en el barco, y contenía la última sustancia que pudiera encontrarse, de proa a popa y de la punta del mástil a la quilla, que un ser humano pudiera metabolizar. Excluyo, por supuesto, la posibilidad de canibalismo. No tengo en cuenta el hecho de que el capitán era perfectamente comestible.

Y en el momento en que los dedos del capitán aferraban con firmeza el cuello de la botella, algo grande y fuerte daba un autoritario topetazo al Bahía de Darwin. Además se oían voces masculinas que venían de la cubierta de botes, más abajo. La cosa era así: la tripulación del remolcador que había descargado combustible y alimentos en el carguero colombiano San Mateo, estaba por llevarse a remolque los dos botes salvavidas del Bahía de Darwin. Habían soltado la amarra de proa y el remolcador estaba empujando la proa del barco hacia el estuario, para poder bajar al agua el bote salvavidas de estribor.

De modo que el barco sólo estaba desposado con el continente de América del Sur por una única amarra en la popa. Poéticamente hablando, esa amarra de popa es el cordón umbilical de nylon blanco de toda la moderna humanidad.

El capitán pudo haber sido también mi colega fantasma en el Bahía de Darwin. Los hombres que se llevaron los botes salvavidas nunca sospecharon que hubiera otra alma a bordo.

Otra vez solo, exceptuándome a mí, procedió a emborracharse. ¿Qué podría importar ahora? El remolcador, seguido por un par de obedientes botes salvavidas, había desaparecido corriente arriba. El San Mateo, enteramente iluminado como un árbol de Navidad, y con la antena de radar girando sobre el puente, había desaparecido corriente abajo, de manera que ahora el capitán podía gritar lo que le viniera en gana desde el puente de mandó, sin atraer atenciones indeseables. Con la mano sobre el timón, gritó al anochecer estrellado: —¡Hombre al agua! —Se refería a sí mismo.

Esperando que nada ocurriera, apretó el botón de arranque para el motor de babor. Desde las entrañas del barco llegó el ruido apagado, oscuro purpúreo, de un gran motor diesel en perfecto estado de salud. Apretó el otro botón dando vida al motor gemelo. Estos dóciles esclavos, que de nada se quejaban, habían nacido en Columbus, Indiana, no lejos de la Universidad de Indiana donde Mary Hepburn se había graduado en zoología.

El mundo es pequeño.

Que los diesel funcionaran todavía era un motivo más para que el capitán perdiera la cabeza y se atontara ingiriendo coñac. Apagó los motores e hizo bien. Si los hubiera dejado en funcionamiento hasta que se calentaran de veras, esa anomalía de la temperatura podría haber atraído la atención electrónica de un bombardero peruano en la estratosfera. En Vietnam teníamos sensores de temperatura tan sensibles que eran capaces de detectar por la noche la presencia de gente, o cuando menos de ciertos grandes mamíferos, pues las criaturas de carne y hueso estaban entonces algo más calientes que los alrededores.

Una vez abrí fuego de artillería sobre un búfalo.

Por lo general había gente allí fuera que intentaba avanzar furtivamente, y matarnos si era posible. ¡Qué vida! Me hubiera gustado abandonar todas mis armas y hacerme pescador.

Y eso era lo que el capitán estaba pensando allí en el puente: «¡Qué vida!», y otras cosas por el estilo. Era todo muy gracioso, sólo que él no tenía ganas de reírse. Pensaba que la vida le había tomado las medidas, que no lo había considerado digno de nada, y que había terminado con él. ¡Cuánto se equivocaba!

Salió a la cubierta principal, a popa del puente y las cabinas de los oficiales, con los pies desnudos sobre el acero desnudo.

Ahora que se habían llevado las alfombras de la cubierta principal, los boquetes reservados para las armas eran claramente visibles aun a la luz de las estrellas. Yo mismo había soldado cuatro planchas en la cubierta principal. No obstante, la mayor parte de mi trabajo, y la más difícil, se encontraba en el interior del barco.

El capitán miró las estrellas y el voluminoso cerebro le dijo que este planeta era una insignificante mota de polvo perdida en el cosmos, y que él era un germen en ese cosmos, y que nada importaba lo que pudiera ocurrirle. Para esto servía la enorme capacidad de estos voluminosos cerebros: para parlotear sin ton ni son. ¿Con qué fin? Nadie tiene ahora esa clase de pensamientos.