Vio entonces una estrella fugaz, un meteorito que ardía en el borde de la atmósfera, allí arriba, donde el teniente coronel Reyes, embutido en su traje del espacio, acababa de recibir la noticia de que Perú estaba oficialmente en guerra con Ecuador. La estrella fugaz dio pie otra vez al voluminoso cerebro ¿el capitán: volvió a maravillarse de qué poco preparada estaba la gente para los meteoritos que golpeaban la superficie de la Tierra.
Y luego hubo esa tremenda explosión en el aeropuerto: la luna de miel del cohete y el disco de radar.
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El autobús del hotel, totalmente decorado con pájaros bobos de patas azules, iguanas marinas, pingüinos, cormoranes, etcétera, etcétera, estaba en ese momento frente a un hospital. El hermano del capitán, *Siegfried, iba a entrar en busca de ayuda para *James Wait, que acababa de perder la conciencia. El ataque cardíaco de *Wait había hecho necesario este desvío, que sin duda había salvado la vida de todos los pasajeros.
La gran burbuja de la onda expansiva de la explosión era tan densa que parecía de ladrillos. Los que estaban en el autobús pensaron que el hospital mismo había estallado. Las ventanillas y los parabrisas del autobús fueron empujados hacia adentro, pero no se rompieron. No hubo una lluvia de cristales dentro del autobús. En cambio, Mary, Hisako, Selena, *Kazakh, el pobre *Wait, las niñas kanka-bonas y el hermano del capitán parecían haber recibido un baño de maíz blanco.
Lo mismo había sucedido en el Bahía de Darwin. Las ventanas volaron todas hacia adentro y por todas partes había granos blancos.
El hospital, tan iluminado un momento antes, había quedado a oscuras ahora, al igual que la ciudad entera, y desde adentro se oían voces que pedían auxilio. El motor del autobús estaba todavía en marcha, gracias a Dios, y los faros delanteros iluminaban un estrecho sendero a través de los escombros. De modo que *Siegfried, sintiéndose cada vez más paralizado, se las compuso para alejarse de allí. ¿Qué ayuda podía ofrecer él o ninguno de los pasajeros a los sobrevivientes del hospital, si los había?
Y la lógica del laberinto de escombros condujo al autobús reptante fuera del centro de la explosión, el aeropuerto, hacia el muelle. El camino a través del marjal, desde el borde de la ciudad hasta los malecones que se alzaban sobre las aguas profundas, estaba casi libre de escombros, pues no había mucho allí que la onda expansiva pudiera derribar.
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*Siegfried von Kleist se dirigió al muelle porque ése era el camino de menor resistencia. Sólo él podía ver a dónde iban. Los demás estaban aún en el suelo del autobús. Mary Hepburn había arrastrado a *Wait, que se había desmayado, lejos de las niñas kanka-bonas, de modo que ahora yacía de espaldas, la cabeza apoyada en el regazo de ella. Los cerebros voluminosos de las kanka-bonas se habían cerrado por completo, pues no tenían ni siquiera el vestigio de una teoría que pudiera explicar lo que pasaba entonces. Hisako Hiroguchi, Selena MacIntosh y *Kazakh estaban también inmovilizadas.
Y todo el mundo estaba sordo, tanta era la violencia con que la onda expansiva había golpeado los huesos del oído, los más pequeños del cuerpo. Ninguno de ellos recobraría por entero el sentido del oído. Con excepción del capitán, los primeros colonos de Santa Rosalía serían todos ligeramente sordos, de modo que gran parte de su conversación en una u otra lengua consistía en frases como: «¿Eh?», «Habla más fuerte», etcétera.
Este ligero defecto, afortunadamente, no era hereditario.
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Como Andrew MacIntosh y Zenji Hiroguchi, nunca sabrían lo que les había ocurrido; a no ser que hubiera respuestas a esa clase de preguntas en el extremo distante del túnel azul que conduce al Más Allá. Aceptarían la teoría del capitán (según la cual la explosión y otra aún por producirse habían sido los impactos de unas piedras al rojo venidas del espacio exterior), aunque no del todo, pues según se comprobó luego, el capitán estaba cómicamente equivocado acerca de muchas cosas.
