No obstante yo lo había respetado por lo único que —pensaba yo— él podía aún sentirse orgulloso: también yo había estado en la Marina de los Estados Unidos. Era una tradición de familia.
Y vaya si no me he convertido también yo en escritor, garabateando como mi padre, sin el menor indicio de que pueda haber un lector en sitio alguno. No lo hay. No puede haberlo.
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De modo que los dos habíamos sido como los pájaros bobos de patas azules, hacíamos lo que teníamos que hacer, con testigos o sin ellos; y esto último era lo más probable.
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Entonces mi padre me dijo desde la boca del túneclass="underline" —Eres como tu madre.
—¿En qué sentido? —pregunté.
—¿Sabes cuál era su cita favorita? —dijo.
Por cierto que yo la sabía, y también la sabía Mandarax. Es el epígrafe de este libro.
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—Crees que los seres humanos son animales bondadosos, que terminarán por resolver todos sus problemas y que liarán otra vez de la tierra un Jardín del Edén.
—¿Puedo verla, por favor? —dije. Sabía que ella estaba en algún sitio al otro extremo del túnel, sabía que estaba muerta. Eso fue lo primero que le pregunté a mi padre después de haber muerto yo mismo—: ¿Sabes qué ha sido de mamá?
La había buscado por todas partes antes de ingresar en la Marina de los Estados Unidos.
—¿Es mamá la que está detrás de ti? —pregunté. El túnel azul se retorcía en una inquieta peristalsis. Las contorsiones me permitían a menudo atisbar profundamente dentro de él. Vi a esa mujer allí la tercera vez que papá apareció, y pensé que quizá fuera mi madre, pero no tuve tanta suerte.
—Soy Naomi Tharp, León —me dijo la mujer. Era la vecina que, por un corto tiempo después de la partida de mi verdadera madre, hizo lo que pudo por reemplazarla—. Soy la señora Tharp —llamó—. Me recuerdas, ¿no es cierto, León? Ven, entra, como cuando entrabas en mi casa por la puerta de la cocina. Sé un buen chico. No querrás quedarte ahí afuera un millón de años más.
Avancé otro paso hacia la boca del túnel. El Bahía de Darwin se convirtió en una fantasía de telarañas. El túnel se convirtió en un medio de transporte tan sustancial y adecuado como el tranvía de Malmö que solía llevarme al astillero y traerme de vuelta cada día.
Pero entonces, detrás de mí, desde la cofa del Bahía de Darwin, escuché el oscuro fantasma que era Mary ahora: gritaba algo una y otra vez. Me pareció que pasaba por alguna especie de agonía. No entendía lo que gritaba, pero el tono habría sido el adecuado si le hubieran disparado un tiro en el estómago.
Tenía que enterarme de lo que decía y por lo tanto di dos pasos atrás, y luego me volví y la miré allá arriba. Estaba sollozando, estaba riendo. Se había inclinado sobre el borde del cubo de acero, de modo que tenía la cabeza al revés cuando le gritó al capitán que estaba en el puente: —¡Tierra, tierra! ¡Alabado sea Dios! ¡Dios querido! ¡Tierra, tierra!
8
Fue Santa Rosalía lo que vio Mary Hepburn. El capitán, por supuesto, acercó el barco en seguida con la esperanza de encontrar gente que la habitara, o cuando menos animales que él y los demás pudieran cocinar y comer. Faltaba decidir si me quedaría allí a ver qué pasaba. El precio que yo tendría que pagar por satisfacer mi curiosidad acerca del destino de los pasajeros no era nada ambiguo: tener que merodear por la tierra, sin oportunidad de libertad condicional, durante un millón de años.
Lo decidió por mí Mary Hepburn, «la señora Flemming», cuya alegría en la cofa del mástil sostuvo mi atención durante tanto tiempo que cuando me volví hacia el túnel, el túnel había desaparecido.
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He completado ya esa sentencia de un millar de milenios. He pagado plenamente la deuda que tenía con la sociedad o lo que fuere. Puedo esperar que en cualquier momento aparezca el túnel azul. Por supuesto, saltaré dentro de él de muy buen grado. Ya no ocurre nada aquí que yo no haya visto u oído antes, muchas veces. Nadie, por cierto, va a componer la Novena Sinfonía de Beethoven... o decir una mentira, o iniciar una tercera guerra mundial.
