Luego el capitán pondría en funcionamiento los motores. Llevaría el barco hacia el este a la velocidad máxima. No había nada que le impidiera topar con América del Sur o América Central, o América del Norte, le dijo el capitán a Mary, recuperado el sentido del humor, «... a no ser que tengamos la desdicha de pasar por el canal de Panamá. Pero si lo atravesamos, puedo garantizarle que poco a poco llegaremos a Europa o África».
De modo que él rió y ella rió también. Todo saldría bien al fin y al cabo. Pero no fue posible poner en marcha los motores.
9
Por el tiempo en que el Bahía de Darwin se deslizó bajo la mortal calma del océano, en setiembre de 1996, todo el mundo salvo el capitán lo llamaba por el mote que le había dado Mary, «el Persiana de Rollo Galopante».
Este nombre peyorativo había sido tomado de una canción que aprendió Mary de Mandarax, que era como sigue:
Buen barco para un largo viaje oceánico,
el Persiana de Rollo Galopante.
No había tormenta que lo acobardara,
o perturbara al comandante.
El hombre del timón nunca tenía en cuenta
los golpes y los tumbos,
y a veces, parecía, después de la tormenta,
que la había pasado durmiendo en la litera.
Charles Carryl (1842-1920)
Hisako Hiroguchi y su hija peluda Akiko y Selena MacIntosh todas lo llamaban «el Persiana de Rollo Galopante», y también lo llamaban así las mujeres kanka-bonas, a las que les encantaba el sonido de las palabras aunque no entendieran el significado. Y cuando las mujeres kanka-bonas tuvieron hijos, cosa que no habían hecho todavía, les enseñaron que ellos mismos habían llegado desde el continente en un barco mágico ya desaparecido, llamado «el Persiana de Rollo Galopante».
Akiko, que hablaba con fluidez el kanka-bono tanto como el inglés y el japonés, y la única que no era kanka-bona y podía conversar con las kanka-bonas, no encontró nunca una manera satisfactoria de traducir esto al kanka-bono: «el Persiana de Rollo Galopante».
Las kanka-bonas no eran más capaces de entenderlo y entender su cómica intención que una persona moderna, si yo le susurrara al oído mientras se asoleaba en una playa de arena blanca junto a una laguna azuclass="underline" «el Persiana de Rollo Galopante».
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Fue poco después que el Persiana de Rollo Galopante se hundiera en el mar cuando Mary empezó su programa de inseminación. Tenía por entonces sesenta y un años. Era la única compañera de sexo del capitán, que tenía sesenta y seis y cuyo impulso sexual no era ya tan urgente. Y estaba por lo demás decidido a no reproducirse, pues todavía era posible que transmitiese el corea de Huntington. Era además racista, y no se sentía para nada atraído por Hisako o su hija peluda, y menos todavía por las mujeres indias, que en última instancia serían las madres de sus hijos.
Recordad: esta gente esperaba ser rescatada en cualquier momento y no tenían modo de saber que eran la última esperanza de la humanidad. De manera que se empeñaban en prácticas sexuales simplemente con el fin de pasar el tiempo de modo placentero, o para calmar un escozor, o para quedar adormecido, o lo que queráis. De acuerdo con los datos de que disponían, reproducirse habría sido un acto irresponsable, pues Santa Rosalía no era sitio para criar niños y además, los niños harían más escasas las reservas de alimentos.
Mary lo consideró así tanto como el que más antes que el Persiana de Rollo Galopante fuera a reunirse con la flota ecuatoriana de submarinos: el nacimiento de un niño sería una tragedia.
El alma de Mary seguía considerándolo así, pero su voluminoso cerebro empezó a preguntarse, ociosamente, como para no atormentarla, si el esperma que el capitán le inyectaba unas dos veces al mes no podría transferirse de algún modo a una mujer fértil y así, ¡eh, presto!, obtener una preñez. Akiko, que sólo tenía diez años por entonces, no ovulaba todavía. Pero sí por cierto las mujeres kanka-bonas, que tenían de quince a dieciocho años.
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El voluminoso cerebro de Mary le dijo lo que ella había dicho tantas veces a sus alumnos: que no había mal alguno y posiblemente mucho bien, en que la gente jugara con toda clase de ideas, por imposibles o poco prácticas o directamente insanas que pudieran parecer. Se aseguró a sí misma, allí en Santa Rosalía, como antes había asegurado a los adolescentes de Ilium, que los juegos mentales aun con las ideas más baladíes habían conducido a muchos de los más significativos descubrimientos científicos de lo que ella, hace un millón de años, llamaba «tiempos modernos».
Consultó a Mandarax acerca de la curiosidad. Dijo Mandarax:
La curiosidad es una de las características permanentes y seguras de una mente vigorosa.
Samuel Johnson (1709-1784)
Lo que Mandarax no le dijo, y lo que el voluminoso cerebro por cierto tampoco le diría, era que si se le había ocurrido la idea de un nuevo experimento, con un posible feliz resultado, el voluminoso cerebro no la dejaría tranquila mientras no llevara a cabo ese experimento.
Ése, se me ocurre, era el aspecto más diabólico de los viejos cerebros voluminosos. Solían decir a sus propietarios, en efecto: «He aquí una locura que quizá podríamos hacer. Nunca la haremos, por supuesto, pero resulta divertido pensarlo».
Y entonces, como en estado de trance, la gente realmente lo hacía: obligaban a los esclavos a que lucharan a muerte entre ellos en la arena del Coliseo, o quemaban viva a la gente en la plaza pública por tener opiniones localmente impopulares, o edificaban fábricas cuyo único propósito era matar grandes cantidades de gente, o volaban ciudades enteras, etcétera.
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En algún sitio de Mandarax tenía que haber habido, pero no la había, una advertencia en este sentido: «En esta era de cerebros voluminosos, todo lo que pueda hacerse se hará; de modo que atención, y a ponerse a salvo».
Lo más parecido que Mandarax pudo llegar a decir era una cita de Thomas Carlyle (1795-1881):
La duda, de cualquier especie, sólo puede terminar en la Acción.
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Las dudas de Mary, que se preguntaba si una mujer podía ser fecundada por otra en una isla desierta y sin ninguna ayuda técnica, la llevaron a la acción. En un estado casi de trance se encontró visitando el campamento de las mujeres kanka-bonas al otro lado del volcán, en compañía de Akiko para que le sirviera de intérprete.
Y ahora me sorprendo recordando a mi padre cuando todavía estaba vivo, cuando todavía era un pobre escribidor en Cohoes. Tenía siempre la esperanza de vender algo para e! cine, y así no necesitaría recurrir a trabajos irregulares, y podría contratar una cocinera y una señora que se encargara de la limpieza.
Pero por mucho que deseara vender una historia para el cine, las escenas cruciales de sus cuentos y novelas eran acontecimientos que nadie en sus cabales pretendería jamás trasladar al cine; no si quería que la película fuera popular.
De modo que me encuentro ahora contando una historia cuya escena crucial nunca hubiera sido incluida en una película popular de hace un millón de años. En ella Mary Hepburn, como si estuviera hipnotizada, hunde el dedo índice dentro de ella misma y luego dentro de una mujer kanka-bonas de dieciocho años, fecundándola.