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—¿De veras? —dijo el capitán.

—Sí —dijo ella—. Compuso dos sinfonías. —Me hizo gracia, en vista de lo que he dicho hace un rato, que Wait hubiera afirmado durante la última noche pasada en tierra que había compuesto dos sinfonías. Mary siguió diciendo que cuando volviera a su país, iría a Moose Jaw en busca de esas sinfonías que nunca habían sido ejecutadas, e intentaría que una orquesta las estrenase.

—Williard era un hombre tan modesto —dijo.

—Así parece —dijo el capitán.

Ciento ocho horas más tarde, el capitán se encontraría compitiendo directamente con la reputación de este modesto parangón.

—Si por lo menos Williard todavía viviera —dijo ella—, sabría exactamente qué hacer.

El capitán había perdido totalmente el amor propio, y aunque tenia todavía por delante treinta años de vida, nunca volvería a recuperarlo. ¿Qué os parece esto como tragedia? Respondió de un modo abyecto a la burla de Mary. —Estoy abierto, es claro, a cualquier sugerencia —dijo—. Sólo tiene que decirme qué habría hecho el maravilloso Williard y lo haré de buen grado.

Por ese entonces ya había disparado contra su cerebro y ahora sólo seguía los consejos de su alma, dirigiendo el barco ya en una dirección, ya en otra. La aparición de una isla del tamaño de un pañuelo habría inspirado al capitán lágrimas de gratitud.

Y, sí, una vez más el sol se ponía, ya a proa, ya a popa, ya a babor, ya a estribor.

En la cubierta de abajo, Selena MacIntosh llamaban a su perra: —Kaaaaaaaa-zakh, Kaaaaaaaa-zakh. ¿Ha visto alguien a mi perra?

Mary contestó desde arriba: —No está aquí. —Y luego, tratando de imaginar qué habría hecho Williard, se le ocurrió la idea de que Mandarax, además de ser un traductor, un reloj, etcétera, quizá fuera también una radio. Le dijo al capitán que tratara de pedir ayuda por medio de Mandarax.

El capitán no sabía que el instrumento era un Mandarax. Creía que era un Gokubi, y él tenía un Gokubi en su casa de Quito en el cajón de los pañuelos, junto con algunos gemelos de camisa, botones de cuello y relojes. Se lo había regalado su hermano la Navidad pasada, pero él no le había encontrado ninguna utilidad. Para él era sólo otro juguete, y esto sabía al menos: no era una radio.

Sostuvo en la mano lo que él creía un Gokubi y le dijo a Mary: —Daría mi brazo derecho porque esta chatarra fuera una radio. Sin embargo, se lo aseguro ni siquiera el santo Williard Flemming podría enviar o recibir un mensaje con un Gokubi.

—¡Quizás es hora de que deje de estar tan seguro acerca de tantas cosas! —dijo Mary.

—Yo también lo he pensado —dijo él.

—Envíe entonces una señal de SOS —le dijo Mary—. ¿Qué se pierde con probar?

—Nada, por cierto —dijo el capitán—. Señora Flemming, tiene usted muchísima razón. Sin duda, nada puede perderse. —Habló por el micrófono de Mandarax. diciendo la palabra internacional de hace un millón de años, la señal de un barco en apuros:

—Mayday, Mayday, Mayday2 —entonó.

Luego dio la vuelta a Mandarax para que él y Mary pudieran leer cualquier respuesta que apareciese en la pantalla. Sin darse cuenta habían puesto en funcionamiento el intelecto del aparato, la parte ausente en Gokubi que conocía muchísimas citas acerca de cualquier tema, incluso el mes de mayo. En la pequeña pantalla aparecieron estas palabras, por entero desconcertantes:

En el depravado mayo, cerezo y nogal. Judas floreciente. Ser comido, ser dividido, ser bebido entre murmullos...

T.S.Eliot (1888-1965)

7

El capitán y Mary llegaron a creer por un Momento que se habían puesto en contacto con el mundo exterior, aunque ninguna respuesta a una señal de SOS hubiera podido llegar con tanta rapidez y ser tan literaria.

