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– Ésta es mi habitación -anunció, abriendo la puerta.

Jacqui pudo ver por qué la niña quería quedarse a pesar de Harry Talbot. La habitación, situada en lo alto de la torre, parecía sacada de un cuento de hadas, con su pequeña cama de columnas con cortinas de encaje y muebles pintados con flores malvas y moradas. Y Harry Talbot debía de haber arreglado la caldera, porque la estancia estaba caldeada, y a pesar del mal tiempo, no había ni rastro de humedad en la cama.

– Es preciosa, Maisie. ¿Tu abuela hizo todo esto para ti?

– No digas tonterías. Mi madre contrató a un decorador -corrió hacia la ventana-. Desde aquí puedes ver a Pudge.

Jacqui la siguió, preparada para colmar de alabanzas a un pequeño pony, pero la niebla empañaba el cristal, ocultando la vista.

– Seguro que tiene frío ahí fuera -dijo Maisie con el ceño fruncido.

– ¿No está en el establo?

– A lo mejor. ¿Podemos ir a comprobarlo?

Jacqui habría preferido mantenerse lejos de las dependencias. Harry Talbot le había dicho que le echaría un vistazo al coche, y ella no tenía el menor deseo de encontrarse con él hasta que pudiera olvidarse de sus groserías. Pero sospechaba que Maisie no tenía por costumbre aceptar un no por respuesta.

– Bueno, está bien, pero creo que deberías cambiarte de ropa. ¿Tienes algo más… adecuado? Ya sabes, algo para montar.

– ¿Pantalones, por ejemplo? -sugirió la niña, y abrió

La bolsa para buscar ella misma. No había vaqueros. Ni siquiera unos pantalones de montar. De hecho, no había pantalones de ningún tipo. Ni de botas ni un casco. Sólo más pares de zapatillas de satén que hacían juego con los vestidos.

Incluso había metido en la bolsa un par de alas para alguna ocasión especial. Adornadas con abalorios de plata y con los inevitables bordados malvas. Muy bonitas, pero no precisamente adecuadas para montar.

– Hay botas de agua y abrigos en la cocina -sugirió Maisie-. Pruébatelos hasta que encuentres algo que te sirvan.

– De acuerdo. Dejaré mi bolsa en la habitación de al Lado y veremos qué encontramos.

La habitación contigua no se había beneficiado de ningún decorador en los últimos cincuenta años, por lo Menos. Pero era cálida y confortable. Jacqui decidió que dejaría las camas para más tarde. Lo más importante en esos momentos era ir a ver al poni. Diez minutos más tarde las dos estaban caminando Por el patio. Jacqui, con botas altas, no quiso buscar unas botas de agua que le vinieran bien, pero había tomado prestado uno de los viejos chubasqueros de la cocina.

También había tomado otro para Maisie. Aun siendo el menor de todos, tuvo que arremangárselo para que pudiera sacar las manos, y no pudo evitar una sonrisa al ver a Maisie saltando por el patio con un par de enormes botas verdes, la falda blanca asomando bajo el chubasquero y la tiara todavía coronándole los rizos oscuros. Maisie Talbot podía ser una niña precoz, pero desde luego no era aburrida.

– ¿Adonde van? -espetó Harry Talbot, apareciendo en la entrada de la cochera. Con un trapo se limpiaba las manos, manchadas de grasa.

– Maisie quería saludar a Fudge -explicó Jacqui a la defensiva-. Su pony -añadió cuando él no pareció saber de qué estaba hablando.

– ¿Así se llama? De acuerdo. Pero no se puede vagar por ahí con esta niebla. Es muy fácil perderse.

– Y supongo que no habrá ninguna posibilidad de que se pierda usted, ¿verdad?

Nada más decirlo se arrepintió, incluso antes de que él la fulminara con la mirada.

– ¿Ésa es su idea de un chiste?

Si lo era, y no estaba preparada para analizar el comentario, había fracasado en su intento, pues Harry no había soltado precisamente una carcajada.

– Sí… No… Lo siento -se disculpó sinceramente.

Él asintió con la cabeza hacia el extremo del patio.

– El poni está en la caseta del fondo. No le des azúcar -le dijo a Maisie-. Es viejo y sus dientes no toleran más abusos. Encontrarás zanahorias en una red colgada de la pared.

