A Robert lo asustaban los perros, porque cuando sólo tenía cinco años él y su madre habían sido atacados por un doberman. Mientras hubiera alguien cerca cuidando de los perros, Robert se mantenía tranquilo. Pero cuando se encontraba a solas con uno, cualquiera fuese el tamaño del animal, sudaba y temblaba y los pelos se le ponían de punta. De modo que estaba siempre atento para evitar esas situaciones.
Pero esta propuesta de matrimonio sorprendió de tal modo a Mary, que se echó a llorar, algo que ya nadie hace. Estaba tan embarazada y confusa, que se disculpó con una voz quebrada y se metió corriendo en la casa. No quería estar casada con nadie más que con Roy. Aun cuando Roy estuviera muerto, sólo quería estar casada con él.
De modo que esto dejaba a Robert delante de la casa, con Donald.
Si el voluminoso cerebro de Robert hubiera servido de algo, le habría aconsejado que caminara lentamente hasta el coche y le dijera a Donald que se callara la boca y se fuera. Pero en cambio, hizo que Robert escapara corriendo. Era un cerebro tan defectuoso, que Robert pasó corriendo junto al coche, lo dejó atrás mientras Donald lo seguía saltando, y cruzó la calle y trepó a un manzano que crecía delante de una casa vacía cuyos dueños se habían mudado a Alaska.
De modo que Donald se sentó al pie del árbol y se quedó allí ladrando.
Robert estuvo una hora en el árbol, sin atreverse a bajar, hasta que Mary, preguntándose por qué Donald no dejaba de ladrar, salió de la casa y lo rescató.
Cuando Robert bajó tenía náuseas de miedo, y se despreciaba a sí mismo. De hecho, se puso a vomitar salpicándose los zapatos y los pantalones. Al fin alcanzó a refunfuñar: —No soy un hombre. Sencillamente no soy un hombre. Por supuesto, ya no volveré a molestarla. Nunca más volveré a molestar a alguna mujer.
Y cuento ahora esta historia de Mary porque el capitán Adolf von Kleist tendría la misma baja opinión de su propio coraje después de batir el mar durante cinco días y cinco noches hasta convertirlo en espuma sin encontrar ni rastros de cualquier clase de isla.
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Estaba demasiado al norte, demasiado al norte. De modo que todos estábamos demasiado al norte. Yo no tenía hambre, por supuesto, ni tampoco la tenía *James Wait, que estaba congelado en el depósito de carne de la cocina. Allí, aunque se habían llevado todas las bombillas, todavía había luz, aunque de infernal aspecto: la que venía de los hornos y las hornallas eléctricas.
Sí, y la plomería aún funcionaba. Había agua abundante en todos los grifos, tanto caliente como fría.
De modo que nadie tenía sed, pero todo el mundo estaba famélico. Kazakh, la perra de Selena, había desaparecido, y no pongo un asterisco delante del nombre porque Kazakh estaba muerta. Las niñas kanka-bonas la habían robado mientras Selena dormía, y ellas mismas la ahogaron, y la despellejaron y le quitaron las entrañas sin otra herramienta que los dientes y las uñas. La asaron en el horno. Nadie lo sabía aún.
De cualquier modo, la perra había estado consumiendo su propia sustancia. Cuando la mataron no era más que piel y huesos.
Si hubiera llegado a Santa Rosalía, no habría tenido un gran futuro, aun en las improbables circunstancias de que hubiera habido allí un perro macho. Todo lo que podría haber conseguido _como modo de perdurar después de muerta— hubiera sido dar a la peluda Akiko, que estaba a punto de nacer, recuerdos infantiles de un perro. Aun en el mejor de los casos, Kazakh no habría vivido tanto como para que otros niños nacidos en la isla la mimaran, vieran cómo meneaba la cola, etcétera. No habrían podido recordar los ladridos de Kazakh, porque Kazakh nunca ladraba.
6
Digo ahora de la prematura muerte de Kazakh, no sea que alguien se sienta movido hasta las lágrimas: «Oh, al fin y al cabo no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven».
Digo lo mismo de la muerte de James Wait: «Oh, al fin y al cabo no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven».
Ese irónico comentario acerca de lo poco que la gran mayoría de nosotros es capaz de conseguir en la vida, por mucho que vivamos, no es de mi propia invención. Lo oí por primera vez en sueco en un funeral, mientras estaba todavía vivo. El cadáver en este particular rito de pasaje era el capataz de un astillero, obtuso e impopular, llamado Per Olaf Rosenquist. Murió joven, o lo que entonces se consideraba joven, porque, como James Wait, había heredado un corazón defectuoso. Fui al funeral con un compañero llamado Hjalmar Arvid Boström, aunque poco pueda importar cómo se llamaba nadie hace un millón de años. Cuando abandonamos la iglesia, Boström me dijo: —Oh, al fin y al cabo no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven.
Le pregunté si ese chiste negro era original, y me dijo que no, que se lo había oído a su abuelo, un oficial alemán encargado de enterrar a los muertos en el frente occidental durante la primera guerra mundial. Era común entre los soldados que se iniciaban en este trabajo adoptar una actitud filosófica acerca de este o aquel cadáver, sobre cuya cara iban a echar unas paladas de tierra, especulando sobre lo que habría podido ser si no hubiera muerto tan joven. Había muchas cosas cínicas que un veterano podía decir a semejante recluta reflexivo, y una de ellas era: «No te preocupes. De cualquier modo no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven».
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Después que yo mismo fui sepultado joven en Malmö, a sólo seis metros de Per Olaf Rosenquist, Hjalmar Arvid Boström dijo de mí al abandonar el cementerio: «Oh, bueno, al fin y al cabo León no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven».
Sí, y recordé ese comentario cuando el capitán von Kleist reprendió a Mary por llorar la muerte del hombre que ellos llamaban Williard Flemming. Hacía sólo doce horas que navegaban por el mar, y al capitán aún no le costaba nada sentirse superior a ella, y en verdad, prácticamente a todo el mundo.
Le dijo, mientras le explicaba cómo mantener el barco en curso hacia el oeste: —Qué pérdida de tiempo, llorar por un completo desconocido. Por lo que usted me dice, no tenía parientes y ya no hacía ningún trabajo útil, de modo que no hay por qué llorar. —Ése podría haber sido un momento oportuno para que yo dijera con voz desencarnada: «Por cierto, no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven.»
Hizo luego una especie de broma, que realmente no sonó como taclass="underline" —Como capitán de este barco —dijo—, ordeno que sólo llore cuando haya algo por qué llorar. No lo hay ahora.
—Era mi marido —dijo ella—. He tomado muy en serio la ceremonia. Puede reírse si quiere. — Wait era un tema todavía presente. Aún no lo habían puesto en el frigorífico. —Dio mucho al mundo y tenía todavía mucho que dar, si lo hubiéramos salvado.
—¿Qué cosa tan maravillosa dio este hombre al mundo? —preguntó el capitán.
—Sabía más de molinos de viento que cualquier otro hombre —dijo ella—. Decía que era posible cerrar las minas de carbón y de uranio; bastarían unos cuantos molinos de viento para que los sitios más fríos del mundo fueran tan cálidos como Miami, Florida. Era también compositor.