A Mary se le ocurrió luego un chiste a propósito de las libertades apresuradas, inexplicables, irresponsables, sencillamente enloquecidas que se había tomado con los cuerpos no sólo de una sino de todas las adolescentes kanka-bonas. Ya no se hablaba, sin embargo, con el único que habría entendido el chiste, que era el capitán, de modo que tuvo que guardárselo para ella. El chiste, si hubiera sido articulado, habría sido algo así:
«Si esto se me hubiera ocurrido cuando todavía enseñaba en la escuela secundaria de Ilium, ahora estaría en una bonita prisión neoyorquina para mujeres, y no en Santa Rosalía, una isla abandonada de la mano de Dios.»
10
Cuando el barco se hundió, se llevó consigo los huesos de James Wait, mezclados en el suelo de la despensa de carne junto con los huesos de reptiles y aves de especies que todavía sobreviven. Sólo los huesos como los de Wait carecen hoy de un vestido de carne.
Eran los huesos de alguna especie de antropoide macho, evidentemente, que andaba erguido y tenía un cerebro de extraordinario volumen cuyo propósito (puede uno conjeturar) era gobernar un par de manos maravillosamente articuladas. Quizás había domesticado el fuego. Quizás había utilizado herramientas.
Quizás había tenido un vocabulario de doce palabras o aún más.
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Cuando el barco se hundió, el capitán era el único que tenía barba en la isla. Un año después, nacería su hijo Kamikaze. Trece anos después, la isla contaría con una segunda barba, la barba de Kamikaze.
Dijo Mandarax:
Dijo un viejo con una barba
«Justo esto me preocupaba!
Dos búhos y una gallina,
cuatro alondras y una avutarda,
han hecho nido en mi barba.»
Edward Lear (1812-1888)
Por el tiempo en que el barco se hundió, cuando la colonia contaba diez años, el capitán se había convertido en una persona muy aburrida, con poco en qué pensar, con poco que hacer. Pasaba mucho tiempo cerca de la única reserva de agua de la isla, una fuente en la base del cráter. Cuando la gente iba en busca de agua, el capitán la recibía como si fuera el amable y comprensivo dueño de la fuente, su asistente y conservador. Aún comunicaba a las kanka-bonas, que no entendían una palabra, el estado en que se encontraba la fuente ese día, definiendo cómo manaba desde una grieta en la roca: «... muy nervioso hoy» o «... muy vivaz hoy» o «... muy perezoso hoy», o lo que fuere.
El modo en que manaba la fuente era en realidad muy homogéneo, y lo había sido durante miles de años antes que los colonos llegaran allí, y lo sigue siendo hasta el día de hoy, aunque la gente ya no lo necesita. He aquí cómo funcionaba, y no era preciso un graduado en la Academia Naval de los Estados Unidos para comprender el misterio: el cráter era un cuenco enorme que recibía el agua de la lluvia y la ocultaba del calor del sol bajo una capa muy espesa de desechos volcánicos. Había una lenta pérdida en el cuenco, que era la fuente.
No había manera de que el capitán, aun con tanto tiempo disponible, hubiera podido mejorar la fuente. El agua fluía ya de un modo satisfactorio desde una hendidura en la pared de lava, y era recogida en un estanque natural diez centímetros más abajo. El estanque tenía y tiene todavía el tamaño de la palangana en el servicio del salón principal del Persiana de Rollo Galopante. Si ese estanque se vaciase, con la ayuda del capitán o sin ella, en veintitrés minutos y once segundos (como calculó Mandarax) habría estado otra vez Heno hasta los bordes.
¿Cómo describiría los años de declinación del capitán? Tendría que decir que sentía una callada desesperación. Pero con seguridad no necesitaba haber naufragado en Santa Rosalía para sentirse así.
Dijo Mandarax:
La mayoría de los hombres llevan una vida de callada desesperación.
Henry David Thoreau (1817-1862)
¿Y por qué la callada desesperación era entonces una enfermedad tan difundida? Una vez más presento en el escenario al verdadero villano de mi historia: el volumen excesivo del cerebro humano.
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Nadie lleva hoy una vida de callada desesperación. La mayoría de los hombres estaban calladamente desesperados hace un millón de años porque las infernales computadoras craneanas eran incapaces de moderarse o de estarse quietas; siempre andaban buscando nuevos problemas con los que enfrentarse, problemas que la vida no podía procurar.
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He descrito ya la mayor parte de los acontecimientos y las circunstancias que me parecen cruciales, en relación con la milagrosa supervivencia de la humanidad. Los recuerdo como si fuesen llaves de extraña forma, destinadas a una sucesión de puertas cerradas, la última de las cuales se abre a una perfecta felicidad.
Una de esas llaves, sin duda, era la ausencia de herramientas en Santa Rosalía, excepto una débil combinación de huesos, ramas, piedras y tripas de pescado... y tripas de ave.
Si el capitán hubiera tenido algunas herramientas decentes, palancas, picas, palas, etcétera, seguramente habría encontrado el modo de obstruir la fuente en nombre de la ciencia y el progreso, o de hacerle vomitar todo el contenido del cráter en sólo una o dos semanas.
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En cuanto al equilibrio de la población de colonos y las reservas de alimento de que disponían, he de decir que también aquí importó más la suerte que la inteligencia.
La naturaleza decidió ser generosa, de modo que había bastante que comer. Para las aves de las otras islas aquéllos eran años de prosperidad, y desde las nidadas sobrepobladas enviaban emigrantes a Santa Rosalía, para que ocuparan los nidos de las aves devoradas por la gente. En el caso de las iguanas marinas no había un programa de repoblación que pudiera comparársele, no eran buenas nadadoras de largas distancias. Pero el aspecto repulsivo de esos reptiles, y lo que llevaban en los intestinos, hacía que la gente sólo recurriera a ellos en las épocas en que escaseaba cualquier otro alimento.
El alimento más satisfactorio, como todos convenían, eran los huevos cocidos durante horas al calor del sol sobre una bonita roca plana. No había fuego en Santa Rosalía. Segundos en mérito eran los pescados robados a las aves, luego las mismas aves. Y luego la pulpa verde dentro de los intestinos de la iguana marina.
La naturaleza era en verdad tan abundante que había toda una reserva de comida, de la que los colonos tenían conciencia, pero a la que nunca necesitaron recurrir. Había focas y leones de mar, ninguno de ellos desconfiado o feroz, salvo los machos en época de apareamiento, arrellanados por todas partes y mirando con ojos amorosos a los seres humanos que pasaban. Vaya si eran comestibles.
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Podría haber sido fatal que los colonos mataran a todas las iguanas de tierra casi inmediatamente. Pero no lo fue. Podría haber tenido mucha importancia. Pero no la tuvo. Nunca hubo grandes tortugas de tierra en Santa Rosalía, de lo contrario los colonos también las habrían exterminado. Pero tampoco eso habría tenido mucha importancia.
Mientras tanto, en otras partes del mundo, particularmente en África, la gente moría por millones porque no tenía suerte. No había llovido durante años y años. Solía llover mucho allí, pero ahora parecía que no llovería nunca más.
Por lo menos los africanos habían dejado de reproducirse. Eso estaba bien. Hasta cierto punto era una ayuda. Significaba que había mucho más de nada que repartir.
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El capitán no se dio cuenta de que las mujeres kanka-bonas estaban embarazadas hasta un mes antes de que la primera de ellas diera a luz al primer macho humano nativo de la isla, que llegó a ser conocido por el mote que le dio la peluda Akiko, a quien deleitaba la masculinidad del bebé: «Kamikaze», que en japonés significa «viento sagrado».