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¿Cuántas Islas Galápagos había hace un millón de años? Había trece grandes, diecisiete pequeñas y trescientas dieciocho minúsculas; algunas eran sólo rocas que se alzaban apenas un metro o dos sobre la superficie del océano.

Ahora hay catorce grandes, siete pequeñas y trescientas veintiséis minúsculas. La actividad volcánica ha continuado hasta hoy. Hice un chiste: los dioses están todavía enfadados.

Y la que se encuentra más al norte de todas, tan solitaria, tan alejada del resto, es todavía Santa Rosalía.

Sí, hace un millón de años, el 3 de agosto de 1986, un hombre llamado *Roy Hepburn se encontraba en su lecho de muerte en su pequeña y atildada casa de Ilium, Nueva York. Allí, en el extremo final, lo que más lamentaba era que él y su esposa Mary no hubieran tenido nunca hijos. No podía animar a su mujer a que intentara tener hijos con algún otro después de que él partiera, pues ella había dejado de ovular.

—Nosotros los Hepburn estamos ahora tan extinguidos como los dodos —dijo, y siguió luego con los nombres de muchas otras criaturas infructíferas, ramas deshojadas en el árbol de la evolución—. El alce irlandés —dijo—. El carpintero de 'pico de marfil —dijo—. El Tyrannosaurus rex —dijo, y así sucesivamente. Hasta el final mismo, sin embargo, su áspero sentido del humor continuó irrumpiendo inesperadamente. Hizo dos añadidos jocosos a la lúgubre lista, ambos por cierto faltos de progenie—: la viruela boba —dijo, y luego—: George Washington.

Hasta el final, estuvo firmemente convencido de que el gobierno había acabado con él mediante radiaciones. Les dijo a Mary, al médico y a la enfermera que estaban allí presentes, porque el fin sobrevendría ahora en cualquier momento: —¡Si sólo hubiera sido que Dios Todopoderoso estaba enfadado conmigo!

Mary pensó que ésta había sido la línea que precede a la caída del telón. Roy por cierto parecía muerto ahora.

Pero entonces, al cabo de diez segundos, los labios azules volvieron a moverse. Mary se inclinó para oír las palabras de Roy. Siempre diría que era una suerte no habérselas perdido.

—Te diré lo que es el alma humana, Mary —susurró Roy con los ojos cerrados—. Los animales no la tienen. Es la parte de uno que sabe que el propio cerebro no funciona bien. Siempre lo supe, Mary. No podía hacer nada, pero siempre lo supe.

Y luego dio un susto de muerte a Mary y a todos los que se encontraban en la habitación: se sentó de pronto, los ojos abiertos y fieros.

—¡Trae la Biblia! —ordenó con una voz que pudo oírse en toda la casa.

Ésta fue la única vez, durante toda la enfermedad de *Roy, que se mencionó algo relacionado con la religión formal. *Roy y Mary no asistían a la iglesia; no rezaban ni siquiera en las circunstancias difíciles, pero tenían una Biblia en algún sitio. Mary no estaba muy segura dónde.

—¡Trae la Biblia! —repitió *Roy—. ¡Mujer, trae la Biblia! —Nunca antes la había llamado «mujer».

De modo que Mary fue a buscar la Biblia. La encontró en el dormitorio de huéspedes, junto con El viaje del Beagle de Darwin y La historia de dos ciudades de Charles Dickens.

*Roy se sentó y volvió a llamar «mujer» a Mary.

—Mujer —ordenó—, pon tu mano sobre la Biblia y repite conmigo: «Yo, Mary Hepburn, hago dos solemnes promesas a mi amado esposo en su lecho de muerte».

De modo que ella lo repitió. Esperaba, de todo corazón, que las promesas fueran tan extravagantes, quizá relacionadas con procesos al gobierno, que no habría posibilidad de cumplirlas. Pero no fue tan afortunada.

La primera era que haría lo que estuviera a su alcance por volver a casarse tan pronto como le fuera posible, y que no perdiera tiempo en abatirse y sentir lástima de sí misma.

La segunda era que debería ir a Guayaquil en noviembre y haría «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» en nombre de los dos.

—Mi espíritu te acompañará pulgada a pulgada, todo el camino —dijo. Y murió.

