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Lo primero que mi padre me dijo por sobre la popa del Bahía de Darwin fue lo siguiente: —¿Ya tienes bastante de ese barco de necios, hijo? Ven conmigo en seguida. Si esta vez me desairas, no volverás a verme en un millón de años.

¡Un millón de años! ¡Dios mío, un millón de años! No bromeaba. Por malo que hubiera sido como padre, siempre había cumplido sus promesas, y nunca me había mentido a sabiendas.

De modo que di un primer paso hacia él, pero no un segundo. Estaba yo como una pájara boba de patas azules al comienzo de la danza nupcial. Como en una danza nupcial, ese titubeante primer paso era como el primer tic de un reloj, que se volvería irresistible. Yo ya estaba cambiando, aunque todavía me encontraba lejos de la tobera. El latido de las maquinarias del Bahía de Darwin se hizo más débil y el acero de la cubierta principal se hizo transparente, de modo que yo podía ver el salón principal a mis píes, donde las niñas kanka-bonas roían los huesos de su inocente hermana Kazakh.

Ese primer paso hacia mi padre me hizo pensar lo siguiente acerca de las niñas indias y Mary en el puesto de vigía a mis espaldas, e Hisako Hiroguchi y su feto en el lavabo y el desmoralizado capitán y la ciega Selena en el puente, y el cadáver en el refrigerador: «¿Cómo he llegado a preocuparme por esta gente desconocida, estos esclavos del miedo y el hambre? ¿Qué tienen que ver conmigo?»

Cuando no di un segundo paso hacia mi padre, él me dijo: —Adelante, León. No es tiempo de titubeos.

—Pero no he completado aún mi investigación —protesté. Había decidido ser un fantasma porque esa ocupación tiene como beneficio secundario la posibilidad de leer el pensamiento, conocer la verdad del pasado de la gente, ver a través de los muros, estar en muchos sitios a la vez, conocer en profundidad cómo esta o aquella situación ha llegado a tener determinada estructura, y acceder a todo conocimiento humano—. Padre —dije—, concédeme cinco años más.

—¡Cinco años! —exclamó. Se burló de mí recordándome los tres convenios previos que había hecho con él—: «Sólo un día más, papá.» «Sólo un mes más, papi.» «Sólo seis meses más, papaíto.»

—¡Pero estoy aprendiendo tanto acerca de lo que es la vida, cómo funciona en realidad, cuál es su verdadero significado! —dije.

—No me mientas —dijo—. ¿Te has mentido alguna vez a ti mismo?

—No, señor—dije.

—Entonces no me mientas a mí —dijo.

—¿Eres un dios ahora? —le pregunté.

—No —dijo—. Aún no soy nada más que tu padre León, pero no me mientas. A pesar de todo lo que escachas a escondidas, no has acumulado otra cosa que información. Lo mismo daría que fueras un coleccionista de cromos de jugadores de baseball o de tapas de botellas. Por el sentido que encuentras en toda esa información de que ahora dispones, lo mismo daría que fueras Mandarax.

—Sólo cinco años más, papaíto, papi, padre, papá —dije.

—Ese tiempo no basta para aprender lo que esperas aprender —dijo—. Y es por eso, hijo, que te doy mi palabra de honor: si me desairas ahora, no volveré en un millón de años.

»¡León, León, León! —imploró—. Cuanto más aprendas acerca de la gente, tanto mayor será tu disgusto. Habría creído que el hecho de que los hombres supuestamente más sabios de tu país te hubieran enviado a luchar en una guerra incesante, despiadada, horripilante, y en última instancia sin sentido, te habría dado suficiente comprensión de la naturaleza humana como para que te durara toda la eternidad.

»¿Es preciso que te diga que esos mismos maravillosos animales de los que aparentemente quieres saber más y más, están en este momento tan orgullosos como Punch por tener armas preparadas para dispararse en cualquier momento, con la garantía de matarlo todo?

