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Mary Hepburn se preguntó también si no era el tumor lo que había hecho que Roy reservase dos pasajes en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» en aquel prometedor enero de un año en definitiva horrible.

He aquí cómo descubrió que Roy había reservado dos pasajes para el crucero: volvió del trabajo una tarde suponiendo que Roy estaría aún en la Geffco. Salía del trabajo una hora después que ella. Pero allí estaba Roy, ya en casa, desde el mediodía, como supo luego. Un hombre que adoraba trabajar con las máquinas y que nunca había abandonado el empleo ni siquiera una hora durante los veintinueve años que había estado en la Geffco: ni por enfermedad, pues nunca se enfermaba, ni por nada.

Le preguntó si se encontraba enfermo, y él le contestó que nunca se había sentido mejor. Estaba orgulloso de sí mismo, como un adolescente cansado —le pareció a Mary— de que lo consideren siempre un buen chico. Era un hombre de pocas y bien escogidas palabras, nunca tonto ni inmaduro. Pero ahora dijo increíblemente, y con una expresión tonta por añadidura, como si ella fuera una madre exigente: —Me hice novillos.

Tuvo que haber sido el tumor el que dijo eso, pensaba ahora Mary en Guayaquil. Y el tumor no pudo haber elegido un día peor para una despreocupada travesura, pues había habido una tormenta de granizo la noche anterior, y luego había soplado una ventisca todo el día. Pero Roy había estado recorriendo Clinton Street, la calle principal de Ilium, deteniéndose en una rienda tras otra y contándoles a los tenderos que estaba haciendo novillos.

De modo que Mary intentó alegrarse y decir, en serio, que era hora de que se distendiera un poco y que se divirtiera; aunque siempre se habían divertido mucho los fines de semana y durante las vacaciones, y también en el trabajo, por lo demás. Pero una miasma envolvía esta inesperada escapada. Y el mismo Roy, mientras cenaban temprano, pareció desconcertado por lo que había hecho esa tarde. Y así quedaron las cosas. Él no creía que volviese a hacerlo, de modo que los dos olvidarían el incidente, salvo quizá para reírse de él de tanto en tanto. Pero luego, justo antes de irse a dormir, mientras contemplaban los resplandecientes rescoldos sobre el suelo de piedra del hogar que Roy había construido con sus propias manos callosas, él dijo de pronto: —Hay todavía más.

—¿Más de qué? —preguntó Mary.

—Sobre esta tarde —dijo él—. Uno de los sitios que visité era la agencia de viajes. —Sólo había una en Ilium, y no le estaba yendo demasiado bien.

—¿Y entonces?

—Reservé una cosa —dijo él. Era como si estuviera recordando un sueño—. Está todo pagado.

Todo en orden. Es un hecho. En noviembre tú y yo volaremos a Ecuador y embarcaremos en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza».

Roy y Mary fueron las primeros en responder a los anuncios y al programa de publicidad para el viaje inaugural del Bahía de Darwin, barco que por entonces era sólo una pila de planos en Malmö, Suecia. El agente de viajes de Ilium acababa de recibir un póster que anunciaba el crucero. Cuando Roy Hepburn entró en el despacho, el agente estaba pegándolo a la pared con cinta adhesiva.

Si se me permite añadir una nota personaclass="underline" yo mismo había estado trabajando como soldador en Malmö durante cerca de un año, pero el Bahía de Darwin aún no se había materializado tanto como para necesitar de mis servicios. Literalmente yo perdería la cabeza por esa doncella de acero sólo cuando llegase la primavera. Pregunta: ¿Quién no ha perdido la cabeza en primavera?