De modo que el capitán llamó otra vez: —¡Mayday, Mayday! Aquí el Bahía de Darwin llamando, posición desconocida. ¿Podéis oírme? A lo cual Mandarax replicó:

Mayo será un buen mes el año próximo o quizá no.

Oh, sí, pero entonces tendremos veinticuatro.

A. E. Housman (1859-1936)

Fue entonces evidente que la palabra May ponía en funcionamiento la capacidad del aparato para disparar una cita tras otra. El capitán quedó intrigado. Todavía creía tener un Gokubi, pero algo más elaborado que el que tenía en casa. ¡Cuánto se equivocaba! Se dio cuenta de que estaba recibiendo respuestas a la palabra «mayo». De modo que probó con la palabra «junio».

Y Mandarax replicó:

Junio estalla por todas partes.

Osear Hammersteín II (1895-1960)

—¡Octubre! ¡Octubre! —exclamó el capitán.

Y Mandarax replicó:

Los cielos, cenicientos y apagados;

las hojas, quebradizas y secas;

las hojas, mortecinas y secas.

Era de noche en el desolado octubre

de mi año más inmemorial.

Edgar Allan Poe (1809-1849)

Esto en cuanto a Mandarax, que el capitán todavía creía que era un Gokubi. Y Mary le dijo que volviera a subir a la punta del mástil para ver lo que pudiera ver.

Antes de subir, sin embargo, echó una púa más al capitán. Le preguntó el nombre de la isla que quizá viera muy pronto. Esto es lo que él había hecho durante todo ese tercer día en el mar: había nombrado islas que estaban por debajo del horizonte, y supuestamente justo delante. —Mantenga los ojos abiertos para contemplar San Cristóbal, o quizá Genovesa, según estemos más o menos al sur —había dicho; o ese mismo día, más tarde: — ¡Ah! ¡Ahora sé dónde estamos! En cualquier momento nos toparemos con la Isla de Hood... el único sitio en que anida el albatros bamboleante, el ave más grande el archipiélago.— Y así sucesivamente.

Estos albatros, entre paréntesis, todavía merodean por aquí, y todavía anidan en Hood. Tienen unas alas de dos metros de envergadura, y están tan dedicados como siempre al futuro de la aviación. Siguen considerándola la cosa del futuro.

El quinto día llegaba a su término; sin embargo el capitán guardó silencio cuando Mary le pidió que nombrara alguna isla de las cercanías.

Ella volvió a preguntárselo y él le respondió: —El Monte Ararat.

Cuando subió al mástil, sin embargo, me sorprendió que no gritara de asombro ante lo que yo confundí con un muy extraño fenómeno meteorológico que estaba ocurriendo sobre la popa del barco y que luego se desplazó hacia la estela espumosa. Parecía ser de naturaleza eléctrica, aunque muy silencioso, un pariente cercano de la centella, quizá, o del fuego de San Telmo.

Aquella ex profesora de escuela secundaria lo miró, pero no pareció que lo considerase fuera de lo común. Y entonces comprendí que sólo yo podía verlo y me di cuenta de lo que era: el túnel azul que conduce al Más Allá. Había venido a mi otra vez.

Lo había visto tres veces antes: en el momento de mi decapitación, y luego en el cementerio de Malmö, cuando la arcilla sueca sonaba húmeda sobre la tapa de mi ataúd, y Hjalmar Arvid Boström, quien por cierto nunca iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven, dijo de mí: —Oh, después de todo, nunca iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven. —Había aparecido por tercera vez cuando yo mismo me encontraba en lo alto del mástil, durante una tormenta en el Atlántico Norte, golpeado por el aguanieve y la ventisca, sosteniendo en alto mi cabeza rebanada como si fuera una pelota de baloncesto.

Sólo yo puedo darme cuenta de lo que implica la aparición del túnel azuclass="underline" ¿He satisfecho por fin mi curiosidad acerca del significado de la vida? Entonces es ñora de entrar en lo que comparo con una aspiradora. Si hay en verdad una fuerza de succión dentro del túnel, de una luz muy semejante a la que arrojan las hornallas y hornos eléctricos del Bahía de Darwin, no parece afectar a mi difunto padre, el escritor de ciencia ficción Kilgore Trout, que puede permanecer en la tobera y charlar conmigo.