»¿Es preciso que te diga que este plañera otrora hermoso y nutritivo cuando se lo miraba desde el aire parece ahora los órganos enfermos del pobre Roy Hepburn expuestos en la autopsia, y que los cánceres visibles que crecen por el gusto de crecer, y que lo consumen y lo envenenan todo, son las ciudades de tu amada humanidad?

»¿Es preciso que te diga que estos animales han hecho tantas chapucerías que ya no pueden imaginar una vida decente ni siquiera para sus propios nietos, y que considerarían un milagro que quedara algo que comer o disfrutar en el año dos mil, para el que ahora sólo faltan catorce años?

»Como los pasajeros de este maldito barco, hijo mío, son conducidos por capitanes que no tienen cartas ni brújulas, y que minuto a minuto no se ocupan de problema más sustancial que proteger su amor propio.

Como mientras vivía, le hacía falta afeitarse. Como mientras vivía, estaba pálido y demacrado. Y un motivo, sin duda, por el que me era difícil dar otro paso hacia él, era que no me gustaba.

Me había escapado de casa a los dieciséis años porque me avergonzaba tanto de mi padre.

Si en lugar de mi padre hubiera habido un ángel a la boca del túnel azul, quizá me habría metido en él de un salto.

James Wait había escapado de casa porque la gente lo castigaba todo el tiempo. No habría sido muy diferente si hubiera escapado de las manos de la Inquisición española, tan ingeniosas eran las torturas que los voluminosos cerebros de los padres adoptivos concebían para él. Yo escapé de un padre real que nunca me había levantado la mano.

Pero cuando yo era demasiado joven como para entenderlo, mi padre me utilizó como cómplice con el propósito de alejar a mi madre para siempre.

Hacía que junto con él me mofara de mi madre cuando ella quería viajar a algún sitio, hacerse de amigos o invitarlos a cenar, ir alguna vez al cine o a un restaurante. Yo estaba de acuerdo con mi padre. Entonces yo creía que él era el escritor más grande del mundo; y yo en verdad no conocía otra cosa de la que pudiera sentirme orgulloso. No teníamos amigos —la nuestra era la casa más deteriorada del vecindario—, y ni siquiera televisor o automóvil. ¿Por qué entonces no habría de defenderlo contra mi madre? De cualquier modo es preciso reconocer que él jamás sugirió que fuera un gran escritor. Cuando mi juicio no era maduro, sin embargo, yo admiraba su insistencia en no hacer otra cosa que escribir y fumar todo el tiempo... y digo bien, todo el tiempo.

Oh, sí, y había otra cosa de la que creía que podía enorgullecerme, y que por cierto contaba mucho en Cohoes: mi padre había estado en la Marina.

Cuando tuve dieciséis años, sin embargo, yo mismo llegué a la conclusión a la que mi madre y los vecinos habían llegado tanto tiempo atrás: que mí padre era un repelente fracasado, que su obra aparecía sólo en las editoriales y revistas de más baja reputación y que no le pagaban casi nada. Era un insulto a la vida misma, pensé, cuando siguió utilizándola nada más que para escribir y fumar todo el tiempo, y digo bien, todo el tiempo.

Por ese entonces yo tenía cero en todas las asignaturas excepto en arte. Nadie tenía cero en arte en la escuela secundaria de Cohoes. Eso era sencillamente imposible. Y huí en busca de mi madre, a la que nunca encontré.

Mi padre había publicado más de cien libros y un millar de cuentos, pero en todos mis viajes sólo encontré a una persona que hubiera oído de él. Semejante encuentro después de una búsqueda tan larga, me confundió de cal modo emocionalmente que creo que estuve loco por un tiempo.

Nunca telefoneaba a mi padre, ni siquiera le enviaba una postal, y sólo supe que había muerto cuando morí yo mismo, y él apareció por primera vez en la boca del túnel azul que conduce al Más Allá.