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George William Curtís (1824-1892)

De modo que allí estaba el capitán, medio desnudo en el puente del Bahía de Darwin, pero dentro de su cabeza se encontraba en la isla de Manhattan, donde tenía la mayor parte de su dinero y muchos de sus amigos. De alguna manera iría allí desde Baltra, y se compraría un bonito apartamento en Park Avenue, y al diablo el Ecuador.

Ahora la realidad se entrometía. Estaba saliendo un sol muy real. El sol tenía un pequeño defecto. El capitán había imaginado durante toda la noche que estaban navegando hacia el oeste, de modo que el sol saldría directamente a popa. Este sol particular, sin embargo, estaba a popa, sí, pero también bastante a estribor. De modo que viró el barco a babor hasta que el sol estuviera en el lugar adecuado. El voluminoso cerebro, único responsable del error, le aseguró al alma del capitán que se trataba de un error menor y reciente, y que había ocurrido porque el alba oscurecía las estrellas. El gran cerebro quería que el alma lo respetase, así como quería que los pasajeros lo respetasen. Era un cerebro con vida propia; y llegaría un momento en que el capitán se sentiría desorientado, y culparía al cerebro, e intentaría dispararle un tiro.

Pero para ese momento faltaban todavía cinco días.

Todavía confiaba en él cuando fue a popa para averiguar cómo se encontraba «Williard Flemming» y ayudar a Mary, según lo planeado, a transportarlo a la sombra del pasillo entre las cabinas de los oficiales. No pongo un asterisco delante del nombre de Williard Flemming porque no había tal individuo, y por tanto no podía morir.

Y el capitán sentía tan poco interés por Mary Hepburn como persona, que ni siquiera conocía su apellido. Creía que era Kaplan, el nombre sobre el bolsillo de la blusa de fajina que *Wait utilizaba ahora como almohada.

*Wait también creía que el apellido de ella era Kaplan, por mucho que ella lo corrigiera. Durante la noche él le había dicho: —Vosotros los judíos sois los verdaderos sobrevivientes.

Ella le había contestado: —También usted es un sobreviviente, Williard.

—Bien —había dicho él—, solía creer que lo era, señora Kaplan. Ahora no estoy tan seguro. Supongo que todo el que todavía no ha muerto es un sobreviviente.

—Vamos, vamos —había dicho ella—, hablemos de algo agradable. Hablemos de Baltra.

Pero el flujo de sangre al cerebro de *Wait tuvo que haber sido, al menos por un rato, adecuado, porque él había continuado en la misma línea de razonamiento. Hasta llegó a emitir una risita seca. Había dicho: —Hay muchos por ahí que se jactan de ser sobrevivientes, como si se tratara de algo muy especial. Pero los únicos que no pueden decirlo son los cadáveres.

—Vamos, vamos —había dicho ella.

Cuando poco después del alba el capitán apareció delante de Mary y *Wait, Mary acababa de aceptar casarse con *Wait. La había ganado por cansancio. Era como si le hubiera estado pidiendo agua toda la noche, de modo que finalmente ella tuvo que darle un poco. Él necesitaba tanto el matrimonio, y ella no tenía otra cosa que darle, de modo que le daría un poco.

Mary no creía, sin embargo, que tuviera que cumplir esa promesa casi inmediatamente, o quizá nunca. Por cierto, a ella le gustaba todo lo que él había dicho de sí mismo. Durante la noche él se había enterado de que ella era una entusiasta esquiadora a campo traviesa. Él jamás había calzado un par de esquíes, pero una vez había estado casado con la viuda del propietario de una posada para esquiadores, en las White Mountains, en New Hampshire, y la había arruinado. La había cortejado durante la primavera y la había dejado en la miseria antes que las hojas verdes se volvieran anaranjadas y amarillas y rojas y pardas.

Mary no se había comprometido con un ser humano. Tenía por novio un pastiche.

No era que importase mucho con quién se hubiera comprometido, le decía el voluminoso cerebro, pues con seguridad no podrían casarse antes de llegar a Baltra, y «Williard Flemming», si aún seguía vivo, tendría que someterse a cuidados intensivos inmediatamente. Había mucho tiempo, pensaba, para renunciar al compromiso.

De modo que no le pareció algo muy grave cuando *Wait le dijo al capitán: —Tengo la mejor de las noticias. La señora Kaplan se casará conmigo. Soy el hombre más afortunado del mundo.

El destino le hizo entonces una zancadilla a Mary, casi tan rápida y tan lógica como mi decapitación en el astillero de Malmö.

