Estaba todavía en Midland City, Ohio. Era una calurosa tarde de julio y él cortaba el césped de un comerciante de automóviles fabulosamente rico, propietario de los restaurantes locales en los que se servían comidas rápidas. Se llamaba Dwayne Hoover y tenía esposa, pero no descendencia. El señor Hoover estaba en Cincinnati en viaje de negocios, y la señora Hoover, a la que *Wait no había visto nunca aunque le había cortado el césped muchas veces, se encontraba en la casa. Estaba recluida porque, como *Wait había oído decir, tenía problemas con el alcohol, y con las drogas que le había recetado el médico, y el cerebro voluminoso se le había vuelto demasiado errático como para confiar en él en público.
*Wait era guapo por entonces. Su madre y su padre también habían sido guapos. Provenía de una familia guapa. A pesar de que hacía tanto calor, *Wait no se había quitado la camisa. Lo avergonzaban las cicatrices de los castigos que varios padres adoptivos le habían infligido a lo largo de los años. Más tarde, cuando se dedicó a la prostitución en la isla de Manhattan, sus clientes encontraban muy excitantes esas cicatrices dejadas por cigarrillos, percheros, hebillas de cinturones, etcétera.
*Wait no estaba buscando oportunidades sexuales. Acababa de decidir que se iría a Manhattan y no quería hacer nada que pudiera dar a la policía una excusa para encerrarlo. La policía lo conocía muy bien y lo interrogaba a menudo acerca de este o aquel hurto, aunque él nunca había cometido un delito. De cualquier modo, la policía estaba siempre vigilándolo. Le decían cosas como: «Tarde o temprano, hijito, cometerás un gran error».
De modo que la señora Hoover apareció en la puerta con un traje de baño muy reducido. Detrás había una piscina. Ella tenía la cara pintarrajeada e inexpresiva y los dientes en mal estado, pero lucía aún una hermosa figura. Le preguntó si no le gustaría entrar en la casa, donde había aire acondicionado, y beber algo fresco, té helado o limonada.
Cuando *Wait quiso acordarse estaban teniendo contacto sexual, y ella le decía que los dos pertenecían a la misma clase, que ambos estaban perdidos, y le besaba las cicatrices, etcétera.
La señora Hoover concibió, y nueve meses más tarde dio a luz a un niño que el señor Hoover creyó suyo. Era un muchacho guapo, y llegó a ser un buen bailarín y le gustaba mucho la música, como a *Wait.
●
*Wait oyó hablar del niño después de haberse trasladado a Manhattan, pero nunca pudo considerarlo como un pariente. Pasarían años sin que pensara nunca en eso. Y de pronto el cerebro voluminoso, sin motivo alguno, le dijo que en algún lugar del mundo andaba un joven que no estaría en el mundo si no fuera por él. Eso lo intranquilizaba. Un resultado demasiado grande para tan pequeño accidente.
¿Por qué iba a querer él un hijo en ese entonces? Nunca se le hubiera ocurrido.
●
El apogeo sexual de los machos humanos de la actualidad, entre paréntesis, se produce más o menos a los seis años. Cuando un macho se encuentra con una hembra en celo, no hay modo de impedir el contacto sexual.
Y lo compadezco porque recuerdo aún cuando yo tenía dieciséis años. Era infernal lo mucho que uno se excitaba. Entonces, como ahora, los orgasmos no traían ningún alivio. Diez minutos después de un orgasmo, ¿qué? Nada servía de nada, excepto otro orgasmo. ¡Y además había que hacer los deberes para el colegio!
4
La gente que viajaba en el Bahía de Darwin no estaba todavía desesperadamente hambrienta. Los intestinos de cada cual, con inclusión de los de *Kazakh, estaban aún extrayendo las últimas moléculas digeribles de lo que habían comido la tarde anterior. Nadie había empezado a consumir parte de su propio cuerpo, el plan de supervivencia de las tortugas de las Galápagos. Las kanka-bonas conocían ya por cierto lo que era el hambre. Para el resto, sería un descubrimiento.