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El paralizado hermano menor del capitán, que empezaba a oír otra vez —le zumbaban los oídos-detuvo el autobús en el malecón cerca del Bahía de Darwin. No había esperado que el barco fuera para ellos un cómodo refugio. No le sorprendió encontrarlo a oscuras y aparentemente abandonado, con las ventanas voladas, sin botes salvavidas y apenas asegurado al malecón por una única cuerda amarrada a popa. La proa estaba algo alejada del malecón, de modo que la planchada colgaba sobre el agua.
Por supuesto, había sido saqueado, como el hotel. El malecón estaba lleno de envoltorios, cartones y otros desechos abandonados.
*Siegfried no esperaba ver a su hermano. Había oído que el capitán se había marchado de Nueva York, pero no que hubiera llegado a Guayaquil. Si el capitán se encontraba en algún sitio de Guayaquil, era muy probable que estuviera muerto o herido, pero no, en cualquier caso, en posición de poder prestar ayuda a nadie. Nadie en Guayaquil en ese momento de la historia estaba en posición de ayudar a nadie. Dijo Mandarax:
Ayúdate a ti mismo y el cielo te ayudará.
Jean de la Fontaine (1621-1695)
Lo más que *Siegfried esperaba encontrar era un pacífico descanso en medio del caos. Parecía que lo había encontrado. No parecía haber nadie más en las cercanías.
De modo que bajó del autobús para ver si haciendo ejercicio —brincos, estiramientos, flexiones, etcétera— era capaz de dominar los involuntarios movimientos de danza a que lo obligaba el corea de Huntington.
Estaba saliendo la luna.
Y entonces vio una figura humana que se ponía de pie en la cubierta principal del Bahía de Darwin.
Era su hermano, pero una sombra cubría la cara del capitán, y *Siegfried no lo reconoció.
*Siegfried había escuchado rumores de que el barco estaba encantado. Creyó que estaba viendo un fantasma. Creyó que era yo. Creyó que estaba viendo a León Trout.
36
El capitán reconoció a su hermano, sin embargo, y le gritó lo que quizá yo hubiera tenido la tentación de gritarle, si hubiera sido un fantasma materializado allí arriba. Le gritó lo siguiente:
—¡Bienvenido al «Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza»!.
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El capitán, sosteniendo aún la botella, aunque ya vacía, bajó a la cubierta de popa, de modo que se encontró casi en el mismo nivel que su hermano, y *Siegfried, que estaba tan sordo, se acercó todo lo que pudo al borde del foso que se abría entre ellos. La amarra de popa, ese cordón umbilical blanco, cruzaba el foso.
—Estoy sordo —dijo *Siegfried—. ¿Estás sordo tú también?
—No —dijo el capitán. Había estado mucho más lejos que *Siegfried del centro de la explosión. Le sangraba la nariz, sin embargo, hecho que consideraba cómico. Se había lastimado la nariz cuando la onda expansiva lo derribara en la cubierta principal. El coñac le había exacerbado el sentido del humor al punto de que todo le resultaba ahora increíblemente cómico.
Creyó que los ejercicios que *Siegfried había ejecutado en el malecón eran una caricatura de la enfermedad danzante que los dos podrían haber heredado del padre. —Me ha gustado la imitación que hiciste de papá —dijo. Toda la conversación se desarrolló en alemán, la primera lengua que habían aprendido.
—¡Adié! —replicó *Siegfried—. ¡Esto no es nada gracioso!
—Todo es gracioso —dijo el capitán.
—¿Tienes medicinas? ¿Tienes alimentos? ¿Tienes todavía camas? —preguntó *Siegfried.
El capitán contestó con una cita que Mandarax conocía perfectamente:
Debo mucho; no tengo nada. Doy el resto a los pobres.
Francois Rabelais (1494-1553)
—¡Estás borracho! —dijo *Siegfried.
—¿Por qué no? —preguntó el capitán—. No soy más que un payaso. —El daño que el coñac había causado a su cerebro hacía que no pudiera salir de sí mismo. Era incapaz de considerar los sufrimientos de los demás en la ciudad a oscuras o las ruinas lejanas.— ¿Sabes lo que me dijo un tripulante cuando intenté impedir que robara la brújula, Ziggie?