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El Dorado se mantenía abierto sólo como punto de reunión de las personas anotadas en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», pues era propiedad de la misma compañía ecuatoriana dueña del barco. Pero ahora, menos de veinticuatro horas antes de que empezara el crucero, sólo había seis huéspedes, incluyendo a James Wait, en el hotel de doscientas camas. Y los otros cinco eran:

*Zenji Hiroguchi, veintinueve años, genio en computadoras j apones;

Hisako Hiroguchi, veintiséis años, su muy preñada esposa, profesora de ikebana, el arte japonés de los arreglos florales;

*Andrew MacIntosh, cincuenta y cinco años, financiero americano y aventurero de gran riqueza heredada, viudo;

Selena MacIntosh, dieciocho años, hija de Andrew, ciega de nacimiento;

y Mary Hepburn, cincuenta y un años, viuda americana de Ilium, Nueva York, a quien prácticamente nadie había visto en el hotel, pues había permanecido en su habitación de la quinta planta y se había hecho llevar allí todas las comidas después de haber llegado sola la noche anterior.

Los dos con asteriscos junto a sus nombres habrían de morir antes de ponerse el sol. Esta convención de poner asteriscos junto a ciertos nombres seguirá incidentalmente a lo largo de toda mi historia, llamando de este modo la atención de los lectores sobre el hecho de que esos personajes pronto habrán de enfrentar la darwiniana prueba definitiva de fortaleza y aptitud.

Yo también estaba allí, aunque perfectamente invisible.

5

El Bahía de Darwin también estaba condenado, pero no preparado todavía para tener un asterisco. Habría aún cinco puestas de sol antes que sus motores se pararan para siempre y diez años más antes que se hundiera para descansar en el suelo oceánico. No sólo era el más nuevo, el más grande, el más veloz y más lujoso barco crucero con base en Guayaquil. Era el único específicamente diseñado para el mercado turístico de las Galápagos, cuyo destino, desde el momento en que se le puso la quilla, se concibió como un constante viaje a las islas, ida y vuelta, y otra vez ida y vuelta.

Se construyó en los astilleros de Malmö, Suecia, donde yo mismo trabajé en él. Los tripulantes suecos y ecuatorianos que lo llevaron de Malmö a Guayaquil dijeron que la tormenta que padeció en el Atlántico Norte serían las últimas aguas agitadas o el último tiempo frío con que se toparía.

El barco era un restaurante, una sala de conferencias, un club nocturno y un hotel, todo ello flotante, con capacidad para un centenar de huéspedes. Tenía radar y sonar, y un navegante electrónico que indicaba continuamente su posición sobre la faz de la tierra, con una aproximación de cien metros. Estaba tan cabalmente automatizado que una sola persona en el puente, sin nadie en el cuarto de máquinas o en cubierta, podía ponerlo en marcha, levar anclas, y conducirlo como un coche familiar. Tenía ochenta y cinco inodoros y doce bidets, y teléfonos en los camarotes y en el puente que podían comunicarse vía satélite con cualquier otro teléfono del mundo.

Tenía televisión, de modo que la gente podía enterarse de las noticias del día.

Los propietarios, un par de hermanos alemanes que residían en Quito, se jactaban de que su barco nunca estaría fuera de contacto con el resto del mundo. Muy poco era lo que sabían.

Tenía setenta metros de eslora.

El barco en que Charles Darwin era naturalista sin paga, el Beagle, sólo tenía veintiocho metros.

Cuando el Bahía de Darwin fue botado en Malmö, mil cien toneladas métricas de agua salada tuvieron que desplazarse a algún otro sitio. Por ese entonces yo estaba muerto.

Cuando el Beagle fue botado en Falmouth, Inglaterra, sólo doscientas toneladas de agua salada tuvieron que desplazarse a algún otro sitio.

El Bahía de Darwin era un barco de motor y casco de metal.

El Beagle era un velero de madera, y llevaba diez cañones para rechazar a piratas y salvajes.

Los otros dos barcos cruceros con los que competiría el Bahía de Darwin quedaron fuera de combate antes de que la guerra comenzara. Tenían todos los pasajes reservados por meses enteros, pero luego, a causa de la crisis financiera, empezaron a llover las cancelaciones. Ahora estaban anclados en la rebalsa de los marjales, apartados de la ciudad, lejos de caminos o viviendas. Los propietarios les habían quitado los equipos electrónicos y otros objetos de valor previendo un prolongado período de delincuencia.

Ecuador, al fin y al cabo, como las Islas Galápagos, era sobre todo lava y ceniza, y por tanto no estaba en condiciones de alimentar a sus nueve millones de habitantes. Era un país en quiebra, de modo que no podía comprar alimentos a países con abundante tierra mantillosa, y el puerto de Guayaquil permanecía inactivo, y la gente empezaba a morirse de hambre.

Los negocios son los negocios.

Los países vecinos, Perú y Colombia, estaban también en quiebra. El único barco en el puerto de Guayaquil, fuera del Bahía de Darwin, era un herrumbrado carguero colombiano, el San Mateo, varado allí por carecer de medios para adquirir alimentos o combustible. Estaba anclado a corta distancia de la costa, y había permanecido allí tanto tiempo que una enorme balsa de material vegetal se había juntado alrededor de la cadena del ancla. Un pequeño elefante podría haber llegado a las Islas Galápagos en una balsa de esas dimensiones.

México, Chile, el Brasil y la Argentina estaban igualmente en quiebra, y también Indonesia, las Filipinas, Paquistán, la India, Thailandia, Italia, Irlanda, Bélgica y Turquía. Países enteros se encontraron de pronto en la misma situación que el San Mateo, incapaces de comprar con papel moneda, o prometiendo por escrito que pagarían más tarde, ni siquiera lo más esencial. La gente que tenía algo sustancioso para vender, conciudadanos tanto como extranjeros, se rehusaban a cambiar sus bienes por dinero. De pronto empezó a decir a la gente que sólo tenía pedazos de papeclass="underline"

—¡Despertad, idiotas! ¿Qué os hizo pensar que el papel tuviera tanto valor?

Había todavía alimentos y combustible suficientes para todos los seres humanos del planeta, pero millones y millones de gentes empezaron entonces a morir de hambre. Los más sanos podían pasarse sin comer unos cuarenta días, y luego sobrevenía la muerte.

Y esta hambruna era sobre todo el producto de unos cerebros demasiado grandes, como la Novena Sinfonía de Beethoven.

Todo estaba en la cabeza de la gente. La gente sencillamente había cambiado de opinión acerca del valor del papel moneda, pero en la práctica era como si un meteoro del tamaño de Luxemburgo hubiera golpeado el planeta sacándolo fuera de órbita.

6

Esta crisis financiera, que nunca podría haber ocurrido hoy, era simplemente la última de la serie de catástrofes criminales del siglo XX que tuvieron como único origen los cerebros humanos. A juzgar por la violencia que la gente ejercía contra sí misma y contra los demás, y en verdad contra todos los otros seres vivientes, un visitante de otro planeta habría supuesto que el medio ambiente había enloquecido y que la gente estaba tan frenética porque la Naturaleza estaba a punto de matarlos a todos.

Pero hace un millón de años el planeta era tan húmedo y nutricio como lo es hoy; y único, en este respecto, en la entera Vía Láctea. Todo lo que había cambiado era la opinión de la gente.