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He aquí lo que había sucedido con sus empleos: la Geffco había suspendido a casi toda su fuerza laboral, tanto administrativos como obreros, con el fin de modernizar las operaciones en Ilium. Una compañía japonesa, la Matsumoto, era la que tenía a cargo la tarea. La Matsumoto estaba también automatizando el Bahía de Darwin. Ésta era la misma compañía que empleaba a *Zenji Hiroguchi, el joven genio en computadoras que se alojaba con su esposa en el Hotel El Dorado al mismo tiempo que Mary.
Cuando la Corporación Matsumoto terminara de instalar computadoras y robots, doce seres humanos bastarían para manejarlo todo. De modo que la gente lo suficientemente joven como para tener hijos o, cuando menos, sueños ambiciosos para el futuro, abandonaba en tropel la ciudad. Era, como diría Mary Hepburn el día en que cumplió ochenta y un años, dos semanas antes de que un enorme tiburón blanco la devorara, «como si el flautista de Hamelin hubiera pasado por Ilium». De pronto, no hubo casi niños que educar, y la ciudad quebró por falta de contribuyentes. La última carnada de la escuela secundaria de Ilium se graduó en junio de ese mismo año.
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En abril se diagnosticó que Roy padecía un tumor cerebral inoperable. Por tanto, «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» se convirtió en lo que aún esperaba de la vida.
—Puedo aguantar hasta entonces cuando menos, Mary. Noviembre... no falta tanto, ¿no es cierto?
—No —dijo ella.
—Puedo aguantar hasta entonces.
—Quizá tengas años por delante, Roy —dijo ella.
—Que sólo se me permita llevar a cabo ese crucero —dijo él—. Que pueda ver pingüinos en el ecuador. Eso me basta.
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Aunque Roy se equivocaba más y más acerca de mas y más cosas, era cierto que había pingüinos en las Islas Galápagos. Eran criaturas esqueléticas bajo los trajes de camarero principal. Tenían que serlo. Si hubieran estado envueltos en grasa como sus parientes de los hielos del sur, a medio mundo de distancia, se hubiesen cocinado vivos sobre la lava cuando iban a tierra a poner sus huevos y cuidar de sus pequeñuelos.
Como los de los cormoranes acuáticos, también sus antepasados habían abandonado el encanto de la aviación, prefiriendo atrapar más peces.
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En cuanto a ese desconcertante entusiasmo con que hace un millón de años se transfirieron a las máquinas tantas actividades humanas: ¿qué podría haber significado sino que la gente reconocía una vez más que el cerebro no les servía para nada?
9
Mientras Roy Hepburn agonizaba, y en verdad mientras agonizaba toda la ciudad de Ilium, y tanto el hombre como la ciudad eran matados por cosas que crecían, enemigas de la saludable y feliz humanidad, el voluminoso cerebro de Roy lo convenció de que había sido marino durante las pruebas atómicas de los Estados Unidos en el atolón de Bikini, ecuatoriano, como Guayaquil, en 1946. Iba a sacarle al gobierno millones de indemnización porque las radiaciones que había recibido allí habían impedido ante todo que él y Mary pudieran tener hijos, y ahora le habían producido este cáncer cerebral.
Roy había servido un tiempo en la Marina, pero por lo demás su caso contra los Estados Unidos de América era en realidad débil, pues había nacido en 1932, y los abogados de su país no tendrían dificultades en probarlo. Habría tenido catorce años por el tiempo de esa supuesta exposición a las radiaciones.
El anacronismo no le impedía recordar vividamente las cosas terribles que se había obligado a hacer, por orden del gobierno, con las llamadas formas inferiores de la vida animal. Tal como él lo contaba, había trabajado virtualmente sin asistencia alguna, primero clavando estacas en el suelo de todo el atolón y luego atando diferentes clases de animales a las estacas. —Creo que me escogieron —dijo—, porque los animales siempre han confiado en mí.