—Estáis de suerte —dijo el capitán—. Como capitán de este barco en aguas internacionales, estoy legalmente capacitado para casaros. Amados míos, henos aquí reunidos a la vista de Dios... —empezó, y dos minutos más tarde había hecho de «Mary Ka-plan» y «Williard Flemming» marido y mujer.

5

Dijo Mandarax:

Los juramentos no son sino palabras, y las palabras no son sino viento.

Samuel Butler (1612-1680)

Y Mary Hepburn, en Santa Rosalía, memorizaría esa cita de Mandarax y centenares de otras más. Pero a medida que fueron transcurriendo los años, fue tomando cada vez más en serio el matrimonio con «Williard Flemming», aun cuando su segundo marido había muerto con una sonrisa en los labios dos minutos después que el capitán los declarara marido y mujer. Le diría a la peluda Akiko cuando ya era una señora vieja, muy vieja, encorvada y desdentada: —Agradezco a Dios que me haya dado dos hombres buenos. —Se refería a Roy y a «Williard Flemming». Era un modo de decir, también, que no apreciaba mucho al capitán, entonces un hombre viejo, muy viejo, y padre y abuelo de todos los jóvenes de la isla, excepto Akiko.

Akiko era la única persona joven de la colonia que insistía en escuchar historias, y en particular historias de amor, de la vida en el continente. De modo que Mary se disculpaba por conocer tan pocas historias de amor en primera persona. Sus padres, decía, habían estado muy enamorados, y Akiko disfrutaba al oír que habían estado besándose y abrazándose hasta el último momento.

Mary hacía reír a Akiko contándole el ridículo romance, si así podía llamárselo, que había tenido con un viudo llamado Robert Wojciehowitz, director del departamento de inglés en la escuela secundaria de Ilium antes de que la clausuraran. Era la única persona, aparte de Roy y «Williard Flemming», que le había propuesto matrimonio.

La historia era la siguiente:

Robert Wojciehowitz había empezado a llamarla y proponerle citas sólo dos semanas después de la muerte de Roy. Ella lo rechazó y dijo que todavía era muy pronto para que empezara a hacer citas otra vez.

Trató de desalentarlo por todos los medios, pero él insistió y fue a verla una tarde, aunque ella le había dicho que quería estar sola. Llegó a la casa mientras ella estaba cortando el césped. Hizo que apagara la segadora y farfulló una propuesta de matrimonio.

Mary describió el coche de su pretendiente a Akiko y la hizo reír, aunque Akiko no había visto ni vería nunca ninguna clase de automóvil. Robert Wojciehowitz conducía un Jaguar que había sido muy hermoso, pero que estaba todo rayado y abollado del lado del conductor. El coche era un regalo que le había hecho su esposa mientras agonizaba. El nombre de ella era *Doris, nombre que Akiko daría a una de sus peludas hijas sencillamente por la historia que Mary le había contado.

*Doris Wojciehowitz había heredado algo de dinero y compró el Jaguar para Wojciehowitz como modo de agradecerle que hubiera sido tan buen marido. Tenían un hijo grande llamado Joseph, que era un zafio, y que estropeó el hermoso Jaguar cuando su madre todavía vivía. Joseph fue enviado a la cárcel un año, como castigo por conducir un vehículo motorizado bajo los efectos del alcohol.

He aquí otra vez nuestro viejo amigo el alcohol, el reductor de cerebros.

La propuesta de matrimonio de Robert tuvo lugar en el único césped recién cortado de todo el barrio. Los demás patios estaban siendo reconquistados por la vida silvestre, pues el resto de la gente se había ido. Y todo el tiempo que duró la propuesta de matrimonio de Wojciehowitz, un gran perdiguero de color dorado estuvo ladrándoles y pretendiendo ser peligroso. Éste era Donald, el perro que tanto había consolado a Roy en los últimos meses de su vida. Aun los perros tenían nombre en ese entonces. Donald era el perro. Robert era el hombre. Y Donald era inofensivo. Jamás había mordido a nadie. Todo lo que quería era que alguien arrojara un palo para que él pudiera traerlo de vuelta, para que alguien lo arrojara y él pudiera traerlo de vuelta, y así una y otra vez. Donald no era muy inteligente, por no decir más. Por cierto, no compondría la Novena Sinfonía de Beethoven. Cuando Donald dormía, a menudo gimoteaba y le temblaban las piernas traseras. Soñaba que recuperaba palos.