Maisie echó a correr, pero Jacqui permaneció inmóvil. Por muy incómoda que se sintiera, no iba a darle la satisfacción de salir huyendo.

– ¿Cuál es su opinión sobre el coche?

– No soy mecánico, pero diría que su tubo de escape está completamente inutilizado. Voy a llamar al taller. Tranquila. No se lo cobraré.

– Gracias.

– Creo que por hoy ya ha sufrido bastante por culpa De los Talbot -repuso él encogiéndose de hombros-. ¿No debería ir a asegurarse de que Maisie no acabe pisoteada por su poni?

– El animal no se atrevería a pisotearla -dijo ella.

Aquel comentario logró un atisbo de sonrisa en Harry. Por unos segundos ninguno de los dos se movió del sitio

– Será mejor que vaya a llamar a…

– Debería ir a vigilar a…

El se movió primero y volvió a la casa sin decir más. Ella lo observó durante un momento y, controlando sus hormonas, fue a ver a Maisie.

– ¿Ha encontrado algo para el té de Maisie?

Jacqui levantó la mirada de la salsa que estaba removiendo al fuego. No había visto a Harry desde que él la dejara junto a la cochera, y no había esperado con impaciencia su próximo encuentro, pero en esos momentos no parecía muy amenazador. Ojala pudiera ella dejar de decir estupideces y conseguir que estuviera de su parte…

– Sí. gracias. Estoy preparando unos espaguetis carbonará.

El arqueó las cejas.

– El té de las cinco ha mejorado bastante desde mi infancia. Lo máximo a lo que yo podía aspirar era macarrones al gratén.

– Las niñeras evolucionan con el tiempo, igual que todo el mundo, señor Talbot. Y también lo hacen los niños. Por lo visto, éste es uno de sus platos favoritos, y como en la cocina tenía todos los ingredientes a mano…

– No sabía que supiera cocinar.

La tentación de responderle con algún comentario mordaz fue muy fuerte, pero Jacqui se contuvo. Maisie quería quedarse allí, por lo que no serviría de nada enfadarlo.

– ¿Tiene hambre? -le preguntó, concentrándose en la salsa para no tener que mirarlo-. He hecho más de lo que Maisie y yo podamos comer. Dejaré un plato para usted en la nevera. Así podrá calentárselo cuando nosotras no estemos.

Sintió que Harry estaba dudando, debatiéndose entre el deseo de comer algo que no estuviese enlatado y el impulso de mandarla al infierno.

– Gracias -fue todo lo que dijo.

No era exactamente decepción lo que atenazó el corazón de Jacqui. Pero, por un momento, había esperado que él apartara una silla y se uniera a ellas en la cena. Se había imaginado a Maisie y a Harry congeniando mientras comían. Y a ella haciendo el papel de hada. Patético. Maisie era la única persona que tenía alas en aquella casa. Sin embargo, él seguía en la cocina. Jacqui estaba concentrada en la salsa, pero podía sentir su presencia tras ella.

– Encontrará helado en el congelador, por si Maisie quiere un poco -dijo-. A menos, claro está, que sea capaz de preparar también el postre.

Con aquel comentario casi había sido amable. Casi. Jacqui se dispuso a recompensarlo con una sonrisa, pero cuando se dio la vuelta, Harry se había marchado. Bañó a Maisie y la preparó para acostarse, dejándola abrazada a un osito de peluche y leyéndole un cuento de los muchos que ocupaban la estantería. Era una divertida historia sobre la hora de dormir de un osito. Nada que pudiera provocarle pesadillas.

Maisie se quedó dormida mucho antes que el osito, y Jacqui se quedó sentada a su lado durante un rato, contemplándola. Finalmente, le estiró la manta y bajó la luz hasta dejarla en un débil resplandor. En alguna parte, al otro lado del mundo, otra niña estaría a punto de comenzar un nuevo día. Despeinada y gruñona, esperando un abrazo de otra mujer…

Parpadeó furiosamente y se tocó el brazalete. Un baño. Necesitaba sumergirse en agua caliente y perfumada. Olvidar y sonreír. No lo creía posible, pero quizá pudiera concentrarse en el placer, en vez de la angustia. Como viajaba ligera de equipaje y no se había molestado en llevar un albornoz, se puso uno que colgaba de la puerta del baño y bajó a la cocina a prepararse una bebida caliente.