Pero continuemos:

El póster llegado a Ilium exhibía un pájaro muy extraño posado en el borde de una isla volcánica y contemplando un hermoso navío blanco que pasaba por allí. Esta ave era negra y parecía del tamaño de un pato grande, pero tenía un cuello largo y flexible, como una serpiente. Había en ella algo más extraño, sin embargo, y casi cierto: no parecía tener alas. Esta especie de ave era endémica de las Islas Galápagos, es decir que se la encontraba allí y en ningún otro sitio del planeta. Las alas, minúsculas y plegadas y aplanadas contra el cuerpo, le permitían nadar y sumergirse en el agua tan rápido como un pez. Éste era un método mucho mejor para atrapar peces que el de muchos otros pájaros piscívoros, obligados a esperar a que los peces suban a la superficie y lanzarse luego sobre ellos con picos desmesuradamente abiertos. Esta ave sumamente apta, que los seres humanos llamaban «cormoranes acuáticos», era capaz de trasladarse hasta el sirio donde se encontraban los peces. No tenía que esperar a que cometieran un error fatal.

A cierta altura de la línea evolutiva, los antepasados de un ave semejante tuvieron que haber dudado del valor de sus alas, así como en 1986 los seres humanos estaban empezando a cuestionar seriamente el valor de sus voluminosos cerebros.

Si Darwin estaba en lo cierto acerca de la Ley de Selección Natural, los cormoranes de alas minúsculas, que sencillamente se lanzaban al agua como lanchas pesqueras, tienen que haber atrapado más peces que sus más grandes antepasados. De modo que se acoplaron entre sí, y aquellos de entre sus hijos con alas más pequeñas se convirtieron en pescadores todavía mejores y así sucesivamente.

Ahora bien, lo mismo le ha sucedido a la gente, pero no en relación con las alas, por supuesto, pues nunca las han tenido, sino en relación con las manos y los cerebros. Y la gente ya no tiene que aguardar a que los peces muerdan un anzuelo con carnada o molestarse con redes o lo que fuere. La persona que hoy quiera peces, simplemente los persigue como un tiburón en el profundo mar azul.

Así es de sencillo ahora.

8

Ya en enero había varias razones para que Roy Hepburn no hubiera reservado pasajes para ese crucero. No había pruebas entonces de que se avecinaba una crisis económica mundial y de que la gente de Ecuador estaría muñéndose de hambre cuando el barco tuviera que hacerse a la mar. Pero estaba la cuestión del empleo de Mary. Ella no sabía entonces que la despedirían, que se vería obligada a una temprana jubilación, de modo que no sabía cómo, en buena conciencia, podría tomarse una licencia de tres semanas a fines de noviembre o comienzos de diciembre, justo en medio del semestre.

Además, aunque nunca había estado allí, el archipiélago de las Galápagos la aburría, tanta era la cantidad de películas, diapositivas, libros y artículos sobre las islas que había utilizado una y otra vez para sus cursos. No podía imaginar que la aguardara allí alguna sorpresa. Muy poco era lo que sabía.

Ni ella ni Roy habían abandonado nunca los Estados Unidos durante el tiempo que llevaban casados. Si se trataba de sacudir las piernas y hacer un viaje verdaderamente atractivo, pensaba, prefería ir a África, donde la vida salvaje era mucho más excitante y los métodos de subsistencia mucho más peligrosos. Después de todo, las criaturas de las Islas Galápagos eran un conjunto bastante poco interesante comparadas con los rinocerontes, los hipopótamos, los leones, los elefantes, las jirafas, etcétera, etcétera.

La perspectiva del viaje, de hecho, hizo que le confesara a una amiga íntima: —Tengo de pronto la sensación de que nunca en mi vida quiero volver a ver un pájaro bobo de patas azules.

Muy poco era lo que sabía.

Pero cuando hablaba con Roy, Mary ocultaba los recelos que le inspiraba el viaje, confiando en que él mismo se daría cuenta de que había padecido una ligera disfunción cerebral. Pero en marzo Roy había abandonado el empleo y Mary sabía que la despedirían. De modo que el viaje pareció de pronto práctico y oportuno. Y el crucero parecía crecer ante la imaginación cada vez más errática de Roy como «la única buena perspectiva que tenemos por delante».