La progresión ha sido mucho más general que la retrogresión.
Es cierto, es cierto.
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Cuando mi cuento empezó, parecía que la parte terrena del mecanismo de relojería del universo corría grave peligro, pues muchas de sus partes, esto es, la gente, ya no encajaban en ningún sitio y estaban dañando todo el entorno además de dañarse a sí mismas. Habría dicho entonces que el daño era irreparable.
¡De ningún modo!
Gracias a ciertas modificaciones del diseño de los seres humanos, no veo razón alguna por la que la parte humana del mecanismo de relojería no pueda seguir emitiendo su tic-tac tal como lo hace ahora.
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Si alguna especie de ser sobrenatural o los pasajeros de los platillos volantes, esos predilectos de mi padre, hicieron que la humanidad armonizara consigo misma y con el resto de la Naturaleza, yo no los sorprendí en el proceso. Estoy dispuesto a jurar que la Ley de Selección Natural llevó a cabo la reparación sin ninguna clase de asistencia exterior.
Fueron los pescadores más hábiles los que sobrevivieron en mayor número en el medio acuático de las Galápagos. Aquellos cuyas manos y pies se asemejaban más a aletas eran los mejores nadadores. Las mandíbulas prognatas eran perfectamente adecuadas para atrapar y retener los peces, como nunca hubieran podido serlo las manos. Y cualquier pescador que tuviera que mantenerse un tiempo bajo el agua, era sin duda capaz de atrapar más peces si tenía un cuerpo más hidrodinámico, más parecido a una bala... y si tenía un cerebro más pequeño.
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De modo que mi historia está contada, excepto algunos detalles no muy importantes que añadiré por no haberme referido antes a ellos. Los añado sin seguir un orden particular. Tengo que escribir de prisa. Mi padre y el túnel azul vendrán a buscarme en cualquier momento.
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¿Sabe aún la gente que tarde o temprano ha de morir? No. Por fortuna, en mi humilde opinión, lo han olvidado.
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¿Me reproduje yo mientras vivía? Por accidente dejé encinta a una estudiante de escuela secundaria en Santa Fe, poco antes de ingresar en la Marina de los Estados Unidos. El padre de ella era director de escuela, y nosotros ni siquiera nos gustábamos demasiado. Sencillamente tonteábamos juntos, como hacían los jóvenes de entonces. Tuvo un aborto, que el padre pagó. Ni siquiera averiguamos si hubiera sido niña o niño.
Eso por cierto me dio una lección. En adelante, siempre me aseguré de que yo o mi compañera tuviéramos a mano algún método de control de la natalidad. Nunca me casé.
Y no tengo más remedio que reír ahora, al pensar en la pérdida de dignidad y belleza que habría si una persona de hoy, antes de hacer el amor, se equipara con uno de esos adminículos, típicos de hace un millón de años, destinados al control de la natalidad. Imaginadlo además, ¡tener que ponérselo con las aletas y no con las manos!
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¿Ha llegado aquí durante mi estadía alguna balsa natural de materia vegetal con pasajeros o sin ellos? No. ¿Han llegado especies de alguna clase del continente a estas islas desde la encalladura del Bahía de Darwin? No.
Claro que he permanecido aquí sólo un millón de años... poco tiempo en realidad.
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¿Como llegué a Suecia desde Vietnam?
Después que maté a la vieja que había matado a mi mejor amigo y a mi peor enemigo con una granada de mano, y lo que quedaba de nuestro pelotón quemó la aldea hasta no dejar nada, fui hospitalizado a causa de lo que se llamó «un agotamiento nervioso». Se me suministraron tiernos y amorosos cuidados. Me visitaron oficiales que me convencieron de la importancia de no comunicar a nadie lo que había ocurrido en la aldea. Sólo entonces me enteré de que nuestro pelotón había matado a cincuenta y nueve aldeanos de todas las edades. Alguien los había contado después.
Cuando tuve a mi disposición una licencia del hospital, una prostituta de Saigón me contagió la sífilis, mientras yo estaba borracho y fumado de marihuana. Pero la primera lesión de esa enfermedad, hoy desconocida, no apareció hasta que llegué a Bangkok, Thailandia, donde fui enviado junto con muchos otros a pasar una temporada de «Descanso y Recreo». Éste era un eufemismo que todos y cada cual entendía como más putas, más drogas y más alcohol. La prostitución traía a Thailandia una considerable suma de divisas extranjeras, sólo superada por la exportación de arroz.
Después venía el caucho.
Después venía la teca.
Después venía el estaño.
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Yo no quería que el Cuerpo de Marina se enterara de que padecía la sífilis. Si lo averiguaban, me reducirían la paga mientras estuviera en tratamiento. El período que durara el tratamiento, además, se sumaría al año que tenía que servir en Vietnam.
De modo que recurrí a un médico privado de Bangkok. Un compañero de la Marina me recomendó a un joven médico sueco que trataba casos como el mío y se dedicaba a la investigación en la Universidad de Ciencias Médicas de la ciudad.
Durante la primera visita me hizo preguntas acerca de la guerra. Me sorprendí contándole lo que nuestro pelotón había hecho con la aldea y los aldeanos. Quiso saber lo que yo había sentido, y le contesté que lo más terrible de la experiencia era que no había sentido mucho de nada.
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—¿Lloró después o tuvo dificultades para dormir? —me preguntó.
—No, señor —le contesté—. En realidad, fui hospitalizado porque no quería hacer otra cosa que dormir.
Tampoco estuve cerca de llorar. Sea yo quien haya sido, nunca fui un llorón ni un corazón blando. Ni siquiera fui muy dado a las lágrimas antes que el Cuerpo de Marina hiciera un hombre de mí. Ni siquiera había llorado cuando mi madre pelirroja y zurda nos abandonó a mi padre y a mí.
Pero entonces, ese sueco dio con algo que me hizo llorar como un bebé... por fin, por fin. Estaba tan sorprendido como yo cuando me eché a llorar y llorar.
He aquí lo que dijo: —Veo que su nombre es Trout. ¿Es posible que tenga algún parentesco con el maravilloso autor de ciencia ficción Kilgore Trout?
Este médico fue la única persona que yo haya conocido nunca fuera de Cohoes, Nueva York, que me habló de mi padre.
Tuve que recorrer todo el camino hasta Bangkok, Thailandia, para enterarme de que a los ojos de una persona al menos, mi padre, que tan desesperadamente había escrito, no había vivido en vano.
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El doctor me hizo llorar tanto, que fue preciso que me dieran un sedante. Cuando una hora más tarde desperté en una camilla de la oficina, él me estaba observando. Estábamos solos.
—¿Se siente mejor ahora? —me preguntó.
—No —contesté—. O quizá sí. Es difícil saberlo.
—Mientras dormía, estuve pensando en su caso —dijo—. Sólo hay una medicina que podría recetarle, pero usted tiene que decidir si quiere tomarla o no. Ha de tener plena conciencia de sus efectos colaterales.
Pensé que se refería a los gérmenes de la sífilis, que estaban resistiéndose a los antibióticos, gracias a la Ley de Selección Natural. Mi voluminoso cerebro estaba otra vez equivocado.
Dijo que tenía amigos que podrían ayudarme a llegar a Suecia desde Bangkok, si quería buscar allí asilo político.
—Pero no sé hablar sueco —dije.
—Lo aprenderá —me dijo—. Lo aprenderá, lo aprenderá.
FIN
En castellano en el original.
Día de mayo