De modo que aquí estaba Mary en Guayaquil, sospechando que también ella tenía un tumor cerebral. El cerebro la había metido dentro del ropero, y ahora ella sacaba de la bolsa el vestido de noche rojo, que llamaba su «vestido Jackie». Le había puesto ese nombre porque se suponía que uno de sus compañeros de viaje sería Jacqueline Kennedy Onassis, y Mary quería lucir bonita para ella.

Pero aquí en el ropero, Mary se dio cuenta de que la viuda Onassis no podía estar tan loca como para haberse trasladado a Guayaquiclass="underline" no con soldados que patrullaban las calles y se apostaban en los tejados y cavaban hoyos para la artillería en los parques.

Mientras abría la cremallera de la bolsa, descolgó el vestido de su percha, y éste cayó al suelo. Allí formó un estanque rojo.

No lo recogió, pues creía que las cosas terrenales ya no tenían sentido para ella. Pero aún no estaba preparada para que le pusieran un asterisco al lado del nombre. De hecho, viviría todavía otros treinta años. Además, recurriría a ciertos materiales vitales del planeta, de modo tal que llegaría a ser, sin la menor duda, la experimentadora más importante en la historia de la raza humana.

11

Si Mary Hepburn hubiera estado de ánimo para escuchar a las puertas en lugar de suicidarse, habría podido poner la oreja contra el fondo del ropero y oír susurros en la habitación de al lado. No tenía idea de quiénes serían sus vecinos, pues no había ningún otro huésped cuando ella había llegado la noche anterior, y no había abandonado el cuarto desde entonces.

Pero los que susurraban eran *Zenji Hiroguchi, el genio en computadoras, y su preñada esposa Hisako, la profesora de ikebana, el arte japonés del arreglo floral.

Los vecinos del otro lado eran Selena MacIntosh, la hija adolescente y ciega de *Andrew MacIntosh, y Kazakh, su perra lazarilla. Mary no había oído ladridos porque Kazakh nunca ladraba.

Kazakh nunca ladraba o jugaba con otros perros o investigaba olores o ruidos interesantes o perseguía animales que habrían sido presa natural de sus antecesores, porque cuando era una cachorrita y hacia una de estas cosas los seres humanos de cerebro voluminoso se ponían furiosos y le quitaban la comida. Le hicieron saber desde un principio la clase de planeta en que estaba: las actividades caninas estaban contra la ley, todas ellas.

Le quitaron los órganos sexuales para que los impulsos instintivos no la distrajeran. Y yo estaba por decir que el reparto de mi historia quedaría pronto reducido a sólo un hombre y un montón de hembras, incluyendo un can hembra. Pero Kazakh ya no era en realidad una hembra, gracias a la cirugía. Como Mary Hepburn, había abandonado el juego evolutivo. No iba a dejarle sus genes a nadie.

Más allá de la habitación de Selena y Kazakh, con la puerta interior abierta, se encontraba la habitación del rico padre de Selena, el financiero y aventurero *Andrew MacIntosh. Era viudo. Él y la viuda Mary Hepburn podrían haberse llevado muy bien, pues ambos eran ardientes partidarios de la vida al aire libre. Pero nunca se conocerían. Como lo dije ya, *Andrew MacIntosh y *Zenji Hiroguchi habrían muerto antes de ponerse el sol.

A James Wait, entre paréntesis, lo habían instalado en una habitación de la segunda planta, tan lejos como era posible de los otros huéspedes. El voluminoso cerebro alababa que Wait tuviera un aspecto común y corriente, pero estaba equivocado. El administrador del hotel había identificado a Wait como un bribón de una u otra especie.

Este administrador del hotel, conocido como *Siegfried von Kleist, era un lúgubre miembro de edad mediana de la vieja y en general próspera comunidad alemana de Ecuador. Los dos tíos paternos de *Siegfried von Kleist vivían también en Quito y propietarios del Bahía de Darwin, además del hotel, y lo habían puesto a cargo de El Dorado por sólo dos semanas, período que concluía ahora, para que supervisase la recepción de los pasajeros del «Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza». Era en general ocioso, pues había heredado un considerable montón de dinero, pero sus tíos lo convencieron de que «se sobrepusiera a sí mismo, por así decir, e interviniera en esta empresa familiar».