Esto último era verdad: todos los animales confiaban en Roy. Aunque Roy no había recibido ninguna educación formal después de terminada la escuela secundaria, salvo el programa de aprendizaje de la Geffco, y aunque Mary se había graduado en zoología en la Universidad de Indiana, Roy se relacionaba con los animales mucho mejor que Mary. Era capaz de hablar la lengua de los pájaros, algo que ella jamás podría haber hecho, pues sus antepasados tenían mal oído en ambas ramas de la familia. No había perro ni animal de granja, ni siquiera los perros guardianes de la Geffco o una cerda con cochinillos, tan maligno que Roy no pudiera, en cinco minutos o en menos todavía, convertir en amigo suyo.
De modo que era posible comprender las lágrimas de Roy cuando recordaba haber atado a todos esos animales a las estacas. Estos crueles experimentos se llevaron a cabo con animales, por supuesto, con ovejas, cerdos, vacas, caballos, monos, patos, pollos y gansos, pero seguramente no con un zoológico como el que describía Roy. Según él, había atado a las estacas pavos reales, leopardos, gorilas, cocodrilos y albatros. En el voluminoso cerebro de Roy, Bikini se convirtió en el exacto reverso del arca de Noé. Dos ejemplares de cada especie animal se llevaron allí para ser aniquilados con una bomba atómica.
El detalle más desatinado de su historia, y que a él no le parecía nada desatinado, era el siguiente: «Donald se encontraba allí». Donald era un perdiguero de color dorado que erraba por el barrio allí en Ilium, que en ese mismo momento quizá estaba frente a la casa de los Hepburn, y que sólo tenía cuatro años.
—Todo fue muy duro —decía Roy—, pero lo más duro fue atar a Donald a una de las estacas. Fui postergándolo hasta el último momento. Atar a Donald a una estaca fue lo último que tuve que hacer. Él me dejó que lo atara y después me lamió la mano y meneó el rabo. Y le dije, y no me avergüenza confesar que yo estaba llorando: «Adiós, viejo camarada. Partes a un mundo distinto. Seguramente a un mundo mejor, porque ningún otro puede ser tan malo como éste».
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Mientras Roy empezaba a dar estos espectáculos, Mary aún iba a la escuela diariamente, asegurando a los pocos alumnos que le quedaban que debían agradecer a Dios sus voluminosos cerebros. —¿Preferiríais acaso tener el cuello de una jirafa o el camuflaje de un camaleón o la piel de un rinoceronte o las astas de un alce irlandés? —les preguntaba, y otras cosas por el estilo.
Seguía emitiendo todavía la misma vieja retahíla.
Sí, y después volvía a casa junto a Roy, que le demostraba lo poco que se puede confiar en los cerebros. Nunca fue hospitalizado, salvo brevemente para unas pruebas. Y se mostraba dócil. Ya no podía conducir un coche, pero lo comprendía y no pareció ofenderse cuando Mary escondió las llaves del jeep. Llegó a decir que quizá debían venderlo, pues no parecía probable que hicieran muchas más excursiones. De modo que Mary no tuvo que contratar a una enfermera que vigilara a Roy mientras ella estaba trabajando. Los jubilados del barrio se complacían en recibir unos pocos dólares haciéndole compañía e impidiendo que se hiciera daño de algún modo.
Por cierto no los molestaba. Miraba mucha televisión y se deleitaba jugando horas enteras con Donald, el perdiguero dorado que supuestamente había muerto en el atolón de Bikini.
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Mientras Mary pronunciaba la que iba a ser su última conferencia sobre las Islas Galápagos, se detuvo unos cinco segundos en mitad de una frase, asaltada por una duda que si se expresara en palabras podría traducirse en algo como: «Quizá yo no sea más que una loca que después de vagar por la calle entró en esta aula y se puso a explicar a estos jóvenes los misterios de la vida. Y ellos me creen, aunque me equivoque simplemente en todo».
Tuvo que pensar también en todos los supuestamente grandes maestros del pasado que, a pesar de tener el cerebro sano, se equivocaron tanto como Roy sobre lo que realmente estaba ocurriendo.
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