Y las únicas personas que tenían que mantenerse fuertes y no limitarse a dormir todo el tiempo eran Mary Hepburn y el capitán. Las niñas kanka-bonas no entendían nada del barco ni del océano, y nada comprendían de lo que se les dijera en lengua alguna, salvo el kanka-bono. Hisako estaba en estado catatónico, Selena era ciega y *Wait agonizaba. Por tanto, sólo quedaban dos para gobernar el barco y cuidar de *Wait.
Durante la primera noche, los dos acordaron que Mary gobernaría el barco durante el día, cuando el sol le indicara sin ambigüedad en qué dirección se encontraba el este, del cual estaban huyendo, y en qué otra el oeste, donde supuestamente los aguardaban la paz y la abundancia de Baltra. Y el capitán navegaría durante la noche de acuerdo con las estrellas.
Quien no estuviera al timón, haría compañía a *Wait, y presumiblemente dormitaría algo mientras tanto. Eran éstas por cierto largas guardias, difíciles de soportar. Aunque la ordalía sería en verdad muy breve, ya que de acuerdo con los cálculos del capitán, Baltra sólo se encontraba a unas cuarenta horas de Guayaquil.
Si alguna vez hubieran llegado a Baltra, cosa que jamás hicieron, la habrían encontrado devastada y despoblada por otro paquete de dagonita vía aérea.
●
Los seres humanos eran por ese entonces tan prolíficos que estas explosiones convencionales apenas tenían consecuencias biológicas de largo alcance. Aun al final de guerras muy prolongadas, todavía había mucha gente alrededor. Los bebés eran tan numerosos que los esfuerzos por reducir la población mediante la violencia estaban condenados al fracaso. No causaban más daños irreversibles —exceptuando los ataques nucleares de Hiroshima y Nagasaki— que el Bahía de Darwin al hendir y agitar el mar sin senderos.
Era la capacidad que tenía la humanidad de curarse muy de prisa por medio de los bebés lo que hacía que mucha gente concibiera las explosiones como un espectáculo organizado, como formas altamente teatrales de autoexpresión, y no mucho más.
Lo que la humanidad estaba a punto de perder, sin embargo, excepto una minúscula colonia en Santa Rosalía, era lo que el mar sin senderos no perdería nunca, en tanto estuviera hecho de agua: la capacidad de curarse.
En lo que a la humanidad concernía, todas las heridas estaban a punto de volverse muy permanentes. Y los altos explosivos no serían ya una rama de la empresa del espectáculo.
●
Sí, y si la humanidad hubiera seguido curando sus autoinfligidas heridas por medio de la copulación, el cuento que tengo que contar acerca de la colonia de Santa Rosalía sería una tragicomedia con el vano e incompetente capitán Adolf von Kleist como protagonista. Habría abarcado unos meses en lugar de un millón de años, pues los colonos nunca se hubieran convertido en colonos. Habrían sido náufragos avistados y rescatados en un tiempo muy breve.
Entre ellos se contaría el avergonzado capitán, único responsable de los afanes de los demás.
Después de sólo una noche pasada en el mar, sin embargo, el capitán aún podía creer que todo iba bien. Pronto sería hora de que Mary Hepburn lo relevara en el timón, y entonces le daría las siguientes instrucciones: «Mantenga el sol a popa toda la mañana, y a proa toda la tarde». Y la tarea más urgente que tenía por delante, se decía, era ganarse el respeto del pasaje. Habían visto lo peor de él. Por el tiempo en que llegaran a Baltra, esperaba, habrían olvidado la borrachera, y todos a una estarían diciendo que les había salvado la vida.
Había otra cosa que la gente podía hacer por entonces, de la que ya no es capaz: disfrutar dentro de sus cabezas de acontecimientos que aún no habían acontecido, y que quizá nunca acontecieran.
Mi madre era muy hábil para esto. Algún día mi padre dejaría de escribir ciencia ficción y en cambio escribiría algo que muchísima gente querría leer. Y tendríamos una nueva casa en una hermosa ciudad, etcétera. A veces hacía que me preguntara por qué Dios se había tomado el trabajo de crear la realidad.
Dijo Mandarax:
La imaginación equivale a múltiples viajes ¡y es mucho más barata!