Mi madre estaba en lo cierto: aun en los días más oscuros hay esperanzas para la humanidad.
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Un primero de diciembre de 1986, un lunes por la tarde, el capitán Adolf von Kleist, cuyo barco no tenía un ancla que sirviera, varó intencionalmente el Bahía de Darwin en un bajío de lava, cerca de la costa. Creía que podría librarse por sí mismo, como lo había hecho en Guayaquil, cuando fuera tiempo de volver a navegar.
¿Cuándo se disponía el capitán a volver a navegar? Tan pronto como la despensa estuviera llena de nuevos, pájaros bobos, iguanas, pingüinos y cangrejos, y cualquier otra cosa que fuera comestible y fácil de atrapar. Cuando la reserva de alimentos fuese equiparable a las reservas de combustible y agua, podría volver tranquilamente al continente y buscar algún puerto pacífico. Redescubriría el continente sudamericano.
Apagó los motores, que habían sido siempre fieles, pero que ya no lo serían. Por razones que nunca entendió, no volverían a ponerse en marcha.
Esto significaba que las hornallas, los hornos y los refrigeradores dejarían de funcionar también, tan pronto como se gastaran las baterías.
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Había todavía diez metros de amarra de popa, de cordón umbilical de nylon blanco enrollado a una cornamusa en la cubierta principal. El capitán hizo unos nudos y luego él y Mary bajaron por la cuerda, y vadearon el bajío hacia la costa para buscar huevos, y matar animales inferiores que no les tuvieran miedo. Como bolsas de almacenaje, utilizarían la blusa de Mary y la camisa nueva de James Wait, que todavía conservaba el rótulo con el precio.
Retorcieron el pescuezo a los pájaros bobos. Atraparon iguanas de tierra por la cola y luego las golpearon contra las piedras negras hasta matarlas. Y fue durante esta carnicería que Mary se arañó, y un audaz pinzón vampiro probó un primer sorbo de sangre humana.
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Los matarifes dejaron en paz a las iguanas marinas, creyéndolas incomestibles. Pasarían dos años antes que descubrieran que las algas parcialmente digeridas en el estómago de estas criaturas no sólo eran un sabroso plato caliente precocinado, sino también un remedio para las deficiencias de vitaminas y minerales que habían padecido hasta entonces. Algunas personas, además, digerían mejor que otras este puré, por lo que tenían un aspecto más saludable, y eran más atractivos como compañeros de sexo. De modo que la Ley de Selección Natural puso manos a la obra con el resultado de que un millón de años más tarde los seres humanos pueden digerir las algas por sí mismos, sin intervención de las iguanas marinas, a las que dejan en paz.
Es ésta una disposición de las cosas mucho más agradable para todo el mundo.
La gente sigue matando peces, sin embargo, y cuando el pescado escasea siguen comiendo pájaros bobos, que a su vez siguen sin tener miedo a la gente.
Podría quedarme aquí otro millón de años y todo ese tiempo, estoy seguro, no bastaría para que los pájaros bobos llegaran a entender que la gente es peligrosa. Sí, y corno ya he dicho, todavía bailan y bailan en la época de apareamiento.
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Esa noche la gente celebró una verdadera fiesta en el Bahía de Darwin. Comieron en la cubierta principal, y la misma cubierta principal sirvió de fuente, y el capitán fue el chef. Hubo iguanas de tierra asadas rellenas con carne picada de cangrejo y de pinzón. Hubo pájaros bobos asados rellenos con sus propios huevos y bañados en grasa de pingüino derretida. Todo era absolutamente delicioso. La gente se sentía de nuevo feliz.
Y a la mañana siguiente, con las primeras luces, el capitán y Mary bajaron otra vez a tierra y llevaron con ellos a las niñas kanka-bonas. Todos mataron y mataron y arrastraron cadáveres y más cadáveres, hasta que además del cuerpo de James Wait, el refrigerador del barco contuvo aves, iguanas y huevos suficientes como para un mes si fuera necesario. Ahora no sólo tenían combustible y agua en abundancia, sino una cantidad inagotable de comida, y buena comida, por añadidura.